Los refugiados como factor actual de la vocación cristiana

Mundo · Jorge Martínez Lucena
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12 junio 2017
El número de personas que mueren en el Mediterráneo sigue incrementándose drásticamente. Las noticias se suceden. El 17 de enero de 2017 Europa Press decía: “Las muertes en el Mediterráneo se duplican en 2017, con 219 inmigrantes fallecidos”, solo en 17 días. A mediados del año pasado, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, afirmaba que desde 2014 habían muerto ya 10000 personas en este mare nostrum convertido en cementerio. El Papa ha estado en Lampedusa y en Lesbos, rezando por los difuntos y pidiendo ayuda para los que han conseguido llegar y malviven en condiciones denigrantes, sometidos a las inclemencias meteorológicas y a una espera sin sentido ni final previsible. Incluso las portadas han apelado a nuestra conciencia a través de fotografías de niños muertos en las playas, como la de Aylan Kurdi, que no conseguiremos olvidar, en 2015.

El número de personas que mueren en el Mediterráneo sigue incrementándose drásticamente. Las noticias se suceden. El 17 de enero de 2017 Europa Press decía: “Las muertes en el Mediterráneo se duplican en 2017, con 219 inmigrantes fallecidos”, solo en 17 días. A mediados del año pasado, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, afirmaba que desde 2014 habían muerto ya 10000 personas en este mare nostrum convertido en cementerio. El Papa ha estado en Lampedusa y en Lesbos, rezando por los difuntos y pidiendo ayuda para los que han conseguido llegar y malviven en condiciones denigrantes, sometidos a las inclemencias meteorológicas y a una espera sin sentido ni final previsible. Incluso las portadas han apelado a nuestra conciencia a través de fotografías de niños muertos en las playas, como la de Aylan Kurdi, que no conseguiremos olvidar, en 2015.

El problema no es el silencio mediático. Las noticias no dejan de llegar, aunque pierden notoriedad rápidamente, porque la gente no las elige, no las lee, ni las retuitea o comparte en Facebook. Porque de lo que se trata, no lo olvidemos, es de ser feliz en la medida de nuestras pequeñas posibilidades, y ver la desgracia de nuestros hermanos los inmigrantes y refugiados no ayuda demasiado al buen rollito.

Mientras tanto, nos llenamos la boca de lo importante que es la educación de nuestros hijos, de que el proyecto ilustrado ha fracasado (aunque por suerte a algunos nos queda el cristianismo), de que sólo es posible transmitir los propios valores a través del testimonio de vida, etc. Tenemos clarísimo lo fundamental de transmitir la tradición cristiana a nuestros hijos.

Sin embargo, a uno se le hace un poco cuesta arriba la contradicción entre los alarmantes datos de los refugiados, sus condiciones de vida paupérrimas y en confinamiento, y la irreverente falta de hospitalidad de Europa, que nos convierte en una sociedad post-cristiana de pleno derecho. Algo especialmente sorprendente en países de tradición católica incuestionable como España, donde hace pocos años teníamos marchas por la vida y la familia con casi un millón de manifestantes en las calles de Madrid.

Es verdad que en Barcelona se reunieron 200.000 personas bajo el lema “Nuestra casa, vuestra casa” este febrero y que este mayo hemos visto a 100.000 personas en Milán marchando y coreando el “Juntos sin muros”, encabezados por 200 refugiados portando una lancha neumática. Pero son marchas menos numerosas que la antes mencionada y mucho más plurales y transversales ideológicamente. Lo cual, en dos sentidos, es muy positivo: primero, porque estas manifestaciones se convierten en ocasiones de cohesión social en el contexto de una causa común justa; y segundo, porque una de las razones de la falta de concurrencia católica en dichas manifestaciones es que los obispos no han llamado a filas, lo cual está muy bien, porque así no se substituye la conciencia y la libertad de los feligreses, y podemos tomarle el pulso a nuestro grado de somnolencia real.

El lado negativo o por pulir es la falta de implicación de los católicos en estas manifestaciones públicas. Las razones pueden ser diversas: quizás está pendiente de ampliación el contenido semántico de la palabra vida en nuestras cabezas, quizás la participación de antaño era engañosa, porque era más bien mecánica o ideológica que pasada por el tamiz de la experiencia personal, etc.

El Padre Peio, rector de la Parroquia de Santa Anna en Barcelona (España), contaba el pasado 13 de mayo en el PuntBCN algo que le había ocurrido un día, estando a punto de celebrar misa. Mn. Peio estaba ya revestido en el altar cuando se oyeron gritos de auxilio desde la puerta de la parroquia. Un anciano se había caído y se había abierto la cabeza. La petición se repitió sin que ni uno solo de los fieles que se habían congregado para asistir a la misa dominical se moviese de sus bancos. Finalmente tuvo que ser el mismo sacerdote quien saliese a asistir al padre descalabrado en la misma puerta de la parroquia, manchando su alba de sangre.

