Librarnos de las batallas culturales

Mundo · Francisco Medina
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1 julio 2022
El pasado 24 de junio, la Supreme Court norteamericana dictó sentencia en el que venía a rectificar el criterio sentado en pronunciamientos anteriores en relación a la cuestión del aborto (en concreto, en la famosa Sentencia Roe vs. Wade y en otra, Planned Parenthood of Southeastern Pa. vs Casey).

En su reciente pronunciamiento (Dobbs vs. Jackson Women´s Health Organization), el Alto Tribunal reconoce la extralimitación en la que había incurrido al arrogarse la autoridad de legislar (“The Constitution does not prohibit the citizens of each State from regulating or prohibiting abortion. Roe and Casey arrogated that autority”, concluye de forma taxativa) y, por vez primera en la historia de la jurisprudencia norteamericana, devuelve la capacidad de legislar sobre la cuestión a los representantes del pueblo (“We now overrule those decisions and return that authority to the people and their elected representatives”), de suerte que corresponderá a cada Estado de la Unión adoptar la legislación que estime más conveniente.

Ciertamente, desde el punto de vista jurídico, la sentencia constituye un verdadero golpe de timón en relación a la regulación de un supuesto derecho que, stricto sensu, no lo era como tal, a pesar de la práctica tan arraigada en los ordenamientos jurídicos occidentales (tanto los que beben de la tradición anglosajona como los que se inspiran en la tradición continental europea) de crear ex novo un nuevo marco de libertades, en ocasiones más allá de lo establecido en nuestras Constituciones. Las 213 páginas de la sentencia, a buen seguro, entreveran un razonamiento jurídico que no debería ser desechado sin más, ni siquiera por quienes, durante años, han batallado en favor de introducir el aborto como un derecho.

Dejando aparte las reacciones que, en España (como en el resto de Europa), el pronunciamiento judicial ha suscitado entre quienes han abanderado por incluir los derechos sexuales y reproductivos en el marco de los nuevos derechos que informan nuestro mundo de hoy, lo cierto es que este pronunciamiento judicial obligará a replantear la naturaleza de los nuevos derechos; y es que el Tribunal Supremo estadounidense había manifestado, reiteradamente, su renuencia a reconocer derechos más allá de los recogidos en la Constitución de 1787, tanto en su articulado como en sus sucesivas enmiendas, y la necesidad de bucear en la tradición histórico-jurídica para poder dilucidar si lo que pretende regularse como derecho forma parte de dicho acervo y del marco nacional de libertades.

La sentencia dará que hablar porque, de facto, abriría la puerta a la revisión de la calificación de otros nuevos derechos ya regulados (anticonceptivos, matrimonio homosexual…) y, aunque se prevé que unos 23 estados vayan a establecer legislaciones restrictivas –si no prohibitivas– del aborto, otros 16, los que han establecido regulaciones permisivas, continuarían aplicándolas. En todo caso, habría una división jurídica (y social). Y de seguro que los lobbies de la planificación sexual y reproductiva (Planned Parenthood, que también ha aterrizado en España y ha influido en la inminente ley del aborto que se va a aprobar) plantearán batalla.

Desde luego, de un rápido vistazo, la Corte Suprema realiza una aportación jurídica bastante interesante que daría multitud de opciones de reposicionar el debate jurídico-político, en un contexto en el que las evidencias sobre el ser humano aún estuvieran en pie.

Sin embargo, no estamos ya en ese escenario. La sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos, siendo decisiva, no revertirá el proceso de derrumbe al que estamos asistiendo (no será interminable, habrá un punto de inflexión; otra cuestión es si lo veremos o no), ni supone victoria final alguna para los católicos –y también laicos– inmersos en las cultural wars. Siendo cierto e indiscutido que todos los nuevos derechos son construcciones culturales, igualmente lo es que hay una mentalidad que los ha alumbrado; un emotivismo que se ha hecho cultura, y frente a la cual ya no bastan las leyes. Por la sencilla razón de que el cristianismo ya no es un elemento de orden social: al separarse de la experiencia original, los mandatos normativos contenidos en las leyes que sancionan una determinada cosmovisión se secan, ya no tienen capacidad de persuadir a la razón y acaban deviniendo en mandatos extrínsecos permanentemente cuestionados en un mundo líquido. Falta el sentido de lo concreto; están ausentes los interrogantes que se nos dirigen a cada uno cuando la vida nos golpea.

