Macron recupera el multilateralismo

Mundo · Antonio R. Rubio Plo
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3 septiembre 2017
La película Dunkerque se cierra con una cita de Churchill, tomada de su discurso ante la Cámara de los Comunes el 4 de junio de 1940, y en ella se dice que los británicos continuarían la lucha “hasta que el Nuevo Mundo venga al rescate y la liberación del Viejo”. Dicha cita, aunque la victoria definitiva no estaba cercana, hacía presentir un mundo dirigido por las potencias anglosajonas, aunque en realidad solo una de ellas estaría en condiciones de llevar la carga imperial y asociar a la vieja Europa en su objetivo de contención del bloque soviético. Pero hoy el vínculo trasatlántico tiene serias fisuras, que intentan taparse con cumbres políticas más o menos frecuentes e iniciativas que pretenden ser una reinvención de algo que perdió su finalidad originaria. Ya casi nadie cree que el Nuevo Mundo va a venir en rescate del Viejo, ni en lo político, ni en lo económico, ni en lo militar. Sin embargo, sería injusto echarle toda la culpa a Donald Trump. El vínculo trasatlántico se debilitó con Barack Obama, por mucho que este presidente fuera el favorito de bastantes políticos europeos, aunque también George W. Bush tuvo algo que ver pues, con o sin guerra de Iraq, las respectivas visiones del mundo eran divergentes.

La película Dunkerque se cierra con una cita de Churchill, tomada de su discurso ante la Cámara de los Comunes el 4 de junio de 1940, y en ella se dice que los británicos continuarían la lucha “hasta que el Nuevo Mundo venga al rescate y la liberación del Viejo”. Dicha cita, aunque la victoria definitiva no estaba cercana, hacía presentir un mundo dirigido por las potencias anglosajonas, aunque en realidad solo una de ellas estaría en condiciones de llevar la carga imperial y asociar a la vieja Europa en su objetivo de contención del bloque soviético. Pero hoy el vínculo trasatlántico tiene serias fisuras, que intentan taparse con cumbres políticas más o menos frecuentes e iniciativas que pretenden ser una reinvención de algo que perdió su finalidad originaria. Ya casi nadie cree que el Nuevo Mundo va a venir en rescate del Viejo, ni en lo político, ni en lo económico, ni en lo militar. Sin embargo, sería injusto echarle toda la culpa a Donald Trump. El vínculo trasatlántico se debilitó con Barack Obama, por mucho que este presidente fuera el favorito de bastantes políticos europeos, aunque también George W. Bush tuvo algo que ver pues, con o sin guerra de Iraq, las respectivas visiones del mundo eran divergentes.

Sin ir más lejos, Enmanuel Macron lo ha certificado en la tradicional reunión de finales de agosto del presidente de la República con los embajadores franceses. El orden de 1989, caracterizado por una globalización ultraliberal y la hiperpotencia de un solo Estado, ha tocado a su fin. No le falta razón, aunque algunos sigan especulando qué habría pasado si Trump no hubiese ganado o que a lo mejor en la elección presidencial de 2020 las aguas vuelven a su cauce. En cualquier caso, el presidente francés está en lo cierto al asegurar que el mundo a nuestro alrededor se está transformando y lo peor en este contexto es la inacción. Se refiere a Francia, pero podría ser aplicado a otros países, en los que el peso de la política interna se ha acentuado tanto en los últimos años, al compás de los efectos de la crisis, que no quedan ganas de mirar al exterior y se opta por el repliegue con la ilusión de que se pueden mantener unas fronteras herméticas, o al menos hacérselo creer al electorado. Según Macron, esto es una renuncia a la historia, y es lo mismo que decía Benedicto XVI al asegurar que Europa se está despidiendo de la historia. La inacción no necesariamente es apatía. Muchas veces es desconcierto o sencillamente miedo. Hay quien quiere convencerse de que las guerras de los telediarios no llegarán hasta aquí, salvo con algunos coletazos, en forma de inmigrantes o de terrorismo, que podrán abrir brechas y causar víctimas, pero no derribar los muros de la fortaleza. Quizás esa política exterior, entre la timidez y el desconcierto, sea un reflejo de nuestras sociedades occidentales tan ensimismadas que no ven más allá de su particular horizonte.

En cualquier caso, la política exterior de Macron no quiere renunciar a la historia, y no podría hacerlo desde el momento en que Francia es una potencia nuclear y ocupa un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, aunque ambos factores no signifiquen en el mundo de hoy lo que suponían en otro tiempo. Es sabido que Alemania y Japón ni están en el Consejo ni son potencias nucleares. El poder y la capacidad de influencia se mueven actualmente en otras coordenadas, sobre todo en un mundo en el que desaparecen las certidumbres diplomáticas. Se precisa de una cierta flexibilidad, la misma que expresaba Talleyrand, ministro de Napoléon y de Luis XVIII, al afirmar que había que negociar con todos y en todas partes. Macron tiene, al menos, de Talleyrand el tono amable con el que recibe a sus invitados extranjeros y les dirige brillantes discursos. Otra cosa han de ser los resultados concretos en un presidente que aboga abiertamente por el multilateralismo en un mundo impredecible. En cierto sentido, esto supone una vuelta al gaullismo de una política exterior independiente, aunque ya no hace falta cuestionar el papel de Francia en la OTAN, dada la situación interna de la organización. La Francia de Macron cultivará los vínculos con todas y cada una de las grandes potencias sin excepción. El planteamiento es que, aunque los intereses pueden ser divergentes, siempre habrá algún punto de coincidencia, y aquí ha citado expresamente a Trump. También De Gaulle fomentó el acercamiento a la URSS y China, sin dejar de ser un teórico aliado de EEUU. La principal diferencia con Macron es que el actual presidente, un Júpiter distante, según algunos medios de comunicación, está muy pendiente de los sondeos y esto tiende, como en tantos otros casos de personalidades políticas de nuestro tiempo, a condicionar su actuación. Eso no sucedía con De Gaulle, más pendiente del juicio de la Historia que del beneplácito de la calle.

En su discurso ante los embajadores, Macron puso el acento en que una política exterior independiente no implica ningún tipo de “espléndido aislamiento”. Antes bien, esta independencia implica la capacidad de establecer alianzas, incluso más allá de las existentes. Destaquemos este párrafo de su intervención, donde dice explícitamente: “y de manera oportunista, construir alianzas de circunstancias que nos permitan ser más eficaces”. Esto siempre ha sido la diplomacia clásica, el juego de los intereses. Por ejemplo, si Europa y EEUU están ausentes de las negociaciones en Siria, Francia no ve inconveniente en buscar entendimientos con Turquía, Irán y Rusia, que tienen mucho que decir en el futuro del país árabe. Esto implica no empeñarse en pedir a toda costa el final del régimen de Asad, aunque al mismo tiempo se diga que los responsables de masacres de la población civil tienen que asumir sus responsabilidades. Y aunque no se diga expresamente en este discurso, en el conflicto entre Rusia y Ucrania quizás no haya que presionar excesivamente sobre Putin.

La diplomacia multilateralista de Macron es, después de todo, la búsqueda de los propios intereses, aunque se cuiden mucho las formas, se hable de nuevas iniciativas y el presidente despliegue todo su encanto personal.

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