Esta historia describe bastante bien lo que podría estar pasando actualmente en la Iglesia. Los refugiados llaman a nuestras puertas y pocos son los que se mueven. Seguimos defendiendo el statu quo, las formas y las normas, incluso al precio de considerar invisibles a todas esas personas y familias, niños incluidos, repito, muchos niños incluidos, que llaman a nuestras puertas. Pese a que el Papa se significa una u otra vez al respecto y mancha sus ropajes sin temer a una Iglesia accidentada, son muchos los católicos que juegan todavía a tener más sentido común que el santo Padre, y se dedican a alargar, como Sheherezade, consideraciones acerca de los peligros sociales que implicaría una mayor acogida de estos expatriados pobres, a los que no queremos básicamente porque amenazan nuestro bienestar, hoy en día el bien más preciado en nuestras latitudes, incluso intramuros de la Iglesia.

Dicho todo esto, volvamos a la educación. Quizás no nos demos cuenta, pero nuestros hijos no nos quitan ojo. Y ellos perciben la inconsistencia de nuestras posturas, a las que con demasiado desparpajo llamamos fe. Nos preocupamos de los no-nacidos y nos desentendemos de los nacidos. Quizás, pensarán, es porque al bebé lo va a mantener su madre y no nos va a afectar demasiado en nuestra economía doméstica. Hacemos bellos discursos sobre cómo en la Iglesia se descubre que la verdadera libertad está en la obediencia, pero cuando calculamos que lo que la autoridad sugiere es demasiado arriesgado y no es obligatorio preferimos recogernos en soluciones más conservadoras, que suelen ser menos accidentadas.

Cuando nuestros hijos se encierran en su mundo virtual, donde la realidad se muestra más acolchada y manejable, le echamos la culpa a la tecnología y a la sociedad relativista y desnortada en la que vivimos. Sin embargo, quizás están imitando a Papá y a Mamá, o a esos señores tan serios, inteligentes y poderosos que nos protegen del dilema moral que encarnan los extranjeros pobres y diferentes, gestionándolos adecuadamente, subcontratando a países periféricos para que los administren en los correspondientes purgatorios ad hoc.

No nos damos cuenta de algo que dice Fabrice Hadjadj en su libro “Puesto que todo está en vías destrucción”. En él nos habla del mundo virtual de los padres cristianos frente a la aficiones virtuales de sus hijos: “(…) el padre se queja de que su hijo esté siempre con los videojuegos; pero él, el padre, siempre está con los libros de historia, en su nostalgia quejosa y, así, aun a su pesar, anima a su hijo a vivir en lo virtual, puesto que él mismo le sugiere que el mundo actual es una desgracia y no es apto para vivir: ‘¡Ah! Si estuviéramos en una sociedad cristiana, en un mundo con Jesús, entonces veríais como daría yo testimonio de Cristo. Pero en ésta, comprendedlo, los cristianos somos incomprendidos, los cristianos somos perseguidos, etc’. Según el padre, que es cristiano, este mundo ya no es el de la aventura cristiana; entonces es normal que el mundo vaya a buscar la aventura en otra parte. Si su padre le hubiera dicho: ‘Ven, hijo mío, vayámonos a China a predicar o morir por Cristo’, o incluso ‘Ven, hijo mío, invitemos a todas las prostitutas del barrio a nuestra mesa’, sin duda, el hijo, sin acabar su partida, habría abandonado la pantalla” (p. 75).

Así pues, el problema ya no es solo la progresiva invisibilidad de los refugiados y de los inmigrantes y el consiguiente y nocivo impacto que este ninguneo al que les sometemos tenga en sus respectivas vidas. El problema es que la fe es un afecto por uno mismo que parte de nuestra experiencia personal de la misericordia: la misma que tuvieron Zaqueo, la Magdalena, Mateo, la samaritana, etc. Y una vivencia de este tipo no te deja igual, sino que te pone en movimiento, en búsqueda de esa mirada que un día te hizo más humano. El método no ha cambiado. Juan y Andrés, nada más conocer a Cristo, le preguntaron dónde vivía. Y al día siguiente estaban allí, como un clavo.

Por eso mismo el Papa Francisco no deja de recordarnos que la crisis de los refugiados es otra de esas ocasiones que nos regala la providencia para reencontrar a Jesús. No es activismo de izquierdas, como dirían algunos, sino una simple oportunidad: la gracia que se cruza en nuestro camino a través de la circunstancia histórica que todos los europeos estamos viviendo, aunque estemos muy ocupados garantizando el bienestar de los nuestros. Porque, como decía el sacerdote, ya venerable, Luigi Giussani: “Las circunstancias por las que Dios nos hace pasar constituyen un factor esencial de nuestra vocación, de la misión a la que Él nos llama; no son un factor secundario”.

Quizás lo que nos parece una amenaza para Europa pueda resultar en un inesperado renacimiento. Sería cuestión de probarlo, cada uno en la medida de sus posibilidades, claro.

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