Los ríos de leche y miel

Mundo · Lucas de Haro
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16 julio 2018
Con ese título enmarca Sergio Ramírez el formidable undécimo capítulo de su “Adiós muchachos”, un relato autobiográfico escrito hace veinte años que narra la revolución sandinista de 1979 y su subsiguiente larga década en el poder. Un libro que luce actual tras el Premio Cervantes recibido por Ramírez y las nuevas revueltas en Nicaragua.

Con ese título enmarca Sergio Ramírez el formidable undécimo capítulo de su “Adiós muchachos”, un relato autobiográfico escrito hace veinte años que narra la revolución sandinista de 1979 y su subsiguiente larga década en el poder. Un libro que luce actual tras el Premio Cervantes recibido por Ramírez y las nuevas revueltas en Nicaragua.

El pasado otoño se anunció que el Cervantes iría para el nicaragüense Ramírez; yo había visitado ese país por primera vez en el mes de septiembre, lo que sumado a mis frecuentes viajes a las Américas me había despertado el interés en conocer a este nuevo vate. Sorprendentemente, me fue más fácil encontrar el libro en Madrid que en las librerías latinoamericanas, así que finalmente pude emprender la lectura hace algunas semanas.

Los primeros capítulos de “Adiós muchachos” se hacen fáciles de leer debido a la coherente y limpia escritura del autor; sin embargo, los excesivos datos y detalles acerca de la revolución del 79, sus idas y venidas, alianzas y tensiones, frentes, guerrillas y siglas me hacían perder mucha información de fondo. Se trata de un relato óptimo para los que disfrutan desarrollando complejos mapas de personajes y cronologías mientras leen. Superado este escollo, insisto en la agradabilísima lectura del libro, que muestra –entre otras muchas cosas– la hiperconectividad entre los países americanos (sin olvidar Canadá, ni mucho menos Estados Unidos). Una interconexión especialmente viva durante las múltiples aventuras sociales y políticas de la segunda mitad del siglo pasado y que sigue bien vigente hoy; probablemente porque ya se iniciara en los siglos de la conquista y las independencias. Especialmente relevante en el relato de Ramírez son los papeles que desempeñan Castro, Carter y Reagan. El primero, admirado por los revolucionarios nicaragüenses, pero cuyo apoyo no fue tan neto como el de los ticos. Por su lado, Carter manejó con mano izquierda el proceso de levantamiento sandinista y facilitó la salida de Somoza, pero todo cambió tras su derrota contra Reagan en 1980; a pesar de ello, siguió ligado con gran autoridad moral a todos los procesos de negociación y paz durante la década de los ochenta. Ramírez no perdona ni una sola de las decisiones de la Administración Reagan en Nicaragua, el exgobernador de California se empeñó en luchar contra cualquier germen de influencia soviética en su continente, por más que el autor relativiza las conexiones entre los sandinistas y Moscú. Ronnie lideraría el financiamiento sostenido de Los Contras (la contrarrevolución a los sandinistas) y, en consecuencia, más de una década de guerra que enlazaba con la que la revolución había declarado anteriormente a Somoza; igualmente, vetaría varios préstamos del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) al gobierno de Ortega y Ramírez. Pero las conexiones americanas no se restringen sólo a presidentes y cargos públicos, el libro nos permite ver también las interacciones literarias, políticas y de acción revolucionaria de Ramírez y sus muchachos con García Márquez y Cortázar entre otros.

