Los estratos del tiempo

Hay un pequeño tramo en la Autovía A5 (la de Extremadura) que siempre me llama la atención cuando lo recorro: es una curva que hace la carretera para atravesar el Río Almonte a su paso por Jaraicejo, pequeño pueblo enclavado entre Almaraz y Trujillo. La flamante nueva autovía salva el estrecho valle dónde está enclavado el río a través de un largo y alto viaducto. Justo a mitad de éste se puede observar a mano derecha (viniendo desde Madrid), o izquierda (si se circula desde Badajoz), en un primer término, a mucha menor cota, el antiguo puente de la vieja Nacional 5, construido en la década de 1950; y, en un segundo plano, el vetusto puente de piedra del siglo XV, que salta el cauce del río casi a su mismo nivel. En un minúsculo radio de apenas un kilómetro, coexisten tres puentes en uso con una separación de 600 años entre el más reciente y el más antiguo, lo que supone un privilegiado testigo de la huella de la presencia del hombre en el paisaje a lo largo de la Historia.
Una de las grandes “sorpresas” del último tramo del año 2025 ha sido la publicación de Le Disque Bleue (el “Disco Azul”), el nuevo álbum (doble) del reputado músico francés Benjamin Biolay (1973). Tal vez por la barrera lingüística, Biolay no es apenas conocido por el público español, a pesar de ser uno de los más respetados e influyentes compositores de la música pop-rock contemporánea, y tener en su haber un buen puñado de obras maestras, como el (también) doble álbum La Superbe (2009), o esa extraña y adictiva joya que nada entre la música sinfónica y la disco que es Grand Prix (2020), algo opacado por su lanzamiento durante el año de la pandemia del COVID19.
Biolay emergió en el panorama musical francés con Rose Kennedy (2002), un fantástico disco arraigado en la gran tradición de la chanson française (Trenet, Brassens, Ferré…), y enseguida el mundillo cultural del país vecino le impuso la etiqueta oficial, tan genuinamente francesa, de heredero del mítico Serge Gainsbourg (1928-1991), lo que en Francia implica encarnar y “defender” un pesado legado que, probablemente, conlleve más expectativas ajenas y cargas que beneficios. Así, los siguientes discos de Biolay fueron dando tumbos entre la ortodoxia más gainsbourgiana (como el estupendo Trash Yeyé, 2007, o sus composiciones para Keren Ann o Carla Bruni) y el intento de encontrar una voz propia sacando tímidamente el pie del tiesto (con irregulares resultados, como el disco conjunto con su (ex)mujer, Chiara Mastroianni, Home, 2004).
El arrebato casi místico, deliberadamente épico, que resultó en la obra maestra que es La Superbe, que condensa y lleva a su cima todas las posibilidades estéticas de la chanson, dejaron exhausto y desorientado a Biolay. Sus álbumes posteriores oscilaron entre fogonazos de una algo impostada pretensión de modernidad (Vengeance, 2012) y una radical regresión “historicista” (que no deja de ser un virtuoso ejercicio de estilo) a las raíces trenetianas (Trenet, 2015), pero sin conseguir en ningún caso encontrar el foco. Biolay buscó entonces refugio en Buenos Aires, donde se fue a vivir durante un año. Su estancia en Argentina supuso un punto de inflexión en su carrera: no sólo dio lugar a su mejor álbum desde 2009, Palermo-Hollywood (2016), sino que Biolay se dejó empapar y fecundar a fondo por la inmensa riqueza musical hispano y latinoamericana y, sobre todo, se trajo de vuelta a París la indomable pasión bonaerense por el mestizaje y la contaminación cultural.
Sus siguientes discos siguieron el impulso creativo que recibió en Buenos Aires ―cuyo vínculo ha ido profundizando desde entonces― y, sin negar la tradición de la chanson, que continúa siendo el núcleo de sus composiciones e interpretaciones, el tango, la cumbia, la bossa-nova o el bolero, en manos de Biolay, logran llevar la capacidad expresiva de la canción francesa hasta límites insospechados. Grand Prix o Saint-Clair (2022) no sólo respiran a través del valiente maridaje entre lo sinfónico y lo electrónico, sino que tienen la textura y la calidez de las exógenas aportaciones de música popular sudamericanas, que los depuran del excesivo intelectualismo y elitismo a los que suele tender, aun sin pretenderlo, la “alta cultura” francófona.
Le Disque Bleu es un paso más ―muy conscientemente dado― en este constante viaje de ida y vuelta iniciado por Biolay en 2016. Construido sobre dos caras, la A (Residents), más oscura y ensimismada, mira a París y a la chanson, mientras que la B (Visiteurs), más ligera y vitalista, mira a Buenos Aires, Brasil y el universo latinoamericano. El resultado, como el caso de los puentes de Jaraicejo sobre el Río Almonte, es un precioso collage, un registro biográfico de las variadas huellas que la música de su infancia en Francia, y de su madurez en Argentina, han dejado en la inmensa sensibilidad musical y poética de Biolay. El músico francés no nos ha legado sólo otro magnífico álbum, sino, y quizá lo más importante, nos ha mostrado una vez más que el secreto de la fecundidad siempre pasa por dar un giro al sentido del acto creativo: mirar, señalar, dejarse tocar por lo más valioso que sale a nuestro paso, aunque venga de los confines del mundo.
Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»
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