Lozano y la palabra mendiga

Cultura · Barbara Pulimanti
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25 mayo 2015
Los profesores de español trabajamos con las palabras, lo más interesante del estudio de un idioma extranjero no es que se consiga dominar la técnica, sino que se pueda descubrir el sentido de las palabras y quedar fascinados por ellas. Estoy segura de que es necesario volver a su nivel más profundo y original para no utilizar el lenguaje mecánicamente y sin respetar la experiencia y la historia que cada palabra indica e identifica.

Los profesores de español trabajamos con las palabras, lo más interesante del estudio de un idioma extranjero no es que se consiga dominar la técnica, sino que se pueda descubrir el sentido de las palabras y quedar fascinados por ellas. Estoy segura de que es necesario volver a su nivel más profundo y original para no utilizar el lenguaje mecánicamente y sin respetar la experiencia y la historia que cada palabra indica e identifica.

En este intento, he descubierto a un escritor que me ha sorprendido, y siguiéndolo, he empezado este trabajo difícil y precioso. El escritor se llama José Jiménez Lozano, un poeta que nació en Langa, un pueblo de la Moraña abulense, en 1930; en diciembre de 2002, le fue concedido el Premio Cervantes de Literatura en Lengua Castellana, como culminación de una larga y fructífera carrera literaria.

Hacía tiempo que no había leído poemas como los suyos y especialmente me entusiasmó su poesía “Mendigo muerto”:

En la gélida noche,  

a la cabecera del cadáver del mendigo,

reluce una maravillosa puntilla o filigrana,

tejida sobre la nieve por las patitas de los pájaros.

Ni los Faraones, ni los Césares,

tuvieron tal armiño en sus días de gloria,

ni en sus tumbas. (Pájaros 37)

Cuando lo leí comencé a entender lo que Lozano quiere decir con “dependencia y “creaturalidad” o “debilidad de los niños”, cosa que las palabras deben ganar de nuevo. Creo que es necesario explicar lo que me sucedió: la primera vez que leí el poema me sorprendió la imagen, de repente se hizo clara ante a mis ojos y en mi interior, la noche no es oscura pero es “gélida” y así es inmediata la posibilidad de identificarse con el ambiente real. ¿Y qué sucede en esta noche? Vemos el cadáver de un hombre, se trata de un mendigo, un hombre pobre que habitualmente dormía al aire libre y ahora está helado: la noche y el mendigo, pero en esa frialdad veo una luz maravillosa, más que la sombra negra de la muerte, una luz blanca que es la luz del manto de nieve, la única capa gloriosa para el pobre. Los pájaros han tejido con las patitas un armiño más hermoso que las pieles preciosas de los faraones o de los emperadores. Veo la imagen y me doy cuenta de que cada palabra que el poeta ha elegido me lleva a un clima de dependencia, creaturalidad y debilidad: delante de esta imposible hermosura y ternura yo soy la mendiga que espera la misma maravilla mientras vivo. Por esas afinidades electivas, como Goethe  decía, Jiménez Lozano habla de una extraña forma de amistad  entre el lector y el mundo imaginario, y de ahí nace también el título de mi artículo: “Lozano y la palabra mendiga”.

La primera mendicidad es la mendicidad del escritor que mira a la realidad esperando expresar la “urdimbre del tapiz de lo que se cuenta”   y atender al peso de lo real. La realidad, afirma Lozano, tiene siempre al menos una buena parte de inefabilidad. A través de este ejercicio del poeta, a nosotros, lectores, se nos permite ser partícipes y poder mirar la realidad del mismo modo, pues la segunda mendicidad es aquella propia de la experiencia, que la reclama a conocer, de una manera verdadera, lo que se refiere a nuestro drama humano.