Porque la cuestión es ésta: ¿qué significa que mi vida, en concreto, es valiosa? ¿Cómo transluce mi dignidad como ser humano en los momentos más oscuros, cuando nada sale como yo espero; cuando sufro un cáncer, una metástasis, demencia o Alzheimer; cuando no puedo vivir sin respirador, cuando estoy en una residencia en los últimos días de mi vida y me fallan las fuerzas? ¿Qué y quién soy cuando tengo que salir de mi país porque han matado a toda mi familia o me muero de hambre y no tengo qué comer, o me han amenazado de muerte? ¿Qué, y quién, me da la consistencia cuando los amigos me fallan, o siento la indiferencia de los compañeros de trabajo porque digo lo que pienso, o no sigo el juego a sus intereses? ¿Qué significa que soy preferido desde antes de nacer?

That´s the real question, I feel. Una pregunta que te llega en carne viva, porque no te la inventas; la recibes cuando la realidad te golpea y cuya respuesta no viene de golpe. Necesita de un encuentro, de Alguien que te sondea y te estima de un modo nunca visto. Y eso tiene una capacidad de persuasión mucho más potente que los mejores pronunciamientos judiciales y órganos consultivos emitidos en la historia de nuestra tradición jurídica occidental.

Volver a las exigencias originales de mi propio ser implica un largo camino hasta descubrir el misterio de mi condición como ser humano, de mi libertad, de mi ser hecho para una relación que se encarna y adquiere una historicidad (genera una historia). Nuestra propia vida (y la de los demás), caracterizada por la fragilidad, sufre el cansancio, la tristeza, la soledad, la guerra, la pérdida de un ser querido, la injusticia, el descarte; padece los sufrimientos y necesita ser sostenida siempre.

La lectura del último ensayo de Borghesi (El desafío Francisco) me ha hecho mirar la cuestión con otros ojos; aun discrepando de alguno de sus postulados (su visión de la tradición política conservadora es discutible –no es un bloque monolítico, como sí lo podrían ser el liberalismo y el populismo–), no podría decir, sin embargo, que su descripción de la corriente teocon resulte exagerada. Por el contrario, es sumamente certera y creíble. Nos recuerda, constantemente, que ese fenómeno tiene rostro; también en España: la de un pensamiento católico secuestrado por los seguidores de Novak, Weigel, Neuhaus… que se ha hecho cultura a través de las plataformas provida y profamilia –muy calcadas del catolicismo norteamericano, que se ha revelado incapaz de articular una contribución original a la cuestión acerca del sentido de la vida, más allá del activismo y los rescates en clínicas abortistas–, que ha comprado toda la visión neoliberal de la economía y la sociedad, y que nada dice respecto de otros dramas que, igualmente, afectan a la vida humana (la tragedia de los subsaharianos muertos en Melilla; las condiciones de pobreza en la que viven muchas familias en las zonas marginales de nuestra propia ciudad; el drama de la prostitución).

Hora es de situar las cuestiones de la bioética en un marco más grande, junto a la cuestión social y medioambiental, porque la vida no se reduce a tales aspectos, todos ellos justos. Más bien, es la integración de todos ellos junto a las restantes amenazas a la vida (la guerra, la pena de muerte, las condiciones sociales y laborales precarias impuestas por un capitalismo salvaje –aceptado de plano por los teocon–, el drama de la inmigración), la que nos exige recuperar un enfoque global del ser humano que, sin ignorar los efectos de ciertas leyes, trasciende los parámetros viejos en los que se mueve el bucle interminable y agotador del combate por las consecuencias (y no por el origen) en el que estamos enganchados los católicos (especialmente en España), cuya dinámica de acción-reacción nos acabará triturando.

Liberarnos de las cultural wars: a esto es a lo que nos reclama el Papa argentino (a lo mejor es una cuestión de procesos, no de espacios); no a acallar las cuestiones del aborto, la eutanasia de la familia, sino enmarcarlas dentro de una tarea más grande: el cuidado de la fragilidad de la vida. Deberíamos dejar de repetir machaconamente discursos viejos que ya no sirven. Francisco ya lo ha dicho de forma clara: la Cristiandad ha muerto; ese tiempo ya ha pasado y no va a volver. El de ahora es un tiempo nuevo que nos pide salir de nuestra tierra, al igual que hizo Abrahán, si queremos ser parte de una Tierra Prometida en la que descansa el corazón humano, un hospital de campaña para el mundo de hoy.

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