Editorial

Lo primero y lo último en Cataluña

Editorial · Fernando de Haro
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20 octubre 2019
Barcelona se despertó durante toda la semana pasada como si en sus calles, horas antes, cada noche, no hubiera tenido lugar una batalla campal, un ritual de destrucción protagonizado por una guerrilla urbana que intenta colmar el vacío de la nada con violencia. Mientras ardían contenedores y los radicales provocaban cientos de heridos, los restaurantes cercanos a los altercados seguían abiertos. ¿Era la voluntad de que la vida continuara, a pesar de todo, su curso? ¿Era un silencio autoimpuesto en una sociedad fracturada para no abrir más heridas?

Barcelona se despertó durante toda la semana pasada como si en sus calles, horas antes, cada noche, no hubiera tenido lugar una batalla campal, un ritual de destrucción protagonizado por una guerrilla urbana que intenta colmar el vacío de la nada con violencia. Mientras ardían contenedores y los radicales provocaban cientos de heridos, los restaurantes cercanos a los altercados seguían abiertos. ¿Era la voluntad de que la vida continuara, a pesar de todo, su curso? ¿Era un silencio autoimpuesto en una sociedad fracturada para no abrir más heridas?

Violencia si no utilizada sí justificada por los que piensan que ha llegado el momentum de la ruptura tras la sentencia de condena del Tribunal Supremo. Cálculo político de los dos principales partidos políticos independentistas que siguen compitiendo por el liderazgo mientras Cataluña arde. Incomprensión y sentido de impotencia de una gran parte de la sociedad catalana ante una condena que parece demasiado alta, que 12 o 13 años de cárcel se ven como un exceso cuando no hay de por medio ni delitos sexuales, ni delitos de sangre, solo la aprobación de leyes para votar la autodeterminación, un referéndum ilegal y una declaración de independencia suspendida. Y una parte de Cataluña y muchos españoles pensando -incitados por líderes de opinión, un lobby liberal y por los partidos de la derecha en tiempo electoral- que el Tribunal Supremo ha sido demasiado blando y que solo era admisible una condena por rebelión y más de 20 años de cárcel. Sin querer comprender los razonamientos jurídicos, sin querer darse cuenta de que la justicia no es venganza y que nada se arregla dejando a alguien en prisión más de dos décadas. Es un cuadro de incomunicación, de incomprensión mutua. Sin líderes capaces de dar respuestas, con una sociedad civil desaparecida, sin casi nadie dispuesto a ser sincero, sin una educación a la altura de las circunstancias.

El tiempo dirá si la violencia vivida entre el 14 y el 20 de octubre en Cataluña tiene una vinculación funcional con los planes del presidente de la Generalitat, Quim Torra, y el hombre que marca sus pasos desde Bruselas, el fugado de la justicia Carles Puigdemont. Pero de sus actos y de sus declaraciones se deduce que la ha considerado útil para sus fines: alcanzar la autodeterminación de forma rápida. Eso explica que no condenara la violencia de forma contundente y explícita, que no diera respaldo a su consejero de Interior, Miquel Buch, que no diera aliento y soporte sino que sembrara dudas -paradójicamente- sobre la actuación de la policía de la que es responsable, los Mossos. Estos días se ha vuelto a cumplir la descripción que ha hecho la sentencia sobre lo que sucedió el 1 de octubre. Torra (trasunto de Puigdemont) ha sido “consciente de la manifiesta inviabilidad jurídica de un referéndum de autodeterminación que se presentaba como la vía para la construcción de la República Catalana” pero, a pesar de eso, ha intentado utilizar en su favor el desconcierto y el resentimiento. Para ganar la batalla dentro del independentismo, para sobrevivir personalmente. Los líderes de ERC, el primer partido en intención de voto y con el que Torra gobierna en la Generalitat, que sí reconocen que la autodeterminación es inviable, que sí saben que es necesario olvidarse de la quimera de una Cataluña independiente, al menos de momento, no han roto con el trasunto de Puigdemont, no han tenido la valentía de dar ese paso adelante que se espera desde hace años y no llega. Su objetivo inmediato es ganar unas elecciones y que esas elecciones se celebren cuanto antes. Por eso no han defendido a los Mossos, por eso no les han dicho a sus votantes que hay que empezar de nuevo. Y el independentismo social, algo menos de la mitad de los que votan, no ha tenido ni fuerza ni claridad para ponerse frente a los violentos que le estaban arrebatando su título de movimiento pacífico. Solo a última hora han aparecido algunas iniciativas espontáneas para tratar de frenar los golpes de los radicales. Con silencio se han barrido y asfaltado las calles cada mañana cuando por la noche muchos jóvenes se sentían fascinados por la acción destructiva, por un nihilismo violento liderado por profesionales de la agitación. En muchas casas se ha llorado estas noches, en silencio, en privado, el fracaso de una educación incapaz de responder a la potencia del deseo de unos adolescentes ganados para la causa del fuego y del golpe por grupos violentos organizados.

Es difícil pensar en una salida sin que dentro del independentismo haya quien reconozca que se ha llegado a un fondo de saco. Pero también es difícil que haya una salida sin que el constitucionalismo, mayoritario en Cataluña y en el resto de España, no entienda que hay que encontrar una fórmula creativa y original para dar respuesta al anhelo de un mayor autogobierno. Las manifestaciones independentistas, a pesar de haber disminuido, reflejan un importante apoyo social. Pero, sobre todo, no hay salida sin que los catalanes retomen una experiencia elemental de encuentro entre ellos. Se puede pensar diferente sobre el futuro de Cataluña, se puede sentir diferente a Cataluña y a España. Pero eso no es lo primero ni lo único. Lo primero, lo más decisivo, aunque parezca poco, es la amistad cívica que todavía es posible. Una amistad hecha aparentemente de factores irrelevantes, como la preocupación por el bien de los hijos, la necesidad de construir una sociedad próspera, la aportación pública de la caridad y la solidaridad, la inquietud por el trabajo y su valor, la pregunta insoslayable sobre el sentido del tiempo, el sufrimiento o la belleza.

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