Macron y los hijos del paraíso

Mundo · Antonio R. Rubio Plo
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7 marzo 2019
Emmanuel Macron ha publicado en destacados medios de comunicación una carta abierta a los ciudadanos europeos con motivo de las elecciones del 26 de mayo. Una redacción bien estudiada y algunas propuestas concretas que tienen el propósito de revindicar al presidente francés como un líder europeo, por no decir el único líder europeo en unos tiempos en que la todavía gran dama de Europa, Ángela Merkel, pasa por horas bajas, un tanto prisionera de una coalición en la que los socialdemócratas nunca se han sentido a gusto porque no la consideran rentable a largo plazo.

Emmanuel Macron ha publicado en destacados medios de comunicación una carta abierta a los ciudadanos europeos con motivo de las elecciones del 26 de mayo. Una redacción bien estudiada y algunas propuestas concretas que tienen el propósito de revindicar al presidente francés como un líder europeo, por no decir el único líder europeo en unos tiempos en que la todavía gran dama de Europa, Ángela Merkel, pasa por horas bajas, un tanto prisionera de una coalición en la que los socialdemócratas nunca se han sentido a gusto porque no la consideran rentable a largo plazo.

Si alguien se proclama europeísta, tendría forzosamente que reconocerse en Macron, aunque en su país de origen el presidente se haya visto cuestionado en los últimos tiempos. Sin embargo, Macron tiene un punto débil: creer que fuera de él mismo no hay más Europa, y sobre todo no alcanzar un consenso suficiente en Francia para sumar con otras fuerzas políticas, al menos en lo que a Europa se refiere, una defensa decidida del proyecto europeo. Lo malo es que el presidente francés consiguió llegar al Elíseo con una gran amplitud de votos conquistados a su izquierda y su derecha, y esto es algo que no le perdonarán los partidos tradicionales que siempre le consideraron un advenedizo. Macron es un presidente posmoderno, sin perfiles políticos bien definidos, pero que parece estar más cerca de un partido que no existe en Francia: un partido liberal progresista a la anglosajona, en la tónica de los demócratas norteamericanos o los liberales canadienses. En el caso de Francia, esta orientación política resultará insuficiente, por no decir descafeinada, si no va acompañada de un cierto estímulo nacionalista sin caer en los extremismos, por supuesto. Los electores, y la opinión pública en general, deben de percibir que cuando Macron habla de Europa, está a la vez hablando de Francia, y que no aspira a diluir el genio francés en el proyecto europeo. Sin dejar de ser europeísta, no se puede bajar la guardia en lo referente al componente nacional, pues sería dar armas a una extrema derecha que no ha renunciado, pese a su abultada derrotada en la segunda vuelta de las elecciones de 2017, a disputar la presidencia francesa para producir un cataclismo histórico tan espectacular como estéril en sus resultados venideros.

Con todo, para Macron vivimos un momento de urgencia, con el peligro de que el Parlamento Europeo esté controlado, o al menos mediatizado, por una constelación de partidos populistas o nacionalistas. Las municiones de estos partidos se nutren de las identidades nacionales, de la apelación a los sentimientos y a la nostalgia de una edad de oro que un historiador serio desmontaría sin mucho esfuerzo. Muchos europeístas, y entre ellos el propio Macron, contraatacan con apelaciones al pragmatismo: las desventajas del Brexit, la soledad de Europa frente al ascenso de grandes potencias, la necesidad del euro frente a las fluctuaciones del capitalismo financiero… En el fondo es el heroísmo de la razón de Edmond Husserl, que en 1935 era consciente de la dificultad de oponer la cordura y el sentido común a las manipulaciones emocionales a las que los movimientos totalitarios sometían a las masas. Por esos mismos años, Stefan Zweig reconocía la debilidad de los defensores de los valores europeos frente a las soflamas totalitarias, mucho más atractivas para el común de los mortales, pues alimentan, ante todo, un sentimiento de orgullo que permite olvidar la mediocridad de las vidas cotidianas. Además, en las sociedades posmodernas, en las que acampa a sus anchas la filosofía de la sospecha, parecen haberse apagado los entusiasmos por la paz, la prosperidad y la libertad de las que habla Macron en su artículo.

Cuando Macron reprocha a los nacionalismos que no tienen un proyecto más allá de su propio repliegue, es dudoso que estos se sientan impresionados. Todo emotivismo carece de proyecto, pues si no fuera así, no podría dar rienda suelta a todas sus fluctuaciones. Macron apela a la civilización europea, a reinventar política y culturalmente sus formas en un mundo cambiante. Sigue siendo, después de todo, un hombre del “fin de la historia”, que alimentó las tempranas ilusiones de la posguerra fría. Pero frente a él se alinean los hijos del nacionalismo y del comunismo, que son perfectamente capaces de entenderse frente a la supuesta amenaza desintegradora con origen en Bruselas. Los apóstoles de la identidad nacional y social, los que ponen, al menos en teoría, a la comunidad por encima del individuo, avanzan pletóricos de confianza y arrogancia hacia las elecciones europeas.

Para ellos, y en particular para el primer ministro húngaro Víctor Orban, el proyecto de Macron es engañoso: pretendería construir una Europa francesa con dinero alemán. Pese a todo, el presidente francés no es un mero tecnócrata, pues se opone tanto a ideologías conservadoras petrificadas, sin horizonte de espera, como a las veleidades revolucionarias utópicas. Frente a la fe en el paraíso perdido o en el paraíso en construcción, Macron opone la razón, pero esto dista de ser suficiente en estos tiempos de la política espectáculo. Los hijos del paraíso parecen ser más sagaces, y con muchos menos escrúpulos, que los hijos de la razón.

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