Un par de capítulos antes de “Los ríos de leche y miel”, el autor narra la visita de Juan Pablo II a Managua en 1983. Ese viaje propició una de las fotografías más significativas del pontificado de Wojtyla y resulta especialmente interesante leer la narración de los hechos desde la perspectiva del gobierno nicaragüense de entonces. El poder sandinista, representado por la Junta de Gobierno y el Frente Sandinista de Liberación Nacional, esperaba que el viaje apostólico diera el apoyo internacional necesario para que Washington dejara de sostener la guerra. Sin embargo, casi nada de lo que sucedió esos días siguió el guion planeado y la visita resultó un gran desasosiego tanto para el gobierno como para –según Ramírez– el propio Papa. Llama la atención cómo el autor relee años después los discursos de Wojtyla con mayor serenidad y mejor entendimiento del mensaje humano que prevalecía en aquellas palabras en lugar de con la clave política que les otorgó en el momento. Ramírez sigue siendo crítico con ciertos aspectos de aquel viaje al escribir su libro, pero sorprende su capacidad de autocorrección con el tiempo. Son especialmente trepidantes las líneas en las que describe la sorpresa de Juan Pablo II al constatar la juventud de los miembros del gobierno y la exhortación privada que le dirige: “Son jóvenes ustedes. Pero van a aprender, van a aprender”. Igualmente significativos son los párrafos en los que se relata el encuentro entre Wojtyla y Ernesto Cardenal. Cardenal había abandonado años antes sus obligaciones sacerdotales para unirse a la revolución y en 1983 ocupaba la cartera de Cultura. El programa oficial de la recepción en el aeropuerto evitaba de manera intencional un encuentro entre el Papa y los ministros, pero el Sumo Pontífice pediría saludarlos. Al acercarse a Cardenal, éste se arrodilla y Wojtyla –con el índice alzado– le dice: “Usted tiene que arreglar sus asuntos con la Iglesia”. Aquella foto se convertiría para muchos en el icono de la desaprobación de la Teología de la Liberación por parte de Roma. Cardenal acabaría siendo suspendido del ejercicio del sacerdocio el año siguiente; sin embargo, el escueto relato del Premio Cervantes me hace dibujar aquella conversación como un aviso severo o una reprimenda paternal más que como una expulsión, independientemente de que ésta se consumara posteriormente.

Llegados al undécimo capítulo del libro, Ramírez se sincera consigo mismo y los lectores. Reconoce la construcción ideológica de su revolución y las carencias prácticas del marxismo; pero no renuncia por ello a considerar la acción en favor de los pobres como el legado esencial de aquellos años. El autor recrea un momento de especial lucidez, estando ya en el poder, cuando se escenifica la entrega de un fusil por parte de un miembro de Los Contras que decide no seguir con la lucha; la revolución sandinista había pretendido ayudar a los campesinos oprimidos por Somoza, quienes –a su vez– se levantaron contra ellos. “Todos, desde arriba, pensábamos la revolución en términos de teoría o ideal, y esa concepción mental trataba de ser aplicada o impuesta a la sociedad, y a gente de carne y hueso como el campesino humilde y acobardado que me entregaba el rifle. Le proponíamos el viaje incomprensible de lo primitivo a lo moderno, pero él se negaba y había tomado un arma para oponerse”.

Ortega y Ramírez fueron derrotados por Violeta Chamorro en las elecciones de 1990, el pueblo nicaragüense quería paz tras encadenar dos revoluciones de sentido contrario. Para favorecer la gobernabilidad del país, Ramírez optó por una vía renovadora dentro del Frente Sandinista y una transversalidad parlamentaria; lo que le costó la enemistad de sus antiguos compañeros, especialmente de Daniel. Para el autor, “la fidelidad ideológica a un mundo que ya no existía seguía siendo una obsesión de la vieja guardia”. Ortega conseguiría volver al poder diecisiete años después, en enero de 2007, con un liderazgo que hoy mal combina los colores del chavismo y el cato-comunismo.

Es julio de 2018 y llevamos casi tres meses de revueltas en Nicaragua que son violentamente reprendidas por el gobierno de un sandinista que hace cuarenta años luchaba contra un Somoza al que –encarnando el aparente polo opuesto– se ha acabado pareciendo. El mes pasado tuve la ocasión de hablar en Dominicana con un representante del BID que vive en Managua. Con ese humor a mitad de camino entre la bondad y el cinismo que desprenden los normandos, me decía que no se me ocurriera ir estos días a Managua, que hay muchos tiros. Afirmaba que no hay ningún gran agente externo que sostenga estas revueltas, que son movimientos espontáneos desde los más variados frentes: estudiantes, vecinos, campesinos, etc. Se encoge el corazón al pensar que la historia de Nicaragua esté condenada a ser una repetición cíclica de dictaduras y revoluciones. La reflexión de Ramírez en “Los ríos de leche y miel” apunta que tanto el apego al poder como la ideología de gabinete provocan la misma violencia contra los pueblos. La escena del revolucionario que entrega el fusil invita a pensar que la acción política, ya sea de gobierno o de revolución, siempre será violenta si no pivota en tono a la centralidad de la persona.

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