´Mejor vivir como un ateo´, dice el Papa, si la fe no se hace vida

Mundo · Federico Pichetto
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3 enero 2019
Hay frases del Papa que no entran oficialmente en su magisterio pero que describen mejor que otras la intención más profunda que anima un pontificado. Es el caso de la indicación que Bergoglio hizo en la audiencia del primer miércoles de 2019, afirmando que “la gente que va a la iglesia, está ahí todos los días y luego vive odiando a los demás y hablando mal de la gente son un escándalo. Mejor vivir como un ateo que dar contra-testimonio de lo que es ser cristianos”.

Hay frases del Papa que no entran oficialmente en su magisterio pero que describen mejor que otras la intención más profunda que anima un pontificado. Es el caso de la indicación que Bergoglio hizo en la audiencia del primer miércoles de 2019, afirmando que “la gente que va a la iglesia, está ahí todos los días y luego vive odiando a los demás y hablando mal de la gente son un escándalo. Mejor vivir como un ateo que dar contra-testimonio de lo que es ser cristianos”.

Este juicio preciso, pronunciado sin papeles, no estaba en el texto oficial de la audiencia pero en pocas horas ya estaba en todas las redacciones de prensa, despertando simpatía “por un pontífice que exalta a los ateos” y preocupación “por un cristianismo perfecto que no existe y que acaba degradando la devoción de muchos”. Pero lo que el Papa quería decir era algo muy distinto. Una fe que no se hace vida, que no se transforma en compromiso con uno mismo, no es fe sino una forma de ateísmo. Si la fe no implica una verificación, un trabajo personal dentro del drama del vivir, entonces es mejor declararse directamente “no creyentes”.

Creer es una palabra que deriva del indoeuropeo y significa “dar el corazón”, comprometer el corazón con algo. ¿Pero qué es el corazón? El corazón es ese criterio de juicio que la naturaleza –Dios– ha puesto dentro de cada uno y que se desvela como malestar, necesidad, herida, exigencia infinita. Por tanto, hacer experiencia significa comparar lo que uno vive, en un espacio y tiempo concretos, con el propio corazón, con esa necesidad de bien, verdad, justicia y belleza que llevamos dentro. Esta comparación estrecha entre la parte más verdadera de mi yo y la realidad es un trabajo, requiere un trabajo. Dar el corazón, creer, significa comprometerse con esta confrontación intensa, transformadora de la propia relación con las cosas en un juicio continuo.

Pero el cristianismo introduce otro factor. Entra en la historia como el anuncio de que la única respuesta para lo que el corazón espera es Cristo. Por eso, el problema del cristiano es verificar si este anuncio es verdadero, comparar cualquier circunstancia que suceda con la presencia de Cristo que promete cumplir esa exigencia del corazón dentro de esa realidad concreta. O la experiencia de la fe se convierte en continua experiencia de esta verificación, o Cristo se quedará en un mero nombre: vivimos nombrándolo, pero sin que crezca la familiaridad con él, sin experimentarlo realmente, sin creer. ¡Cuántas comunidades enredadas en acaloradas disquisiciones teológicas y eclesiales han dejado de hacer este trabajo de verificación! ¡Cuántas comunidades, preocupadas por sus actuaciones y comparándose con otras, han abdicado de este proceso fundamental que hace “mía” la fe y no un lugar de refugio! Cuántas comunidades han dejado de educar en esta verificación de la fe, prefiriendo iniciativas sociales o discursos intelectuales o moralizantes.

Se extiende en los países cristianos un ateísmo progresivo y persuasivo. El Papa nos pone en guardia ante todo esto, advirtiéndonos de todo lo que podemos perder perseverando en una dinámica así. Es mejor pues dejar salir a la luz ante todos el propio ateísmo práctico, mejor ser honestos con uno mismo. Y admitir que hemos renunciado a verificar si es verdad, para un europeo de nuestros días, que Jesucristo es el Hijo de Dios, que hace humana y finalmente vivible toda nuestra vida.

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