Los gestos insensatos de Grossman

Cultura · Giovanni Maddalena
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25 julio 2013
El hombre está hecho para la felicidad. No para una felicidad de papel (paper hapinness) sino para una felicidad real, de corazón y de razón, de mente y de cuerpo. Las largas rutas racionalistas propias de las ideologías no satisfacen este deseo más que sobre el papel de los textos del régimen de turno o los escritos sobre la próxima delación o adulación.

El hombre está hecho para la felicidad. No para una felicidad de papel (paper hapinness) sino para una felicidad real, de corazón y de razón, de mente y de cuerpo. Las largas rutas racionalistas propias de las ideologías no satisfacen este deseo más que sobre el papel de los textos del régimen de turno o los escritos sobre la próxima delación o adulación. Por eso Vassili Grossman es un clásico, si bien sólo ahora empieza a tener la fama que merece. Grossman puso luz sobre una ley fundamental del ser humano: el hombre tiende a ser ideológico pero dentro de sí lleva la posibilidad de resistir al poder de un modo profundo e invencible.

Desde este punto de vista, el nazismo, el comunismo y la general estadolatría del siglo XX son más un epifenómeno de algo siempre presente en el hombre que un episodio único. Desde los samnitas (y mucho antes) a los tutsi, o a los pueblos balcánicos, el exterminio masivo y el genocidio han sido siempre una posibilidad para el hombre porque representan el último terminal de la ideología. Y la ideología no es necesariamente política. Se puede ser ideológicos en todo: en la familia, en el afecto e incluso en la religión.

¿Qué es entonces la ideología? La construcción teórico-afectiva que se basta en un trozo de la realidad considerado exclusivo. Si el error es una verdad enloquecida –como decía Chesterton– la ideología es una verdad aislada e inflada. Un dedo que, separado del cuerpo, se considera un hombre. Un ídolo, decía la Biblia: parece vida pero no lo es, es sólo discurso. El discurso puede ser potente, es capaz –sobre todo desde que existen los medios de comunicación de masas– de entrar en las mentes y crear autómatas autoconvencidos.

Sin embargo, también el poder de la ideología tiene un límite más allá del cual deja de abrumar al hombre. Por mucho que se repita que Stalin es infalible, el corazón del coronel Novikov decide desobedecer a su jefe y retrasar ocho minutos el ataque para no sacrificar inútilmente la vida –¡el único bien!– de sus soldados. “Existe un derecho superior al de mandar a morir sin pensarlo dos veces. Es el derecho de pensarlo dos veces antes de mandar a alguien a morir. Y Novikov lo ejerció” (Vida y destino). Por mucho que los papeles documenten las confesiones de los primeros revolucionarios declarando haber atentado contra el nuevo poder staliniano, el corazón de Krymov no deja de preguntarse angustiosamente: “¿Por qué confiesan? ¿Es posible que sean conscientes?”.

Grossman sostiene que la única alternativa al poder son gestos buenos “insensatos”: dar pan al enemigo, defender al oprimido a costa de la propia seguridad, morir junto al débil. Si uno va más allá de esta “insensatez”, cualquier elemento de la historia del hombre que nace como bien, don y vida, se corrompe siempre haciéndose ideología, mentira y muerte. Cualquier bien, incluso el del Evangelio, si se teoriza, se convierte en mal.

Pero no radica aquí la fuerza de Vida y destino (particularmente) y de toda la última producción grossmaniana (Todo fluye). No radica aquí la resistencia al poder ideológico. Vida y destino –a diferencia de los escritos grossmanianos precedentes – está lleno de preguntas. Preguntas a todos los niveles y de todo tipo: desde “¿dónde acabó aquella niña de cabello rojizo que me impactó tanto de pequeño?” hasta “¿acaso la vida es un mal?”. En todas ellas reside la infinita pregunta sobre el sentido y la felicidad. Más allá de las propias convicciones teóricas, Grossman muestra la dinámica del sentido religioso, según la cual la presencia misma de la pregunta lo sería absurda sin su respuesta. Esta es la dinámica que resiste –casi involuntariamente– al poder, incluso al propio poder.

En un relato tardío, La Madonna Sixtina, Grossman expresa este “mecanismo” identificando en la Madonna que pintó Rafael la imagen de la respuesta a la exigencia humana de que la felicidad y la belleza caminen con nosotros, carne con carne, sangre con sangre. “Conocemos las reacciones termonucleares gracias a las cuales la materia se convierte en una poderosa cantidad de energía, pero todavía hoy no somos capaces de imaginarnos el otro proceso, el opuesto, es decir la materialización de la energía; aquí sin embargo la fuerza espiritual, la maternidad, se cristalizan, transmutándose en la dulce Madonna. Su belleza está fuertemente ligada a la vida eterna. (…) Es el alma y el espejo de la humanidad, y eso es lo que ven todos los que la contemplan –es la imagen del alma materna, y por eso su belleza se entrelaza, se fusiona eternamente con esa belleza que se esconde, profunda e indestructible, allí donde nace y existe la vida –en los sótanos, en los desvanes, en los palacios, en las prisiones–”.

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