Lo que América Latina le puede enseñar a Europa

Mundo · Alver Metalli
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13 octubre 2010
Estamos asistiendo a un proceso de mezcla de pueblos de dimensiones excepcionales. Se están produciendo enormes migraciones desde el sur hacia el norte del mundo, de un continente a otro, entre naciones de un mismo continente. Sin duda siempre se verificaron mezclas y migraciones en la historia de los pueblos, pero lo que en otras épocas ocurría a lo largo de prolongados períodos de tiempo, ahora se concentra en unas pocas décadas. Se puede decir que asistimos "en vivo y en directo" a este fenómeno, con todas las fibrilaciones que implican los movimientos contemporáneos de masas en las regiones elegidas como destino, y sobre todo en Europa. A partir de los procesos de descolonización que afectaron a Asia en los años 60 y a África en los 70, y que luego se aceleraron en los 90 con el fin del comunismo tal como lo hemos conocido, la presión en las fronteras fue in crescendo. Ya no es una profecía de visionarios afirmar que ha comenzado un mestizaje social a gran escala y que éste continuará en el futuro de Europa durante mucho tiempo.

América Latina ya vivió un momento como éste. La historia del descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo está documentada por una bibliografía que a diferencia de otros acontecimientos de dimensiones históricas que la preceden -confiados a una transmisión predominantemente oral- se apoya en documentos escritos por los mismos protagonistas. Los estudios posteriores al descubrimiento tuvieron una continuidad sin interrupciones y entre ellos se cuentan, por citar algunos de los más importantes, los de Dumond, Chaunu, Madariaga, Miralles, Hugs, Martínez, Chevalier, Portillo y Dawson.

La gran migración proveniente de Castilla, que en el siglo XV encontró poblaciones aborígenes y se mezcló con ellas, se produjo en un momento histórico especial, en el cual convergen una serie de circunstancias propicias: la Península Ibérica rompe el cerco de los pueblos musulmanes, la necesidad de encontrar rutas para llevar a Europa ciertos productos de gran valor denominados genéricamente especias (lo que ya había dado origen a incursiones portuguesas y holandesas a Oriente), el desarrollo de la tecnología marítima que permitía largas travesías y una cultura de base católica que postulaba la recapitulación universal de los hombres y de la historia en el Reino de Dios. Éstos fueron, sintéticamente, los ingredientes del sustrato cultural que dio lugar al descubrimiento y sucesiva ocupación del Nuevo Mundo.

En las naves que desafían el Océano viaja una vanguardia de hombres que buscan fortuna, riquezas y gloria, transportando el germen de una civilización nacida en la cuenca del  Mediterráneo a partir de la transformación de la cultura grecorromana que llevó a cabo el cristianismo. Los migrantes de entonces llegaron a tierras de las cuales sólo suponían su existencia, habitadas por pueblos organizados sobre una base local o en reinos más amplios que estaban fundados en una base teocrática. El choque entre las dos ecúmenes fue dramático, y sobre las ruinas de las segundas -la inca y la azteca, que eran las más consolidadas surge una síntesis antropológica nueva. Un mestizaje único en la historia hasta aquel momento, ya que nada parecido había ocurrido en otras latitudes -pensemos en Oriente- y que no ocurrirá tampoco en los años posteriores -pensemos en África (apartheid), y América del Norte (transplante europeo).

La Iglesia captó en toda su positividad esta síntesis naciente, que imprimió a América Latina la índole de fondo que conocemos. Todas las cumbres, desde la primera en Río de Janeiro en 1955, pasando por Medellín (1969), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992) con ocasión de los 500 años del descubrimiento, hasta la última Conferencia general del episcopado latinoamericano que inauguró Benedicto XVI en Brasil en 2007, subrayaron siempre con énfasis el "peculiar proceso de mestizaje" que ha dado al continente latinoamericano una "singular identidad" y una "índole original".

Sobre la base de aquella fundamental síntesis antropológica se verificaron posteriormente nuevos injertos: la componente de raza negra, fundamental en Brasil y en el Caribe de América Central, la corriente migratoria europea a finales del XVIII, primeros cincuenta años del siglo XIX y la posterior sirio-libanesa se latinoamericanizaron rápidamente. Y lo mismo ocurrió con la más reciente que proviene de Oriente, sobre todo de China continental. No está dicho que será igual con la inmigración de los países musulmanes, pero ésta es aún incipiente en América Latina y no desmiente la tendencia de fondo que ha prevalecido hasta el momento.

También deberíamos mencionar, para que el análisis resulte más completo, los movimientos migratorios entre los países de América Latina. Las actuales ciudades de Sudamérica son cada vez más multiétnicas. Miles de bolivianos colorean las ciudades argentinas, tanto al norte como al sur, y las fiestas nacionales de los paraguayos, que emigraron en oleadas más allá de sus fronteras, ya forman parte del paisaje de metrópolis como Buenos Aires. Son migraciones "homogéneas" con las culturas donde se insertan.

Los problemas que plantean estos desplazamientos a los que asistimos  "en vivo y en directo" son enormes: de integración en las economías locales, de seguridad, de acceso a los derechos primarios como la asistencia sanitaria, de extensión de los servicios sociales a las multitudes de recién llegados. Pero incluso esto no  pone en discusión una sustancial aceptación del proceso de mezcla. El "sustrato básico" del primer gran mestizaje, aquel sui generis que constituyó la fisonomía esencial del hombre latinoamericano, es portador de un sentimiento generalizado de solidaridad, de solicitud activa para con las necesidades de los semejantes, de ayuda al indígena y de sensibilidad ante el dolor y el sufrimiento que son propios de la cultura católica. Y ésa es la razón por la cual las nuevas migraciones encuentran una fundamental comprensión y tolerancia.

Allí donde el catolicismo ha permeado la vida de los hombres, la capacidad de acoger es más compartida, la discriminación provoca repudio y la defensa de los egoísmos -que sin duda existen- se excluye con mayor facilidad de la aprobación de la sociedad. Por eso el Nuevo Mundo, nacido de un mestizaje gigantesco, puede enseñarle mucho al Viejo, que debe hacer frente a la inevitable y colosal mezcla de razas que se está produciendo en su territorio.

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