Los atentados, París y esa necesidad de ser

Mundo · Costantino Esposito
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15 noviembre 2015
Tras los atentados del viernes por la noche en París, llama la atención la imposibilidad de usar las palabras habituales, como si los análisis y las explicaciones se mostraran de pronto totalmente inadecuadas. Justas, efectivas, precisas, pero inadecuadas. La estrategia homicida (y suicida) de los terroristas islámicos y el malestar en los “banlieues”, el ataque a Occidente y el papel de Siria, el odio al principio laico de la libertad y el reclutamiento de yihadistas entre los jóvenes europeos.

Tras los atentados del viernes por la noche en París, llama la atención la imposibilidad de usar las palabras habituales, como si los análisis y las explicaciones se mostraran de pronto totalmente inadecuadas. Justas, efectivas, precisas, pero inadecuadas. La estrategia homicida (y suicida) de los terroristas islámicos y el malestar en los “banlieues”, el ataque a Occidente y el papel de Siria, el odio al principio laico de la libertad y el reclutamiento de yihadistas entre los jóvenes europeos.

¿Qué oculta esta común y atónita incapacidad para encontrar palabras adecuadas ante un hecho tan increíble y chocante? ¿Qué significa, cuando el mismísimo Papa Francisco, hablando con el director de la cadena Tv2000 afirma: “Estoy conmovido y dolorido. No lo entiendo. Pero estas cosas son difíciles de entender, obra de seres humanos”? De hecho, varios periodistas casi se han visto obligados –ante la insuficiencia de todas las palabras para intentar entender realmente lo sucedido– a  hablar de un ataque o de un desafío extremo a la “humanidad”.

Quizás esta sea la única palabra que describe o, mejor dicho, señala el dramático problema de los nuevos atentados en París, que parece poder reconocer el verdadero nivel del desafío. De repente empieza a urgir, a pedir ser reconquistada en todo su significado, como si algo ya dado por supuesto, por ya sabido, volviera a inquietarnos. Un ataque a la humanidad, algo incomprensible por ser obra de “seres humanos”, seres como nosotros, y sin embargo tan contrarios a nosotros.

Para ser sinceros, la humanidad es la mayoría de las veces (tal vez casi todas las veces) el nombre de un llamamiento retórico, tan universal como vago. Algo justo pero abstracto. Algo que llevamos encima pero de lo que tantas veces desconfiamos, que casi no “sentimos” como verdaderamente nuestra, tantas son las desilusiones y derrotas a las que está continuamente expuesta en nuestra vida cotidiana. ¿Quién negaría la nobleza suprema del imperativo categórico de Kant: “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca solo como un medio”? ¿Quién podría negar que este imperativo ha quedado totalmente hecho cenizas en el odio inhumano, en la furia abstracta, por impersonal, de los terroristas que abatieron uno a uno los cuerpos de jóvenes solo culpables de haber ido a un concierto de rock?

Pero debemos ir hasta el fondo de la pregunta: ¿por qué la noche del viernes advertimos de forma lacerante que lo humano había quedado aniquilado? ¿Por qué esto nos ha hecho enmudecer? Por la piedad ante la suerte de otras personas inocentes, sin duda. Pero en el fondo creo que también y sobre todo porque hemos percibido que se trataba de nosotros, de esa humanidad que somos nosotros mismos y que volvía a vibrar en nosotros, a pedir, a rebelarse ante el mecanismo ciego de la inhumanidad y el nihilismo.

Por un lado se ha agudizado el sentimiento de nosotros mismos, de nuestro nacimiento, de nuestro estar en el mundo, de nuestra continua exposición a la muerte, y sobre todo del deseo, de la esperanza de no morir. De no morir nunca. ¿Os acordáis cuando, de niños, ante la persona tan querida de nuestro padre o nuestra madre le pedíamos, o casi le ordenábamos, que no debía morir nunca? Una exigencia que volvimos a descubrir siendo un poco mayores –pero no menos niños en el corazón– cuando nos enamoramos. Para muchos ha vuelto a hacerse notar, casi a golpearnos, ante las imágenes televisivas que nos llegaban de París. Esta vez como una conmoción, una ternura hacia uno mismo, hacia la propia humanidad herida y al mismo tiempo necesitada de todo, es decir, de nada menos que del infinito.

Y ahora, nosotros, impotentes ante los mecanismos del odio, ¿qué debemos hacer? Tal vez haya una responsabilidad de la que todos podemos ser protagonistas. Lo que podemos hacer es reconocer sencillamente lo que somos, nuestro ser “humano”, no tanto como un principio universal al que adecuarse ni como un estándar de prestaciones que sabemos que nunca podremos alcanzar del todo, sino como una necesidad de ser.

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