Los peligros de una nueva Tiananmen

Mundo · Robi Ronza
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2 octubre 2014
En un país donde hay poca o ninguna democracia, salir a la calle a manifestarse por la libertad es arduo y peligroso. Por tanto, los jóvenes que estos días ocupan pacíficamente el centro de Hong Kong merecen toda nuestra estima.

En un país donde hay poca o ninguna democracia, salir a la calle a manifestarse por la libertad es arduo y peligroso. Por tanto, los jóvenes que estos días ocupan pacíficamente el centro de Hong Kong merecen toda nuestra estima.

Hoy que por todas partes hay cámaras y dispositivos fotográficos en cualquier teléfono, protestar en público es arriesgado no solo en el presente sino en el futuro. Por lo que cualquier protesta de este tipo hay que tomarla en serio. Nunca es fruto del entusiasmo de un momento ni mucho menos un acto de heroísmo. Es signo de un profundo malestar y resultado de decisiones largamente meditadas.

Además, una tensión así puede crecer después bajo el empuje de fuerzas ajenas a sí misma, nacionales o internacionales, políticas o económico-financieras. Pero tampoco bastan estas presiones para hacer que la gente salga a las plazas a manifestarse desafiando con ello a la policía de un régimen autoritario. Y esto vale hoy para Hong Kong como valía ayer para Ucrania, Túnez, Libia, Egipto o Siria.

Todo ello sin perjuicio de que hay que valorar el peso y por tanto las perspectivas que la protesta puede tener de forma realista en cada situación, y qué se puede hacer para ayudar a esta gente que lucha por la libertad para continuar su camino y no precipitarse hacia el abismo. En este sentido Occidente, que por el momento sigue siendo el amo indiscutible de la atención mediática planetaria, tiene una gran responsabilidad.

En regímenes de autoritarismo consolidado, ampliamente aceptados de hecho por las masas, la urgencia de libertad y democracia empieza a ser irrefrenable solo entre minorías que siguen siendo tales aunque llenen las pantallas televisivas. Vistas desde los rascacielos de alrededor, o desde los helicópteros, las grandes plazas llenas de gente nos dejan sin palabras. Recientemente, el recuerdo del Maidán en Kiev iluminado por la noche por las luces de miles y miles de teléfonos móviles, o la multitud en la plaza Tahrir de El Cairo.

Ahora es el turno de las carreteras urbanas de Hong Kong, donde una ordenada marea de jóvenes manifestantes ha ocupado el lugar de la habitual ordenada marea de coches. Más que nunca en el caso de Hong Kong destaca el estilo de la protesta, que se inspira en principios que remiten a Ghandi, como la resistencia civil no violenta, a la que se añade una modernísima preocupación por el medio ambiente. Pero la admiración que todo esto suscita no debe hacernos olvidar un dato de hecho: según las estimaciones más fiables se trata de poco más de 130.000 personas en una ciudad de casi siete millones de habitantes. Imaginando que estos jóvenes manifestantes son la proverbial punta del iceberg, ese iceberg está muy lejos de ser la mayoría de la población de la ciudad, por no hablar de toda China.

Si de verdad queremos apoyar la causa tan noble pero también tan difícil de estos jóvenes chinos en busca de libertad, lo último que debemos hacer (como en cambio se ha hecho irresponsablemente en todos los casos parecidos similares) es animarles, con la fuerza de la sobreexposición radiotelevisiva planetaria, a pedir más de lo que pueden obtener hoy de un modo realista, lo que podría convertir en una catástrofe lo que en cambio debe ser la primera etapa de un largo camino. Sin duda, no es una nueva masacre como la de Tiananmen lo que China necesita ahora.

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