Entrevista a Miguel Ángel Quintana

`Los terroristas fueron nihilistas`

Cultura · Juan Carlos Hernández
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20 enero 2016
“No veo como un problema que no podamos aportar a un inmigrante nuestro sentido de la vida: a menudo el inmigrante viene ya con ese sentido bien puesto desde casa. Sí que veo un problema en forzarle a abandonar tales sentidos propios, o parte de ellos, y ser luego incapaces de compartir con él otros; si solo queremos que comparta nuestro nihilismo, que se conforme con ver la televisión, seguir la Liga de fútbol y no hacerse demasiadas preguntas”.

Usted ha comentado que “Es innegable que vincular el terrorismo con el nihilismo posee cierto sentido”. Muchos de los autores del horrible atentado en París no venían de países lejanos, sino que se han educado en nuestras guarderías o colegios, han jugado a fútbol con nosotros… ¿Somos una sociedad en la que las preguntas últimas sobre la vida, sobre la exigencia de significado se han censurado? La pregunta de por qué merece la pena vivir ¿Es un tema tabú en la esfera pública?

Permítame que comience explicando el contexto en que usé la frase que usted tiene la amabilidad de citar. Tras los atentados de las Torres Gemelas, algunos filósofos, como el recientemente fallecido André Glucksmann, o analistas expertos, como Olivier Roy, han insistido en vincular un concepto filosófico de honda raigambre, el nihilismo, con el terrorismo yihadista actual. El nihilismo es la idea de que no existen valores, ni deberes, ni sentido, ni nada (eso significa nihil en latín) con lo que orientar nuestras vidas. El nihilismo actual es una de las cosas que más interés me suscitan como académico, de hecho a él dediqué mi tesis doctoral, de modo que ese diagnóstico de Glucksmann o Roy atrajo enseguida poderosamente mi atención.

Ahora bien, lo que noté, y creo que cualquiera puede notar, es que los terroristas de la yihad no son un buen ejemplo de nihilistas. Un nihilista se supone que no cree en nada (y por eso no le importa provocar muerte y destrucción; para él estas valen tanto, o tan poco, como la vida o la creatividad). Ahora bien, los terroristas del islam fanático sí que creen en un montón de cosas: precisamente, creen en el islam, aunque sea en una versión desencajada del mismo; creen en una vida eterna tras su suicidio; creen en un bien y un mal (el bien lo representan ellos y el mal lo representamos todos los otros). Por ello creo que Glucksmann o Roy yerran al acusarles de nihilistas.

Mas esto no significa que no sirva de nada entender el nihilismo a la hora de abordar este terrorismo. Bien al contrario, cuanto más he leído sobre terrorismo yihadista (y he de destacar en este sentido las aportaciones de Manel Gozalbo, uno de los mayores expertos españoles sobre la yihad, en que yo no lo soy) más me he venido convenciendo de que, como citaba usted, el nihilismo y el yihadismo actual están íntimamente vinculados. Pero no porque los terroristas sean nihilistas: hemos que modificar ahí levemente el tiempo del verbo. Los terroristas no son, pero sí han sido (en un apreciable porcentaje de los casos) nihilistas antes de ser terroristas. Y rechazan ese nihilismo, que no solo detectan en su propio pasado, sino en las sociedades occidentales prósperas en que operan, oponiéndole el yihadismo (una creencia fuerte) y sus ansias de destrucción. No matan por ser nihilistas, sino porque creen que los demás somos demasiado nihilistas, demasiado incrédulos, y merecemos experimentar ya esa nada mortal sobre la que, en el fondo, hemos edificado nuestras vidas (pues somos incapaces de hablar del sentido, de los cimientos, que dan sentido a nuestro vivir: este se limita a un vivir porque sí). Existe un término árabe, bien conocido por el yihadismo, que refleja de modo preciso la idea de esta superficialidad mundana en que, según ellos, viven (vivimos) los que no creemos: dunya.