La tercera mendicidad es la de la palabra: ¿de dónde vienen las palabras? Y ¿cómo pueden reflejar su origen? En la poesía de Jiménez Lozano se plantea este problema, se titula “Respuesta”:

A veces te preguntas

Cómo se sostiene la belleza del mundo;

Te fijas en las patas de las garzas blancas

Bajando regiamente a la laguna,

y comprendes. (Pájaros 30)

Este breve texto llena de silencio; pone en relación con el misterio de la realidad que el poeta advierte, enteramente resumida en el primer verso, y más explícita en el segundo. El camino, al que está obligada la mirada por la imagen con la que concluye el poema, responde a la expectativa de la pregunta inicial. Esa pregunta a través del verbo llama a la conciencia a estar en relación directa con la objetividad de lo real que no depende de la conciencia e invita a mirarla. ¿Qué requiere esa mirada? Prestar una sincera atención a la realidad, tener una posición de humildad o pobreza, es decir, de mendicidad para comprender hasta el fondo lo que se ve. La mirada nos lleva del “ver” al “conocer”: hace suya la pregunta que nace en el corazón y en la mente, y en este recorrido, introduce a la mente y al corazón en la respuesta.

Pero, ¿qué ven los ojos? Una hermosura que existe: las palabras son como los ojos, éstas sólo traducen lo que aquellos ven. Las palabras se dejan hacer y así pueden volver a su origen: ‹‹La escritura es un descubrimiento sorprendente de que lo que ve ante sus ojos es un relato que parece escrito por otro y del que el autor se siente sólo escriba (…) cómo un escritor, que se supone que es y debe ser servidor y hasta siervo del lenguaje, puede no percatarse de que el lenguaje implica que hay más que la realidad, y que él construye una realidad más profunda, las ‘presencias reales`›› .

Jiménez Lozano ha experimentado que la voz del poeta nace de esta autoconciencia de la belleza, la palabra es servidora de esta belleza y puede ganar su existencia sin perder su naturaleza haciéndose partícipe del mismo don. En este sentido la palabra es mendiga, es criatura.

Otros tres poemas pueden aclarar y profundizar este sentido:

LAVANDERA DE INVIERNO

Lavandera de invierno que se inclina

sobre el riachuelo y rompe el hielo,

y el ruido de la rota cristalera

llena el solemne silencio matutino.

Luego ella alza aquella geometría tan pura

y transparente hacia el sol rojo

en sus ateridas manos, sus azulencas uñas,

sus dedos deformados, dolor propio,

ropa ajena, martirio y sacramento.

La blancura del lienzo en la mañana, luego.

Y tú has asistido a estos misterios. (La estación que gusta al cuco)

LA ENSEÑANZA DE LAS GARZAS

Cuando el mundo era muy joven

ya tenía estas dudas de las nieblas,

el nocturno del relente en la hierba,

la obstinada alegría de las alondras y las lilas;

y de entonces les viene, a garzas y cigüeñas,

su andar cuidadoso y de respeto

ante la hermosura del mundo que puede romperse,

como un vidrio muy delgado, o un cántaro.

EL PRECIO

Matinales neblinas, tardes rojas,

doradas; noches fulgurantes,

y la llama, la nieve;

canto del cuco, aullar de perros,

silente luna, grillos, construcciones de escarcha;

amapolas, ancianos, y desnudos

árboles de invierno entre la niebla;

los ojos y las manos de los hombres, el amor y la dulzura

de los muslos, de un cabello de plata, o de color caoba;

historias y relatos, pinturas, y una talla.

Todo esto hay que pagarlo con la muerte.

Quizás no sea tan caro. (Elegías menores)

En estas tres poesías el sentido de la vida humana y la observación cuidadosa del poeta se presentan las imágenes que la realidad misma ofrece, y así el poeta puede hacer traslucir la unión entre la belleza y la profundidad de la realidad como cumbre del mismo sentir de la vida humana. La garza enseña que la hermosura del mundo puede romperse y esto el poeta no quiere consentirlo con sus palabras: ellas –sus palabras– se inclinan ante las cosas. Percibimos que ellas se inclinan ante el ruido de la rota cristalera que llena el solemne silencio matutino, porque como ellas, del mismo modo que la lavandera, nosotros lectores en nuestra alma y en nuestra mirada entendemos el mismo misterio que nos llena de respeto.

