Los errores de Roma

Es la crónica de una jornada normal de una guerra civil sin salida que sacude Siria desde hace casi dos años. Se dan todos los elementos tanto para que el conflicto se alargue indefinidamente como para que termine por agotamiento de los dos bandos enfrentados: una conclusión que implica en todo caso el colapso económico y el caos social del país. El apoyo de Rusia, aliado histórico del régimen de la familia Assad desde la época de su fundador, el padre del actual presidente, es lo suficientemente sólido como para alejar la posibilidad de una eventual solución, por así decir, de tipo iraquí, que por otra parte tendría consecuencias catastróficas.
Estando así las cosas, un Occidente y en particular una Unión Europea demasiado condicionados permanecen irresponsablemente paralizados a la espera de un epílogo de la crisis por puro agotamiento. El escenario tampoco ha cambiado desde la entrada en escena de Turquía, de la que se esperaba demasiado sin tener en cuenta que se trata de la antigua potencia imperial de la región, contra la que lucharon con el apoyo de Inglaterra y Francia, dando origen a la independencia (luego traicionada) de Siria, Iraq y otros países árabes cercanos. Por tanto, más allá del hecho de que puede hacer menos de lo que querría, su reaparición está suscitando fantasmas que no ayudan a calmar la situación, sino más bien a complicarla aún más.
Además, la inercia al respecto de Italia y otros países mediterráneos miembros de la Unión Europea es cada vez más grave y menos justificable. Nuestros gobiernos anteriores tampoco brillaban por su sensibilidad hacia los problemas de Oriente, pero el actual, lleno de gente que vive con el mito de una Europa del Norte que es fuente de luz para toda la UE, los supera a todos en estos tristes méritos. Se une sin discusión a todas las contraproducentes sanciones que se deciden en Bruselas, con palabras contra el régimen de Assad pero también con hechos contra el pueblo sirio; y contra un patrimonio monumental y arqueológico de extraordinario valor.
Entre esas contraproducentes sanciones se encuentra la clausura de las embajadas occidentales: una iniciativa sin sentido si es cierto, como lo es, que su presencia es, o debería ser, útil sobre todo en circunstancias como éstas. Tratando siempre de ser el primero de la clase en cuanto a europeísmo (subalterno), Roma también ha cerrado el Instituto Italiano de Cultura de Damasco, un cauce histórico de relación con los muchos expertos y dirigentes ministeriales sirios en materia de bienes culturales que se han formado en nuestro país. También se han bloqueado las relaciones económicas entre Italia y Siria, algo que no sólo ha servido para asestar un duro golpe a los productores lombardos de maquinaria que proveen a las empresas manufactureras sirias sino que también ha provocado la suspensión de los pagos a los servicios de custodia y vigilancia de los lugares arqueológicos confiados a las misiones italianas, lo que asienta las premisas necesarias para su posible sacrilegio.
¿Puede reducirse a este papel, casi perniciosamente sometido a los intereses estratégicos de otros, un gobierno como el italiano, el único de los miembros del G-8 bañado por las aguas del Mediterráneo y el que tiene las relaciones más positivas con esta región? Se podría pensar que la región de Farnesina no puede hacer mucho más, absorbida como está en su empeño de repatriar a los dos oficiales de la Marina detenidos en Kerala hace ocho meses. Aunque vistos los resultados, empezar a pensar en alguna otra cosa quizá sea lo mejor para todos, incluidos los dos desafortunados oficiales.