Por añadidura, este terrorismo es consciente de su gran ventaja competitiva frente a nosotros. Una ventaja basada en que, precisamente, no creemos en nada, sino solo en nuestras vidas superficiales de diversión (que en el fondo tampoco son nada, pues algún día moriremos; y eso será más pronto que tarde, de hecho, si nos pilla un atentado yihadista). Como no creemos en un bien y un mal, nos cuesta oponernos a ellos, que sí creen en un bien divino, y esa constituye nuestra gran debilidad.

Solo hay que contemplar lo que ha sucedido en los últimos tiempos con el grupo Estado Islámico para constatar que a este análisis no le falta parte de razón. Mientras ellos cometían las más horripilantes atrocidades contra personas o contra obras de arte, y se preocupaban de mostrárnoslas a través de internet, nuestra reacción ha sido la queja, sí, como la de una oveja a la que apaleas, pero nada más, como si la ovejita no creyera en valor alguno por el que batallar (o, mejor: prefiriera no creer en valor alguno, no vaya a ser que tenga que dejar de ser oveja y empezar a batallar). Incluso después de que los atentados terroristas se llevaran a cabo ahí al lado, como quien dice, en París mismo, aún hemos tenido que escuchar a mucha gente (me atrevería a decir que lo más representativo de nuestro ambiente cultural) que se afana en repartir culpas entre los victimarios y las víctimas (´Occidente tiene también culpa, o la culpa, de esto porque blablablá´). Vivimos rodeados de personas que simplemente no pueden aceptar que exista un bien y un mal y los terroristas representen este último. Y es que ello les forzaría a adherirse a tal bien, mientras que al nihilista nada le produce más alergia que creer que hay algo (un bien, un valor, un sentido) por lo que luchar.

De modo que sí, coincido con el planteamiento general de su pregunta: creo que el terrorismo yihadista nace y se alimenta en una sociedad occidental y en buena parte nihilista como la nuestra, no es primordialmente una importación que nos llegue desde desiertos lejanos. O, mejor dicho, nos llega desde un desierto muy cercano: el desierto de nuestros valores (el desierto crece, decía Nietzsche para hablar de nuestro nihilismo). Ahora bien, yo no diría que hemos abandonado en Occidente las preguntas por el sentido de la vida; seguramente a usted, como entrevistador, y a mí como entrevistado nos importa esa cuestión, y desde perspectivas distintas; y nosotros también somos parte de Occidente. Pero sí que hay grandes bolsas de población en Occidente (y la mayoría de sus élites culturales) a las que estas preguntas no les llegan o creen que no les interesan; espacios cada vez más amplios de nuestra sociedad (como ya pronosticó Nietzsche hace 130 años) en que la nada se extiende. Y de hecho todos tenemos partes de nuestras propias vidas que se pueden identificar fácilmente como nihilistas, en que hemos desterrado el sentido y aceptamos el vacío. Hay jóvenes que simplemente carecen del lenguaje para hablar de estas cosas; académicos que solo saben usar gráficos, términos abstrusos y encuestas pero han olvidado las sencillas palabras que nos ayudan a dar sentido a esto de vivir (y que ayudaron ya a gente tan diferente como Séneca, Pascal o Dostoievski). Los filósofos antiguos nos proponían estar constantemente alerta del sentido de la vida que vamos construyéndonos; hoy, que tan de moda está debatir en público acerca de casi todo (pensiones, memoria histórica, impuestos, tauromaquia, monarquía o república, sistema electoral…) parece a menudo de mal gusto, sobre todo en la esfera pública, como  usted decía, preguntarse por qué merece la pena vivir (y morir).

Entonces, ¿no le parece que es muy difícil poder aportar una hipótesis cultural a un inmigrante?

En tal situación, no veo sin embargo como un problema que no podamos aportar a un inmigrante nuestro sentido de la vida: a menudo el inmigrante viene ya con ese sentido bien puesto desde casa. Sí que veo un problema en forzarle a abandonar tales sentidos propios, o parte de ellos, y ser luego incapaces de compartir con él otros; en que solo queramos que comparta nuestro nihilismo, que se conforme con ver la televisión, seguir la Liga de fútbol y no hacerse demasiadas preguntas sobre si está construyéndose una vida verdaderamente admirable. Pues es muy probable que en ese caso rechace nuestro planteamiento; o incluso nos rechace, sin más. Muy probablemente admirará nuestra riqueza material, pero no querrá sumergirse en nuestra pobreza (e incluso miseria) a la hora de saber dar sentido a las cosas.