Descubro que las palabras se convierten en la moneda preciosa que el poeta usa para pagar a lo real, su caro precio, lo que es más precioso. ¿Qué muerte es capaz de acabar con el sacrificio y el martirio de la lavandera? Si pudiera se lo preguntaría al poeta, la pregunta por mí queda abierta, pero creo que se refiere a aquella muerte a la que las palabras deben servir –para respetar su naturaleza de don– y entonces pagan el precio de su muerte, se hacen mendigas hasta el sacrificio más grande, el sacrificio de ellas mismas: Quizás no sea tan caro [el precio].

Como conclusión, podemos enunciar las razones del interés de este proceso de descubrimiento de la palabra. La primera razón es que en nuestra era digital estamos prisioneros de un conocimiento muy veloz de la realidad, y a veces incluso dejamos de verla. La consecuencia más inmediata es que las conversaciones entre las personas son superficiales y se imponen prejuicios o eslóganes que no nos permite reconocer lo que estamos viviendo. Las palabras se convierten en mentirosas y vuelven a construir una barrera entre los individuos y la realidad, y esto es precisamente lo contrario de la experiencia de Jiménez Lozano. Lo que debería ser lo normal, el deseo estructural, de poder hablar con los demás expresando lo que realmente nace de nuestro afecto y conocimiento de las cosas, sin embargo hoy se vuelve raro y pocas veces se ve vivo el deseo de respetar la exigencia humana de conocer afectivamente. Cuando una sociedad se olvida de sus exigencias fundamentales entra en una crisis muy peligrosa: nuestra sociedad gradualmente se decolora y puede correr el riesgo de perder su identidad. En su lugar, se afirma una forma de violencia y miedo que nos convence de la imposibilidad de un progreso y una convivencia humana como las que se dieron en los siglos pasados.

Jiménez Lozano escribe –y así se cumple el deseo del escritor–: «Es tan admirable la vida y tan admirable el hombre, que todo debiera conservarse, absolutamente todo: la luz de la mañana, los sonidos de la tarde, y cada cosa que le sucede a cada hombre. Incluidas sus fantasías, sus deseos eróticos o criminales, estúpidos o nobles, sus dudas, sus miedos, sus sufrimientos, la pobre ceniza de su mediocridad, los objetos, las naderías. Nada debería perderse. Por misericordia, y para ejercerla con nosotros mismos» .

Ante estas palabras, estoy convencida de que puede vencer la gratuidad del ser, como para Jiménez Lozano, al que estoy muy agradecida.

Barbara Pulimanti, senior lecturer in Professionally-oriented foreign language, al-Farabi Kazakh National University, International Relations Department. Chair of Diplomatic Translation

1 Goethe, Johann Wolfgang von (1988). Le affinità elettive. Milán: A. Mondadori, p. 360

2 Jiménez Lozano, José y Guadalupe Arbona Abascal (2010). «El aroma del vaso» en Prades, Javier y Eduardo Toraño (eds.), La razón de la esperanza. Madrid: Publicaciones de la Facultad de Teología San Dámaso, pp. 161-193

3 Si la escritura no cuenta con esa trama que se oculta, se aparta de la belleza y de la verdad de las cosas. La dinámica de la escritura consiste en un ejercicio de comparación con la realidad, que no es la literatura, pero a la que atiende y de la que se nutre. Se trata de la «confrontación de la escritura con el peso de lo real. Para saber si uno ha descubierto su parte de atrás, lo que de la realidad no se revela fácilmente» en Galparsoro, Gurutze y José Jiménez Lozano (1988). Una estancia holandesa. Barcelona: Anthropos

4 Jimenezlozano.com. Web oficial de José Jiménez Lozano. 2012. <http://www.jimenezlozano.com>. Dir. Guadalupe Arbona Abascal. Valladolid: Junta de Castilla y León. Web. 26 feb. 2015

5 Jiménez Lozano, José (1996). La luz de una candela. Barcelona. Anthropos

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