Los malos efectos de la falta de curiosidad

Mundo · Wael Farouq (El Cairo)
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15 julio 2010
Uno de los pilares de la fe islámica es la creencia en todos los profetas: "Y les dije otra vez: Creemos en Dios, que se nos reveló a nosotros y a Abraham, Ismael, Isaac, Jacob y a las Doce Tribus, y a Moisés, Jesús y los profetas del Señor" (Corán 2,136).

No hay ninguna sura que no mencione a un profeta o haga alusiones a su vida, a las que el Corán les da un estilo profundamente retórico, diseñado para revelar el sentido espiritual sin detenerse en detalles. La percepción del sentido retórico y la comprensión del significado espiritual, sin embargo, no estaban al alcance de un niño de trece años. Los detalles que faltan para reconstruir toda la historia de los profetas despertaron en mí una curiosidad terrible. Pedí a los profesores de Religión si sabían algunos detalles más, pero se burlaban de mis preguntas y me reprendían diciendo: "Éste es el libro de Dios, no un libro de cuentos".

A pesar de sentirme frustrado, no me rendí. Sabía, gracias a la profesora de Religión, que esos acontecimientos estaban en la Biblia. También sabía que la Biblia fue escrita después de la muerte de Cristo, el motivo por el que había sido falsificada no me importaba. Quería satisfacer mi curiosidad y saber cómo acababan esas historias aunque el profesor de Religión dijera que no eran verdad.

Y así, por primera vez, me fui por mi cuenta y por mi propia voluntad a una "institución" cristiana (ya había acompañado a mi madre a la Iglesia para asistir a la boda de uno de sus amigos cristianos). Se trataba de la Librería de la Biblia, en Shubra, uno de los barrios de El Cairo donde viven muchos cristianos. Entrar en la librería requería un gran valor. Si me hubiera visto algunos de mis parientes o vecinos habría sido sometido a una larga investigación. Sabía de antemano que "la búsqueda de detalles sobre las historias de los profetas" no era una respuesta aceptable. Tal vez por eso, habría recibido más sermones morales aún. También existía el peligro de que los empleados de la librería descubrieran que yo era musulmán, en cuyo caso se me habría expulsado de forma teatral del negocio para demostrar a todo el mundo -especialmente a las fuerzas de seguridad- que no se vendían biblias a los hijos de los musulmanes.

Nadie se volvió hacia mí mientras estaba frente a un estante lleno de diferentes ediciones y traducciones de la Biblia. Elegí uno de la editorial Dar al-Mashreq, publicada por primera vez en 1881, bajo la supervisión del jeque Ibrahim al-Yaziji, gran literato árabe. Pagué el precio del libro con el poco dinero que tenía y salí casi volando de la felicidad. No pude parar de leerlo y, aunque no lo entendí, porque el libro estaba escrito en la lengua del siglo XIX, sentí una gran satisfacción.

Leía todo el tiempo, incluso entre las clases. Me sorprendió uno de mis compañeros cristianos que me quitó el libo de las manos con violencia y me dijo furioso: "¿Por qué lees nuestro libro?". Yo le respondí: "Éste es mi libro, lo he pagado". Entonces, traté de agarrarlo, pero él me empujó al suelo. La clase se dividió entre musulmanes y cristianos, estalló la lucha. Fui acusado, con mi hermano cristiano, de provocar un conflicto religioso.

El director de la escuela escuchó los detalles de lo que había ocurrido, ordenó a los estudiantes cristianos regresar a clase Y entonces, me dijo: "¡Desgraciado! ¿Por qué lees los libros de los que no creen?". Fui suspendido de las clases una semana por leer la Biblia. Mi colega cristiano formaba parte de una asociación eclesiástica. En su revista, veinte años después, leí un artículo de un sacerdote que aconsejaba a los cristianos que habían recibido una trasfusión de sangre que repitieran el bautismo porque la sangre podría haber pertenecido a un musulmán. En este tiempo la acusación de infidelidad y falsificación de la Biblia dirigida a los cristianos ha pasado de los cuartos cerrados a los altavoces de las mezquitas controladas por los extremistas.

Cuento esta historia personal porque me he dado cuenta, después de años de trabajo y estudio, que la inhibición de la curiosidad, en la educación islámica y en el cristianismo es una de las fuentes de la crisis que vivimos. La curiosidad no conduce a una persona a descubrir una nueva religión, más bien le llevan al descubrimiento de su relación personal con el Dios único y con los demás. La privación de la curiosidad, por el contrario, convierte la religión en ideología y a los creyentes en miembros de un partido. La práctica de la religión se reduce a un símbolo de pertenencia o a herramienta de partido para diferenciarse de los demás.

Quien visita hoy El Cairo camina en un bosque de símbolos religiosos: el hiyab y el niqab, la barba, la marca oscura en la frente debida a la oración frecuente, cruces pequeñas tatuadas en el dorso de la mano y cruces grandes colgando del cuello, frases utilizadas en cada conversación, escritura en coches y tiendas con versículos del Corán y la Biblia. Por desgracia, todo esto no es más que una cubierta exterior, bajo la cual se esconde la pobreza de espíritu.

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