Malala Yousafzai o defender la libertad
Merece la pena leer Yo soy Malala no solo porque su autora ha recibido el Nobel de la Paz a sus 17 años. El libro, aparentemente la sencilla autobiografía de una niña precoz y estudiosa que comprender el valor de la educación, trata en realidad de cosas que están muy por encima de este aspecto concreto, cosas que ya tendrían que haber asumido un significado para nosotros occidentales al día siguiente de aquel 11 de septiembre.
Nacida en Mingora, en el valle de Swat (Pakistán), Malala crece en una familia de musulmanes suníes de etnia pashtun. Su nombre significa literalmente “dolor afligido” y se lo pusieron en honor a la poetisa-guerrera afgana Malalai de Maiwand. Sin duda, nomen omen. Su padre, poeta y activista, fundó varias escuelas y desde pequeña fue partícipe de su batalla por le educación. Será Malala, y no sus dos hermanos, quien se queda con él hasta tarde discutiendo de política, quien toma la palabra en la sala de prensa durante la represión talibán, a una edad a la que sus coetáneas siguen jugando a las muñecas.
En 2009 los talibanes impusieron varias prohibiciones gracias a un tácito consenso del gobierno que, mientras miraba hacia otro lado, daba un uso diferente a los fondos que recibía de los americanos para luchar contra los talibanes. Todas las escuelas femeninas se cerraron, también la que dirigía el padre de Malala. Algunas incluso fueron derribadas. Todo se convirtió en pecaminoso, la lista de acciones prohibidas por los talibanes se alargaba de día en día: escuchar la radio, bailar, hacer excursiones, divertirse, ir al mercado a comprar objetos personales.
También data de 2009 un documental del New York Times que muestra muy bien cómo la clausura de las escuelas femeninas (más de 200 para 50.000 niñas) era solo un aspecto de un problema más amplio y profundo. En “Class dismissed: the death of female education”, Adam Ellick e Irafn Ashraf seguían las jornadas de Malala desde su huida de Mingora para evitar la guerrilla entre los talibanes y las fuerzas gubernamentales, hasta su vuelta a la “normalidad” después de dos meses de exilio forzoso.
El documental muestra el lado violento de un pueblo antropológicamente poco evolucionado, su lado extremista, que destruye los budas milenarios de Bamiyan para afirmar su superioridad, interpreta el Corán de forma arbitraria, rechaza la teoría de la evolución, educa en el odio en las escuelas coránicas y practica la justicia sumaria en las plazas, azotando, torturando o decapitando a otros seres humanos con fines demostrativos y disuasorios. Hasta una familia observante como la de Malala se convierte en una familia infiel por el solo hecho de apoyar la educación femenina. Los talibanes no piden adhesión al Corán sino a su interpretación del Corán, y eso no tiene nada que ver con la violencia generada por el choque de civilizaciones, no nace de la oposición occidente-oriente, islam-cristianismo, representa sobre todo una enfermedad autoinmune.
Malala también describe este problema en su libro cuando explica cómo para combatir un mal se crea otro, como sucedió por ejemplo al armar a los rebeldes afganos contra Rusia en los años ochenta, o veinte años después financiando a Musharraf para hacer frente a los talibanes, que en realidad recibían armas y dinero clandestinamente de los mismísimos servicios secretos pakistaníes. Estas situaciones, que inicialmente tenían un porqué, se les escaparon de las manos y terminaron por empeorar la situación. Increíblemente hasta la CIA llegó a esta conclusión después de que un estudio reciente realizado en secreto demostrara que la financiación de los rebeldes ha sido más contraproducente que otra cosa, desde la Nicaragua sandinista, pasando por Bahía de Cochinos, hasta los muyahidines afganos, que se convirtieron más tarde en el núcleo duro de Al-Qaeda.
Yo soy Malala recorre brevemente la historia de Pakistán hasta los acontecimientos más recientes y gira alrededor del hecho clave de su vida, el atentado del que fue víctima el 9 de octubre de 2012. Un talibán le disparó en la cabeza cuando volvía de la escuela en autobús con sus compañeras, dos de las cuales resultaron heridas. Malala cayó en coma y fue trasladada primero a Peshawar, luego a Rawalpindi, donde su situación se agravó, y por último a Birmingham (Reino Unido) gracias a la generosidad de la familia real de los Emiratos Árabes, que ofreció su jet privado, provisto de un hospital a bordo. Birmingham es ahora la ciudad donde viven Malala y su familia. Los talibanes han seguido amenazándola, ignorando el hecho de que precisamente su intento de eliminarla fue lo que atrajo la atención de todo el mundo. En 2013 Malala fue recibida por Barack y Michelle Obama y por la reina Isabel, estuvo en Estrasburgo y en la ONU, y su fundación recibió 200.000 dólares de donación de Angelina Jolie.
El libro fue recibido con frialdad en Pakistán. La federación de escuelas privadas pakistaníes lo vetó en sus 152.000 centros por ser irrespetuoso con el islam y potencialmente un mal ejemplo. Nadie es profeta en su tierra. Resulta difícil no pensar que una actitud así nazca del miedo a convertirse en un objetivo fácil para los extremistas, que a pesar de todo siguen dominando el país. Los detractores de Malala sostienen que es una espía de la CIA y que el atentado es un montaje, a pesar de su reivindicación por parte de los talibanes.
Es conmovedor vea a esta joven pronunciando su sencillo discurso en la ONU un año después del atentado, con una expresión seria y asimétrica por la lesión de un nervio facial, envuelta en una pashmina recibida como regalo con el deseo de una pronta recuperación por parte de los hijos de otra gran figura, Benazir Bhutto. Cuando Bush junio comenzó su guerra para “exportar la democracia” a Iraq no tuvo en cuenta de que la gestión de la libertad necesita una evolución que no puede ser forzada ni repartida como si fuera ayuda humanitaria. La libertad es un bien que damos por descontado, un derecho adquirido, y en cambio no nos damos cuenta de que no todos pueden disfrutarla y de que es mucho más fácil perderla que adquirirla. Por eso merece la pena mirar a Malala.