Lo que nuestros cuerpos esperan para volver a empezar
“Los ángeles serán puros, pero son puros espíritus, no son carnales. No saben lo que es tener un cuerpo, ser un cuerpo”. En estos tiempos, la relación con el cuerpo, con nuestros cuerpos, resulta dramática. Por eso, con qué facilidad golpea el corazón la apasionada carnalidad de los versos de Péguy. Hemos visto muchos cuerpos, demasiados. Cuerpos enfermos, amenazados, contagiados, aislados, transportados en ambulancias, en féretros, en camiones. Cuerpos que nos gustaría ver curados, no amenazados, no distanciados ni asustados los unos de los otros. Los cuerpos son los que nos hacen sufrir ahora, pero nunca querríamos deshacernos de ellos porque nuestra humanidad, la percepción de nuestros deseos, el estupor ante la realidad, hemos aprendido a conocerlos mediante esa “pobre criatura carnal” que es cada uno de nosotros.
Los ángeles, continúa Péguy, “no conocen esa ligazón misteriosa, esa ligazón creada, infinitamente misteriosa, del alma y del cuerpo. Pues Dios no creó solamente el alma y el cuerpo. Sino que creó también ese lazo misterioso, esa vinculación, esa ligazón del cuerpo y del alma, de un espíritu y de una materia”. Nuestros cuerpos se han convertido ahora en un peligro, en factor de riesgo. Nos vemos obligados a distanciarlos, cubrirlos, esterilizarlos. Debemos dar gracias a la tecnología que nos permite seguir comunicándonos, trabajar, hacer proyectos, dar clases, tantas actividades que no se han parado gracias al teletrabajo. Pero nos faltan tantas cosas de la vida. Decenas de plataformas informáticas y conexiones en directo han sustituido la corporeidad, el contacto físico, el abrazo, la reunión en torno a una mesa, el desayuno con los amigos, la clase en las aulas, la conferencia con la gente delante, la misa con el pueblo.
De este modo, falta la emoción que provoca un gesto, la vibración de una mirada, el aroma de un plato compartido, nos falta el imprevisto de una reacción que no puedes ocultar mediante un clic, el gusto de cruzar miradas, el intercambio de afecto en un abrazo. Hoy vale, ¡pero no es lo mismo! No podemos obviarlo. Debemos conservar el deseo de “hacer” y “estar” juntos. Tendremos (tal vez y la tenemos) la tentación de pensar que una llamada es más sencilla que una reunión de trabajo, que el teletrabajo reduce los tiempos, que “en casa” es más cómodo, que las clases online son igual de eficaces que el trabajo en el aula.
Ya estamos intentando imaginar el después, la fase 2. La economía y la producción deben volver a empezar. Pero la convivencia también tiene que volver a empezar en todas sus dimensiones. La gente debe poder volver a encontrarse, mirarse a los ojos, discutir unos frente a otros, educar y enseñar en vivo. Esa carnalidad es lo que nos falta. Nos gustaría que los que hoy están pensando en la desescalada la tuvieran en cuenta entre sus prioridades. Las grandes cosas siempre se han hecho implicándose en encuentros humanos, amistades compartidas, en una concreción que incluye también los cuerpos. Hasta Dios, para salvar el mundo, tomó un cuerpo, aceptó morir, acabar en un sepulcro para luego resucitar y permanecer presente en el mundo. Este Dios presente en la historia es quien da esperanza incluso a nuestra corporeidad.