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Madiba: democracia en la verdad

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8 diciembre 2013
Desde hace días se baila en Soweto para despedir a Madiba. Y la danza todavía se prolongará. Hace falta tiempo para decirle adiós al hombre que reconstruyó Sudáfrica, al padre que restauró la dignidad a los negros del país. No es suficiente con las palabras y el canto, hay que bailar para poder decir todo lo que se siente.

Desde hace días se baila en Soweto para despedir a Madiba. Y la danza todavía se prolongará. Hace falta tiempo para decirle adiós al hombre que reconstruyó Sudáfrica, al padre que restauró la dignidad a los negros del país. No es suficiente con las palabras y el canto, hay que bailar para poder decir todo lo que se siente.

La muerte de Mandela invita a volver sobre una de las transiciones políticas más sorprendentes del final del siglo XX. De ella se puede aprender mucho sobre lo que mantiene una democracia en pie. El cambio social se inició, en gran medida, por el cambio de una persona.

Mandela se convirtió en el preso 466/64 en la Isla de Robben cuando tenía 44 años. Su amigo, el obispo Desmond Tutu, ha explicado que entonces era el comandante en jefe del Congreso Nacional Africano, un partido muy dispuesto a usar la violencia. Cuando comenzó sus 27 años de prisión estaba muy enfadado. Durante gran parte de ese largo período pasó 23 horas al día solo. Y fue ahí donde se operó el extraño milagro: el sufrimiento que tanto envilece, en su caso le hizo bien. En la convivencia con sus carceleros blancos, Madiba entendió el valor de tender la mano al adversario. Hay un paralelismo entre su lucha y la que llevaron a cabo muchos de los disidentes de aquella Europa del Este que estaba bajo las dictaduras comunistas. Cuando finalizaba el siglo más ideológico de la historia, aparecieron hombres capaces de mirar a los ojos a los que les oprimían. Más allá del foso abierto por la injusticia, se reconocía que el otro era otro yo.

Sudáfrica a finales de los 80 se había convertido en un campo batalla. Parecía imposible evitar una guerra civil. Cuatro millones de blancos habían tenido sometidos a 25 millones de negros durante décadas. En ese contexto, el presidente Pieter Willen Botha decidió enviar a su ministro de Justicia, Kobie Coetsee, a hablar con Mandela en la cárcel. El encuentro fue cordial. Luego seguirán muchas reuniones con representantes del servicio de inteligencia y del ejército. Algunos de aquellos personajes eran siniestros, pero eso no le impidió al que luego sería Premio Nobel de la Paz entenderse con ellos.

Y este método de hacer política, que nacía más allá de la política, es el que Mandela instaura cuando llega a la presidencia. A partir de 1994 se pone en marcha la Comisión de la Verdad y la Reconciliación que desarrolla algo más rico que un simple proceso de amnistía. Sudáfrica refunda su comunidad política. Hasta ese momento la inmensa mayoría de los blancos había considerado justificado el régimen del apartheid. Los negros no tenían motivos para esperar un cambio repentino. Los mecanismos procedimentales habituales de la democracia eran insuficientes para solucionar el problema. No había posibilidad de establecer un juego adecuado entre mayorías y minorías que pudiera cerrar la herida.

La genialidad de Mandela fue cambiar el terreno de juego y entrar de lleno en la metapolítica. Potenció el encuentro humano y el reconocimiento mutuo, a través del perdón. El factor religioso estuvo muy presente en los trabajos de la Comisión. Nunca se ocultó que estaba inspirada por el cristianismo. Sus labores se inauguraron con una oración. Se invitó a los responsables de graves injusticias a confesar y a reconocer que lo que habían hecho era algo malo. No un ataque a la ley sino un ataque al bien. Del mismo modo, se invitó a las víctimas a perdonar. Y funcionó.

Eso no quiere decir que Sudáfrica haya solucionado todos sus problemas. Cuando se van a cumplir 20 años de la llegada de Mandela a la presidencia, el país sigue sufriendo desigualdades atroces – un blanco gana siete veces más que un negro- y el nivel de violencia es altísimo. Pero sigue existiendo una vida en común que parecía imposible.

No hay que esperar a sufrir un apartheid para comprender que la democracia, si se concibe sólo como un sistema deliberativo, es incapaz de sostenerse. Madiba ha sido el ejemplo de todo lo que puede un hombre realmente libre. Y ha dejado indicado un camino: no hay sistema constitucional ni legislativo que nos mantenga unidos sino reconocemos el valor del otro. No hay democracia sin verdad.

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