En un editorial de este periódico se afirmaba Francia ha desarrollado un modelo de integración que no ha funcionado. Es un modelo que ofrece como referencia para la vida en común los valores forzosamente laicos de la república […] privatizado forzosamente las propuestas de sentido y las experiencias religiosas. De este modo, los jóvenes que viven en las periferias, que buscan un significado, no encuentran más que abstracciones y una cultura del consumo. Francia, como toda Europa, parece sin fuerzas para hacer una propuesta que sea alternativa a la ideología violenta. ¿Qué le parece este editorial? ¿Las religiones, dentro de una sana laicidad, son parte del problema o parte de la solución?

Coincido con la idea principal de su editorial: el modelo francés, efectivamente, ha fracasado desde hace años a la hora de integrar la diversidad. Es algo en lo que podría coincidir también un autor por lo demás bien ajeno a las ideas de ese editorial de su periódico: Michel Houellebecq. O cualquiera que observe los gigantescos conflictos que el país galo lleva lustros atravesando: musulmanes que pitan masivamente contra el himno francés en las celebraciones deportivas, delincuencia desatada en los barrios de población magrebí, reacciones ultraderechistas en una parte sustantiva del electorado…

Francia pensó que un modelo en que las religiones y la cultura se quedaran como algo privado sería un modelo que nos permitiría a todos vivir mejor en el ámbito público, pues identificó esas religiones o culturas como ´molestas´ en tal ámbito: y por ello prohibió por ley el uso de velos o símbolos religiosos ostensivos en los espacios estatales, por ejemplo (aunque en casa, la iglesia o la mezquita uno era muy libre de usarlos, claro). La idea era algo así como una analogía con los olores corporales: a cada uno no le suele molestar el propio, pero sí el de los demás, de modo que mejor obligarnos a todos a usar desodorante; el desodorante en asuntos públicos sería prohibir toda muestra de religiosidad pública, todo mal olor. Ya podríamos olisquearnos unos a otros en casa, donde solo vivimos con aquellos que aceptan nuestro olor.

La trampa, naturalmente, del modelo francés es olvidar que el espacio público no puede ser neutro, aunque sí neutral. Me explico: cuando en el espacio público excluyes los símbolos culturales o religiosos, no estás creando un espacio neutro, sino un tipo de espacio muy concreto: el espacio que les gusta precisamente a los que quieren un ámbito público sin culturas ni religiones. Si apuestas por la nada, aparentemente no estás haciendo apuesta alguna, pero lo cierto es que sí: estás haciendo esa apuesta, la apuesta por la nada. Y todos los demás se sienten excluidos de modo razonable: has ganado tú, el partidario de excluir los sentidos culturales o religiosos del ámbito público, y todos ellos han perdido. Y por más que te desgañites diciendo que tu opción ha sido la más justa pues ha sido neutra (en el espacio público no hay símbolos de nadie  en concreto), a pocos podrás engañar así: esa ausencia de símbolos, esa nada, era desde el principio lo que mejor refleja tu vacuidad, pero no a los demás.

