Editorial

Lo común no tiene color

Editorial · Fernando de Haro
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7 junio 2020
La violencia que acabó con la vida de George Lloyd el pasado 25 de mayo no se explica solo por el viejo racismo contra los negros. Ni es solo un problema de los Estados Unidos. Ni tampoco Trump ha sido el causante de los abusos policiales. La historia cuenta, pero probablemente la vieja historia se ha refrescado con una historia nueva: un problema de identidades conflictivas, creciente en todas las sociedades occidentales.

La violencia que acabó con la vida de George Lloyd el pasado 25 de mayo no se explica solo por el viejo racismo contra los negros. Ni es solo un problema de los Estados Unidos. Ni tampoco Trump ha sido el causante de los abusos policiales. La historia cuenta, pero probablemente la vieja historia se ha refrescado con una historia nueva: un problema de identidades conflictivas, creciente en todas las sociedades occidentales.

La violencia policial contra los negros existía antes de que Trump llegara a la Casa Blanca. Las estadísticas lo certifican. Ya en 2013 las muertes causadas por los agentes ascendían a más de mil al año. Y ya entonces los negros tenían tres veces más posibilidades de morir por esa violencia que los blancos. El número de muertos anuales sigue, más o menos, en los mismos niveles. Los negros explican que su color de piel los convierte en sospechosos en el 65 por ciento de las ocasiones de conflicto. Mientras que los hispanos, la minoría ya más importante en el país, denuncian que su origen les hace presuntos culpables solo en el 37 por ciento de las ocasiones. Son datos del prestigioso Pew Research Institute. Este mismo instituto ha puesto de manifiesto que un mes antes de la muerte de Lloyd, solo un 56 por ciento de los negros estadounidenses confiaba en que la policía actuara en beneficio de los estadounidenses, mientras que entre los hispanos la respuesta subía al 74 por ciento.

Posiblemente, antes de los sucesos del 25 de mayo, simplemente las cosas seguían tan mal como habían estado en los últimos años. Trump no había empeorado la violencia policial contra los negros. Lo que ha hecho el presidente de los Estados Unidos, al sacar el ejército a las calles de Washington, y al hacer un llamamiento a que los gobernadores recurran al ejército es lo que siempre hace: un ejercicio de brutal irresponsabilidad política, buscando el apoyo de la minoría que le dio la victoria. Su gesto de posar con una Biblia, en un ejercicio de teología política, buscaba la protección de lo sagrado, cuando lo sagrado en esos momentos obligaba a estar cerca de las víctimas, rebajar la ira y fomentar la unidad. Trump, con su comportamiento, parece ratificar el análisis que hicieron algunos progresistas. Dijeron hace cuatro años que el actual inquilino de la Casa Blanca había ganado las elecciones porque había conseguido transformar la desventaja económica y la afrenta de muchos blancos de clases bajas, en una ira racial. La victoria se la habría dado el famoso whitelash, el rechazo de los blancos empobrecidos a las políticas en favor de las minorías no blancas, de las minorías de las costas. Trump estaría comportándose, según el retrato dibujado por sus oponentes, para garantizarse una reelección puesta en peligro por la gestión del Covid.

El de los negros no es solo, ni quizás fundamentalmente, un problema económico. Los hispanos, que representan ya una minoría con más peso, sufren una situación social y económica más desfavorable. ¿Por qué los problemas de racismo, las relaciones entre blancos y negros siguen siendo altamente conflictivas, si hace más de 150 años que acabó la Guerra Civil? ¿Por qué esos conflictos no son tan relevantes o al menos tan visibles en las relaciones con la minoría asiática e hispana? Sin duda hay razones históricas que exigen un análisis profundo. Pero lo que se ha hecho en los últimos cincuenta años no ha servido para solucionar el problema. Las políticas de discriminación positiva, basadas en la identidad, no han dado todo el resultado que se esperaba. Ni los blancos tienen el respeto necesario por los negros, ni los negros se ven más integrados. Lo denunció desde las filas progresista Mark Lilla, poco después de que Trump ganara las elecciones. En un memorable artículo titulado ‘El fin del liberalismo de la identidad’, Lilla denunciaba que la práctica de celebrar las diferencias es “un principio espléndido de pedagogía moral, pero desastroso como base de la política democrática”. El profesor de la Universidad de Columbia señalaba que “desde una edad muy temprana se anima a nuestros hijos a hablar de su identidad individual, incluso antes de que la tengan”. Los contenidos en los colegios “proyectan de manera anacrónica la política de identidad actual en el pasado”. La política de la identidad que abarca el transgénero, las mujeres y las minorías raciales habría provocado un creciente aislamiento, un mutuo desconocimiento, un desarrollo excesivo de nuevos derechos sin conciencia de los deberes. El proyecto común habría quedado disuelto para subrayar lo que hace a un ciudadano diferente a otro. El conflicto de identidad racial se habría reforzado. Lilla, progresista de toda la vida, hacía un llamamiento para superar la parcelación. Y explicaba el fenómeno Trump como una reacción de los estadounidenses blancos, de campo y evangélicos que se habrían concebido como un grupo desfavorecido, cuya identidad se ve amenazada o ignorada. Es el fantasma que recorre el mundo: el reconocimiento del otro se diluye. Lilla acaba su artículo señalando que “en periodos sanos, la política nacional no trata de la ‘diferencia’, sino de lo común”. Es la política que más falta.

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