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Editorial · Fernando de Haro
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23 diciembre 2017
Esta Navidad de 2017, Navidad de un comienzo de siglo que no acaba de desperezarse, nos encuentra a todos más disponibles que otras veces. No se trata del bagaje religioso que cada uno lleve a cuestas. A estas alturas lo suponemos escaso. Se trata de la disposición a acoger lo “infinitamente” improbable como hipótesis de partida. Belén y Beit-Sahur (el campo de los pastores), en Cisjordania, son noticia estos días no solo por la disputada capitalidad de Jerusalén. Ahora que nos hemos quedado casi sin sistemas, que andamos temerosos los unos de los otros, aflora en cada esquina la necesidad de una ternura consistente.

Esta Navidad de 2017, Navidad de un comienzo de siglo que no acaba de desperezarse, nos encuentra a todos más disponibles que otras veces. No se trata del bagaje religioso que cada uno lleve a cuestas. A estas alturas lo suponemos escaso. Se trata de la disposición a acoger lo “infinitamente” improbable como hipótesis de partida. Belén y Beit-Sahur (el campo de los pastores), en Cisjordania, son noticia estos días no solo por la disputada capitalidad de Jerusalén. Ahora que nos hemos quedado casi sin sistemas, que andamos temerosos los unos de los otros, aflora en cada esquina la necesidad de una ternura consistente.

Nuestra seguridad en lo que somos capaces de hacer ha disminuido considerablemente, ni siquiera tenemos claro si una maquina o un ordenador puede llegar a sustituirnos dentro de poco. Y menos aún tenemos claras las referencias morales. No hay razones ni causas suficientes prácticamente para nada.

Hemos dejado atrás la crisis. La zona euro puede cerrar este año y el que viene con un crecimiento del 2 por ciento. Pero las cosas no han vuelto a ser como eran en 2008. La cicatriz no nos deja sentirnos cómodos. Por más que los mensajes de tranquilidad proliferan para ahuyentar los fantasmas del “fin del trabajo”, los miedos perduran. Hay temor a lo que pueda traer la cuarta revolución industrial, la digitalización.

No es solo la natural prevención que provoca el futuro ciclo o un modelo productivo que no ha acabado de surgir y del que sabemos muy poco. Es una inquietud más profunda que cuestiona la certeza del hombre liberal y socialdemócrata. La concesión este año del Premio Nobel de Economía a Richard Thaler es una buena muestra de la sensibilidad dominante. Thaler se distingue por haber estudiado nuestra conducta. Ha puesto de manifiesto que no somos máquinas perfectas de consumir y producir. Nuestros actos responden a una racionalidad limitada y tomamos decisiones con preferencias “deformadas”. Las soluciones que propone Thaler para “empujar” a los individuos a tomar opciones “más acertadas” no son lo más interesante de su pensamiento. Lo importante es que, desde la ciencia económica, como antes desde la neurociencia o desde la biología, se nos invita a revisar cierta imagen que teníamos de nosotros mismos, la imagen de una libertad sana, de una autonomía lograda.

En estas circunstancias es difícil mantener la idea de que somos dueños de una racionalidad casi perfecta y exclusiva. El avance de la Inteligencia Artificial nos hace preguntarnos intensamente qué nos diferencia de las máquinas pensadoras, capaces de aprender. Nos preguntamos, cada vez con más insistencia y con menos soberbia, qué nos hace humanos. Y repetimos más que nunca la palabra autoconciencia y la expresión inteligencia emocional.

Quizás sea este no saber muy bien a qué hemos quedado reducidos lo que incrementa en nosotros el miedo al otro. Miramos fuera de nuestra casa, a la calle, a través de cristales deformados por una aprensión que acrecienta posibles amenazas. Probablemente por eso nos aferramos ansiosos al sueño de construir muros. En 2015, el año de la elección de Trump, según los sondeos de IPSOS, los estadounidenses pensaban que un tercio de la población de su país estaba integrada por inmigrantes. El porcentaje real es un 14 por ciento. Este miedo a la inmigración recorre todo el mundo. En Japón hay que dividir por 5 el número de los inmigrantes que los japoneses creen tener para llegar al número real, en Polonia sucede algo parecido. Los italianos multiplican por tres los inmigrantes reales y los españoles por 1,5. Los húngaros multiplican en su imaginación 70 veces los musulmanes que hay en su país y los estadounidenses 15 veces. No estamos ante una avalancha de inmigración. En este momento hay en todo el mundo en torno a 230 millones de migrantes, que representan el 3 por ciento de la población del planeta, un porcentaje muy similar al de hace cien años. El Banco Mundial ha pronosticado que un incremento del 3 por ciento de los inmigrantes en los países desarrollados podría generar cerca de 400.000 millones más de PIB. El miedo está en nuestros ojos.

Inútil hacer llamamientos al refuerzo moral. Estos días se ha hecho público en España un estudio prestigioso sobre los valores de los más jóvenes. La encuesta titulada “Jóvenes españoles entre dos siglos” hace una comparación entre la ética del momento y la de hace 30 años. Y concluye que “desde 1984 hasta el presente Informe de 2017, se ha producido un paulatino aumento de la laxitud moral frente a todos los comportamientos, incluidos los que implican violencia física, el terrorismo o la violencia de género”.

Sin saber claramente quiénes somos, sin capacidad para mantener la moral que estuvo en pie durante siglos, con miedo hacia nosotros mismos y hacia los demás, estamos más a cielo descubierto que nunca. Más necesitados que nunca. Y quizás menos dispuestos a seguir discutiendo sobre quién tiene razón y más abiertos a aceptar la primacía de los hechos sobre las ideas. Incluso si el hecho es tan aparentemente insignificante como el de un niño.

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