Ahora bien, como dije antes sí que es posible gestionar el espacio público de un modo más justo y (en mi opinión) más eficaz a la hora de prevenir conflictos. En vez de buscar que el espacio público sea un ámbito neutro (que no existe), hay que propiciar que sea un ámbito neutral, en que ningún sentido o religión tenga primacía sobre los demás, tampoco la legítima convicción de que no existen sentidos ni religiones. Es decir, un espacio en que, en lugar de excluir todo lo cultural y religioso, esté abierto a todo ello, sin privilegios de una religión sobre otra o de un ateísmo sobre otro (aunque, naturalmente, habrá diferencias, que no privilegios, ocasionados por el hecho de que una religión o increencia sea más popular que otras y, por lo tanto, resulte más visible: no hace falta que se visualice igual a los sijes que a los católicos en España para poder hablar de neutralidad; bastará con que ni sijes ni católicos disfruten de privilegio legal alguno frente al resto, aparte de su diferencia numérica). En ese espacio común nadie puede sentirse excluido; o, mejor dicho, solo podrán sentirse excluidos los creyentes o increyentes que desearían excluir a todos los demás (ahora bien, disgustar a todas esas personalidades excluyentes es un precio que hemos de estar dispuestos a pagar). Este modelo de gestión del espacio público laico se puede leer en autores americanos como John Rawls (así entiendo yo, por ejemplo, lo que él denomina su primer principio de justicia), pero por desgracia en España, de la Revolución francesa para acá, tengo la impresión de que a menudo preferimos imitar los fracasos franceses que los aciertos anglosajones.

¿Se le podría llamar a esto “sana laicidad”?

¿Podemos denominar a esto la sana laicidad de la que usted habla y que a menudo se ha reivindicado desde ambientes católicos, siguiendo la propuesta de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)? Bien, si usamos la palabra “sana” antes de un término es difícil luego oponerse a ello, por lo que yo prescindiría, a fuer de honrado, de tales condicionantes lingüísticos (Stevenson llamaría a esto una definición persuasiva: si usted me define algo como sano, ya me está obligando de algún modo a estar convencido de la bondad de ello). Yo abogaría más bien, como he mostrado, por la idea de lo neutral o de la justicia en el ámbito público intercultural; pero si usted desea llamar a esto laicidad y a la obsesión francesa por establecer un ámbito neutro (que ya he explicado que nunca es tal) la quiere llamar laicismo, bien, creo que se trataría ya solo de una mera cuestión nominal, pues estaríamos de acuerdo en lo demás.

Permítame terminar con una paradoja (como filósofo, comprenderá usted, siento cierta afición hacia ellas). Los defensores del “modelo francés” a menudo se empeñan y se empeñan en defenderlo pues consideran que es el único auténticamente ilustrado (entendiendo, de nuevo, la palabra “Ilustración” en su acepción francesa; pues las ilustraciones inglesa o alemana, o lo que hubo de ella en España, caminaron por sendas bien diferentes; pero no me desviaré ahora por ahí). Y bien, la gran paradoja es que, por una parte, ese modelo ha dado muestras patentes de su agotamiento (basta leer al ya citado Houellebecq o atreverse a pasar una noche en las afueras, la banlieu, de París) pero, por otra, sus defensores se denodan en defenderlo con lo que se diría que es una fe ciega; algo ciertamente particular, puesto que si a algo se oponían los ilustrados (no importa si franceses, alemanes o ingleses, aquí) es a tener fe ciega en cualquier cosa. Pero este es solo otro más de los callejones sin salida a que parece abocada cierta parte de Occidente: a veces parece que los que más debieran combatir contra los dogmatismos se han convertido en los más dogmáticos.

Frente al problema del terrorismo se ha discutido mucho sobre la eficiencia de la policía o de los servicios de inteligencia, sobre la guerra en Siria, acerca de la pobreza o la educación…todos ellos factores importantísimos, pero por sí solos y separados no bastan para explicar toda la realidad del hecho. Pedro G. Cuartango, en un reciente artículo en El Mundo, afirmaba “En todo hombre hay siempre una elección, la posibilidad de ser lo que se quiere ser y no lo que le imponen los demás. El mal se elige […] Por muy relativos que sean los conceptos morales, hay siempre en nuestro interior una posibilidad de optar entre el bien y el mal. Y eso lo sabían los islamistas cargados de explosivos que murieron en París […] Una extraordinaria paradoja que merece una reflexión. ¿Qué le sugiere la reflexión a la que invita el autor?

