Mal de altura

Los investigadores apuntan a que las diferencias de altura según el logro educativo podrían enmascarar las diferencias socioeconómicas reales, ya que el origen de los estudiantes, y entre otros elementos su distinta alimentación, acaba influyendo en sus resultados educativos.
Sería un necio el universitario que pensara que es más alto por haber estudiado más que los demás. Sufriría lo que voy a denominar mal de altura. Ese mal que sufrimos todos cuando consideramos que el destacar sobre los demás nos lo debemos fundamentalmente a nosotros mismos, a todo lo que nos hemos esforzado para llegar más alto. Mal de altura lo sufre Pedro Sanchez, el magnífico rector, el presidente del Tribunal Constitucional, el CEO de cualquier empresa, el responsable de una comunidad religiosa, o el Zamora de la Liga. Y cada uno de nosotros no pocas veces. Es ese lema famoso: Porque yo lo valgo. Y después, show me the money!
El libro La tiranía del mérito, de Michael Sandel (2020), ha generado un debate en España digno de ser profundizado. Durante las pasadas décadas se había mantenido que en las sociedades libres la disminución de las desigualdades sociales pasaba por fomentar políticas de igualdad de oportunidades y el desarrollo de la tantas veces alabada meritocracia. En un mundo cada vez más justo y abierto, el éxito pasaba a depender de la voluntad y capacidad de cada uno de prosperar en el sistema educativo y económico, de prepararse mejor para competir, resistir y vencer en una economía global. Si echas el resto y perseveras, el triunfo seguro que te vendrá a ver. Los gobiernos sólo debían de ocuparse de intentar que todos reciban iguales oportunidades, y lo demás pasaba a ser faena del individuo, de sus elecciones y de su voluntad. Todo parecía estar claro hasta aquí, nada de premios inmerecidos, nada de reveses sin dueño.
Pero las consecuencias de este razonamiento no se han hecho esperar. Los que estaban instalados en la cúspide o escalaron en la pirámide socioeducativa, vinieran de donde vinieran, ganaran lo que ganaran, se atribuyeron personalmente el éxito obtenido, y los que se quedaron rezagados, se culpabilizaron de su fracaso. Los primeros crecieron en soberbia, los segundos cayeron en la ira y el resentimiento. Y la víctima propiciatoria para ambos no fue otra que la desaparición de un objetivo común, de lugares donde nos interesemos los unos por los otros. En algunos casos ha crecido la tendencia a confundir el dinero que ganamos o la riqueza que generamos con el valor de nuestra contribución al bien común. Más empresarios y emprendedores, y menos asalariados y servidores públicos. Un desprecio generalizado a los que no terminaron sus estudios, a lo que han perdido la motivación por ganar más dinero. Dice Sandel: “La convicción meritocrática de que las personas se merecen la riqueza (cualquiera que sea) con la que el mercado premia sus talentos hace de la solidaridad un proyecto casi imposible. ¿Por qué las personas que triunfan iban a deber nada a los no tan favorecidos?”.
Javier Gomá en un genial artículo intenta responder a la pregunta de la pegadiza canción de Alaska que nos hace bailar con aquello de “a quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga, yo soy así, y así seguiré, y nunca cambiaré”. La modernidad consiguió el reconocimiento legal y social de la dignidad de cada ser humano, más allá de sus méritos, por su propia existencia. El mundo de la conciencia libre, la autonomía, la autenticidad se volvió tierra sagrada. Bravo. Pero hoy la vida privada no puede convertirse en un país soberano, una república independiente, una autocracia al uso.
Conseguimos “ser libres e iguales”, pero ahora nos queda la etapa más difícil, “ser libres e iguales juntos”. Pasar del “ser con los demás” como “ser para los demás”. De la libertad y la igualdad ya conseguidas, a la fraternidad y la solidaridad por conseguir, elegidas sin imposición. Preferir la virtud para ser más nosotros mismos. Y optar por la virtud no sólo en la vida privada, sino también en la plaza pública, de manera colectiva. “Mi destino es el que yo decido, el que yo elijo para mi” sigue cantando Alaska.
El papa Francisco nos lo recuerda en su encíclica Fratelli Tutti al decirnos que “nos hace bien apelar a la solidez (raíz de la palabra solidaridad) que surge de sabernos responsables de la fragilidad de los demás buscando un destino común. La solidaridad se expresa concretamente en el servicio, que puede asumir formas muy diversas de hacerse cargo de los demás”. La solidaridad como sentido, como el hombre que carga a sus espaldas el peso del otro, una solidaridad basada en la conciencia del que libremente actúa y se considera deudor de otros en el camino de ser juntos. Una solidaridad de los conmovidos por la debilidad propia y la de los demás. Una solidaridad basada en la humildad de quien sabe que prácticamente todo le viene dado.
Muy afectados por las muertes de los atentados de París en noviembre de 2015, se escucharon en Bruselas vivos debates sobre el significado de los valores europeos enunciados en el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea. Se comprobó que esos valores, y en concreto la solidaridad, no son entendidos igual por un sueco que por un italiano, por un holandés que por un griego. Pero siguiendo el método de la Unión se pudieron acordar iniciativas prácticas en un mismo sentido. Se acordó la puesta en marcha del Cuerpo Europeo de Solidaridad que ya ofrece la posibilidad a los jóvenes de trabajar juntos en un voluntariado dentro o fuera de la Unión, que la dimensión social era un elemento esencial en la revolucionaria puesta en marcha de la revolucionaria iniciativa de las universidades europeas y meses después la aprobación de una recomendación relativa a la promoción de los valores comunes y la dimensión europea de la enseñanza. Valores en acción al puro estilo Robert Schuman. Una solidaridad concreta así sería capaz de curar el mal de altura de las futuras élites. Ucrania debería servirnos de lección.
Me he medido esta mañana, y veo que en unos años he menguado un par de centímetros. Y rápidamente me he puesto a ver dónde puedo echar una mano.