Lo que el caso Bretón enseña
Barbara Sukova, que encarna a Hannah Arendt en la película dirigida por Margaret von Trotta, mira a través de la ventana hacia un Manhattan lejano. La filósofa acaba de hacer frente a feroces críticas por su crónica sobre el juicio a Eichmann. Le han llamado de todo por haber descrito la conducta del responsable de la SS como una consecuencia de la “banalidad del mal”. Arendt, por boca de Sukova, exclama: “me han criticado por muchas cosas pero no se han dado cuenta de cuál ha sido mi verdadero error, el mal nunca es del todo radical, solo el bien lo es”.
A millones de españoles que han estado pendientes de uno de los juicios más famosos de los últimos años les hubiera interesado la frase de Arendt. El “caso Bretón” ha provocado horas y horas de programación en las principales cadenas. Se han contado hasta los más mínimos detalles de la investigación. Las declaraciones de testigos y del propio acusado ante un jurado popular han sido mucho más seguidas que los avatares políticos o el debate sobre si llega o no llega la recuperación económica.
Los comunicadores han buscado “explicación” para la conducta de un padre que llega a matar a sus hijos para vengarse de su mujer y que hace desaparecer de forma terrible sus restos mortales. Era necesario que Bretón sufriera algún tipo de enfermedad mental. No era posible que la libertad humana hubiera concebido un acto así. Pero los informes de los peritos han sido tozudos: las facultades mentales del acusado son las de una “persona mal”. No había nada que “justificase” el comportamiento “anómalo” del acusado. No ha habido “desajuste” psiquiátrico.
A pesar del psicologismo reinante, no ha habido más remedio que enfrentarse a ese abismo en el que el misterio del mal aparece con toda su crudeza. El sensacionalismo y el morbo con el que se ha informado del caso no ha impedido que surgieran, a lo mejor de un modo inconsciente, las tres grandes preguntas que desde la época de Caín sacuden el corazón humano: ¿Cómo es posible que suceda algo así? ¿Quién o qué puede expiar un pecado de este calibre? ¿Quién le puede hacer justicia a las víctimas? En este caso, una madre que ha perdido a sus hijos. No es suficiente con la condena de los jueces ni con los años de la cárcel. Quizás en esta ocasión la televisión, que tanto sirve para adormecer, haya servido para despertar.
Se ha hecho demasiado evidente que el mundo sin culpa y sin necesidad de redención, ese sistema perfecto del que hablaba Eliot, no existe.
El caso Breton ha hecho evidente a los españoles que la realidad del mal y de la injusticia que deteriora el mundo existe. Son cosas que no pueden ser simplemente ignoradas, tienen que ser eliminadas. ¿Qué haremos nosotros, hombres del siglo XXI tan necesitados de expiación como los antiguos, ahora que no podemos sacrificar animales para implorar el perdón? Afortunadamente nuestra razón moderna nos dice que la sangre de los carneros es perfectamente inútil para este propósito. Pero necesitamos poder decir como la Arendt, no en las cátedras de filosofía, sino ante el televisor, que sólo el bien, no el mal, es radical. ¿Qué radical experiencia y compañía lo hacen posible?