´Los hijos no pertenecen a los padres´ o de la ironía de una frase
17 de enero de 2020. Estreno de gobierno y año. Nuestra ministra de Educación, la señora Celaá, decía: «No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres». Probablemente era una expresión que quería provocar y, si esa fue su intención, la responsable gubernamental dio en la diana de la dolorosa polarización española. Una parte de la sociedad se congratuló: por fin los chicos y chicas españolas podrán tener una educación estatal, lo que incluye una educación afectivo-sexual determinada, todos pensarán y sentirán de manera correcta. Mientras la otra parte alzaba la voz para decir que hay ciertos temas cuya enseñanza solo le compete a la familia y que si no es así, es lícito retirar a los estudiantes de ciertas lecciones y evitarles el adoctrinamiento. La discusión se resumía en la triste alternativa: o los hijos son del Estado o son de los padres. Se daba por supuesto qué cosa sean los hijos.
¿Era lo que pretendía la ministra? Probablemente, pero lo que no supo es que la frase contenía mucho más. Es la fuerza de las palabras que a veces traen la realidad sin mediaciones. De hecho, sé de más de uno que pensó que esa frase era el inicio de una posible conversación sobre lo que es un hijo. La frase de la ministra podía, ironías del destino, despertar una pregunta interesante y necesaria. Y debo decir que yo me la hice: ¿me pertenecen mis hijos? Es la primera pregunta que me asaltó. Además y muy ligada a esta, me hacía otras dos: ¿qué significa ser hijo? y ¿qué es lo más precioso en nuestros hijos?
Vayamos por partes, que mis hijos no son míos es una evidencia que empezó a serlo desde el momento que nacieron. Desde el primer instante de vida, vi que salían de mi vientre con una fisonomía propia, más tarde descubrí que también tenían una personalidad, que cada uno, aun habiendo nacido en la misma casa, tenía inclinaciones e intereses diversos. Y sobre todo, descubro que tienen un poderoso fenómeno dentro para lanzarse a la vida: el deseo. Cuando empecé a descubrir esto, me di cuenta de que mi maternidad pasaba por considerar y conocer cada vez más la naturaleza del deseo y atender hasta donde llegaba. Porque ese fenómeno del deseo tensa de tal modo la vida humana que no le resultan suficientes ni las consignas estatales ni las protecciones paternas. El deseo es un resorte tan poderoso en el hijo que alimenta el ánimo de conocer y descubrir el sentido de las cosas. Yo además de madre soy hija y sé bien que si no me hubieran alentado y animado este deseo, no sería la que soy. Por eso siento que la mejor forma de amar, ya no solo a mis hijos, también a mis alumnos, es dejar que la curiosidad y el asombro sobre las cosas salgan, es animar a que las preguntas se formulen y no se cierren en discursos solamente sino que abran a nuevos procesos y relaciones. Es cierto, y por ello estoy muy agradecida de que yo aún hoy me siento hija. Hija, es decir, inmensamente querida e infinitamente dependiente de un Padre más grande que yo que me ha hecho con esta exigencia dentro. Cuando miro este mi ser de hija, reconozco que mi deseo se reduplicó cuando encontré algo fascinante, una Presencia humana atractiva y poderosa, la de Cristo, que es una respuesta a la altura de mi exigencia. Y eso me ha hecho más madre, no sé si mejor, pero sí más atenta a descubrir lo que mis hijos buscan, hallan y experimentan. Y de ahí mi seguridad de que no se puede ser madre sin ser hija porque en lo segundo me conozco mejor y me sé querida.
Habrá otras formas de responder a este deseo en nuestra sociedad, bienvenidas sean, porque en este conocimiento de la fuerza indómita que mueve a los hijos nos reconoceremos y podremos respetar y apoyar los recorridos diferentes, no para enfrentarnos sino para conversar sobre nuestros descubrimientos mutuos. No sé si esto puede ser una contribución a la conversación nacional sobre qué es ser hijo o hija, pero desde luego la siento más fecunda que la de creer que dominamos a los hijos, ya sea para protegerlos de los peligros o para entregarlos a una doctrina –sea estatal o privada–. Y sobre todo es más realista porque si prescindimos de esta experiencia que está en ellos y los encadenamos a doctrinas y consignas o los enclaustramos en trincheras defensivas, no contribuiremos a una sociedad de sujetos maduros.