Creo que Cuartango (que me parece un excelente periodista, por cierto) apunta aquí a algo que a menudo olvidamos, con nuestras ganas de analizarlo todo desde puntos de vista sociológicos, económicos, politológicos, geoestratégicos, jurídicos… Es lo que ya hace décadas reivindicó Kurt Baier bajo el rótulo de “The moral point of view”; el punto de vista moral que no se deja reducir a ninguno de esos otros y que se atreve a señalar que, por debajo de todos sus condicionantes sociopolítico-económicos, al final el terrorista, o el no terrorista, que toma una decisión está diciendo: “Esto es lo que yo quiero, esta es la forma en que quiero que se forme mi vida”.

Ahora bien, hay una autora que, por suerte, se ha puesto de moda recientemente gracias a una película, la alemana Hannah Arendt (1906-1975), la cual seguramente tiene algo importante que decirnos aquí. Para Arendt hay ocasiones en que la gente no se plantea desde un punto de vista moral sus propias acciones, no se pregunta si están bien o mal, no juzga sobre ellas. En esos casos, el individuo está totalmente a merced de la sociedad en que vive: si esta es una sociedad sana, el individuo podrá tener un comportamiento más o menos aceptable; pero si se trata de una sociedad enferma, como la Alemania nazi, el individuo podrá cometer las mayores atrocidades sin ni siquiera darse cuenta de que está apostando por ellas. Para Arendt cada vez vivimos más en sociedades menos acostumbradas a juzgar; lo cual no significa, naturalmente, que no nos criticoneemos unos a otros por vacuidades o que no protestemos ante lo que nos molesta: lo que Arendt quería decir es que no nos hacíamos las preguntas fundamentales sobre lo que está bien y lo que está mal en nuestras vidas. No nos damos cuenta de la admirable tarea que es construirnos a nosotros mismos y nuestra vida juzgando qué queremos para ella y qué no. Lo cual enlaza, naturalmente, con el nihilismo que antes comentábamos.

¿Hay que proponer la fe (religiosa, o la fe en nuestra cultura, o la fe paradójica que ya he señalado antes, la fe en la Ilustración) como única alternativa al nihilismo? Me gustaría finalizar esta entrevista recordando que Friedrich Nietzsche, a quien ya hemos citado antes, abominaba por completo de este nihilismo aquí descrito, con no menor desprecio que el que quizá a nosotros mismos se nos trasluzca. Pero la solución que él veía a ello no consistía en adoptar una fe u otra (de hecho, él pensaba que toda fe terminaría por defraudarnos y nos haría tornar al nihilismo con renovado afán). Para Nietzsche, y creo que esto enlaza curiosamente con Cuartango y con Arendt, la única forma de salir del nihilismo no era creer en una u otra cosa, sino crear una u otra cosa. Aceptar que nuestras vidas están por hacer y ponernos a hacer de ellas una obra por la que merezca la pena apostar; tanto, que de hecho estaríamos dispuestos a repetir infinitas veces nuestra vida (era ese el sentido del eterno retorno). Últimamente en España se habla mucho de los indignados y de la indignación. Nietzsche nos proponía algo mucho más serio, sin necesidad de tener fe en una religión u otra: nos proponía hacernos dignos, antes de indignados, de una vida que merezca la pena repetir y repetir.

No quisiera yo tampoco oponer esta visión nietzschiana de modo simplón al cristianismo: de hecho hay cristianos (algunos españoles, como Jesús Conill) que han visto en ella un acicate eficaz para un cristianismo más auténtico. Simplemente deseo citarla para apuntar hacia el hecho de que la lucha a que nos enfrentamos no es la (en el fondo simplista) de nihilistas contra creyentes, sino algo mucho más complejo: hoy luchan creyentes (en una religión) contra creyentes (en otra religión, o algunos en la Ilustración), creyentes (en el yihadismo) contra creyentes que no saben que son nihilistas (la dunya),y nihilistas (nietzschianos, que dado que no hay sentido quieren construírselo ellos mismos) contra nihilistas (desinteresados por todo sentido vital). Hace falta ser muy ágil para saber orientarse en un campo de batalla tan abigarrado: hace falta mucha militia contra malicia, como diría nuestro Baltasar Gracián.

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