Los granos de Mahoma

Cultura · Wael Farouq
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27 junio 2017
Los orígenes del café se remontan a Etiopía y Yemen, desde donde llegó a Egipto con los estudiantes yemeníes de Al-Azhar, y a la península arábiga con los peregrinos que se dirigían a La Meca, para arribar luego a Levante y Turquía. Desde la Turquía otomana, los mercaderes venecianos lo llevaron hasta Italia, de allí a Inglaterra y Francia, hasta el Nuevo Mundo.

Los orígenes del café se remontan a Etiopía y Yemen, desde donde llegó a Egipto con los estudiantes yemeníes de Al-Azhar, y a la península arábiga con los peregrinos que se dirigían a La Meca, para arribar luego a Levante y Turquía. Desde la Turquía otomana, los mercaderes venecianos lo llevaron hasta Italia, de allí a Inglaterra y Francia, hasta el Nuevo Mundo.

Este movimiento geográfico dio inicio con un paso históricamente muy interesante, sobre todo desde el punto de vista de la historia religiosa. De hecho, el café partió para su viaje de los graneros de los sufitas del Yemen y de los de los monjes cristianos de Etiopía, para los que era una bebida mágica energizante que ayudaba a prolongar las oraciones nocturnas. Por tanto, el café nació en primer lugar como una bebida espiritual, capaz de incrementar las capacidades del cuerpo para responder a las exigencias del espíritu.

Unas décadas después, esta bebida se difundió por La Meca, El Cairo, Damasco y Estambul. Paralelamente, también se extendió un nuevo fenómeno social, es decir, las cafeterías (o cafés), casas reservadas para el consumo de esta bebida, donde la gente se juntaba para escuchar canciones y relatos, asistir al teatro popular, jugar al ajedrez y discutir sobre política y sobre la vida. El café creó un nuevo espacio público fuera del control de las autoridades tradicionales, en primer lugar de la religiosa. Así fue como empezó también la historia de la persecución del café.

Primero, los expertos en derecho islámico afirmaron que el café embriagaba (“café” es una antigua palabra árabe que significa “bebida alcohólica”), pero cuando quedó claro que no era así empezaron a decir que todo aquello que provocaba algún efecto mental, positivo o negativo, estaba prohibido. A principios del siglo XVI, el jeque Abdel Haqq Al-Sanbaty emprendió en El Cairo una violenta campaña contra los bebedores de café. Se decía que estos, en el día de la resurrección, tendrían el rostro negro como sus posos. Esto hizo que los integristas y la gente común empezaran a atacar las cafeterías, donde se produjeron episodios de violencia que condujeron a la caída del primer mártir del café.

Campañas del mismo tipo se repitieron en La Meca, donde los ulemas de la ciudad, convocados por el gobernante Khayr Bey, no prohibieron el café pero declararon que “las reuniones de gente en torno a esta bebida estaba prohibido por la sharía”. Al-Ghuri, sultán de Egipto y del Hijaz, decretó en cambio su prohibición, por ser “portador de corrupción moral”. Lo mismo hizo el sultán otomano Suleiman Al-Qanuni, quien aprobó un edicto en 1546 que vetaba el café y las cafeterías en todo el imperio.

La “bebida del espíritu” tampoco se salvó de la demonización en el mundo cristiano. En el siglo XVII hubo un debate público sobre esta “nueva bebida oriental” que hacía a los ingleses maleables ante los encantos de los turcos –esto es, del islam– para alejarse del cristianismo. Se extendió la convicción de que el café formaba parte de una conjura turca para destruir el cristianismo, lo que llevó al arzobispo de Canterbury William Laud a enviar a la Cámara de los Comunes una nota donde pedía una ley que prohibiera los “granos de Mahoma”, y en 1637 se emitió un edicto en este sentido.

En Francia, en cambio, el consumo de café solo se prohibió a las mujeres, porque se creía que podría provocar intoxicaciones y abortos. Cuando se supo que no era así, el consumo de café por parte de las féminas ya se consideraba algo vergonzoso y un comportamiento impropio.

Actualmente, el café representa el segundo producto más consumido en el mundo después del petróleo. Su dramática historia ha caído en el olvido, pero la lección que nos enseña sigue siendo válida en nuestras sociedades. Porque cuando el poder no encuentra más que la institución religiosa para imponer su propia autoridad, y la institución religiosa no encuentra otro medio más que recurrir al poder para imponer sus propios valores, entonces la religión proclama abiertamente su pobreza espiritual, su bancarrota estética. Proclama su impotencia a la hora de suscitar sorpresa y curiosidad, su incapacidad para despertar preguntas. Más aún, teme las preguntas, pues ha dejado de buscar a Dios en el mundo, ha dejado de esforzarse por encontrarlo en cada corazón humano que late, de dar testimonios de ello, y ha preferido dedicarse a fabricar demonios.

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