Libertad religiosa: un recurso para todos

Mundo · PaginasDigital
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21 abril 2009
Páginas Digital publica la intervención de Marta Cartabia, catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad de Milán, en el Encuentromadrid 2009, en la mesa redonda titulada "La cuestión religiosa en el ordenamiento jurídico actual".

La cuestión del "fundamento de los derechos fundamentales" es uno de los más espinosos que se pueda plantear un jurista. Somos hijos de una época que ha rechazado el derecho natural para reducir el derecho a puro positivismo jurídico: el derecho es lo que está escrito en las leyes.

Somos hijos de una época que ha rechazado la idea misma de naturaleza y que reduce todo el derecho a una expresión del poder y de la voluntad del legislador. Ésta es la herencia que hemos recibido del siglo XVIII y de la Ilustración. Según el positivismo jurídico, derecho es igual a leyes. Nadie, o casi nadie, en Europa habla de derecho natural. Incluso entre los expertos son pocos los que se ocupan de esta cuestión y los pocos que hay están relegados a una posición minoritaria.

Derechos inviolables 

Sin embargo, los acontecimientos históricos que han sacudido a Europa dramáticamente durante la primera mitad del siglo XX -guerras y dictaduras- han puesto en discusión ese modelo. ¿Cómo es posible hoy confiar en las leyes y en la voluntad del legislador si han sido las leyes las que han servido para secundar los más crueles actos de totalitarismo? Por ejemplo, en Italia el fascismo llegó al poder por vía legal, las leyes raciales eran leyes a todos los efectos, y así. Se hizo evidente que había que proteger a las personas y a la sociedad hasta de las leyes. El positivismo jurídico mostró toda su limitación.

Por eso, todas las constituciones después de la Segunda Guerra Mundial son rígidas y cuentan con un Tribunal Constitucional cuya tarea es garantizar algunos bienes indiscutibles incluso a pesar de las leyes. Los derechos garantizados por las constituciones valen más que las leyes y las leyes que quieran negarlos, anularlos o modificarlos son derogadas por los tribunales constitucionales. Además, muchas constituciones, como la italiana o la alemana, establecen que los derechos inviolables no pueden ser anulados ni modificados por las constituciones.

Es más: puesto que ya no se confiaba en los Estados, se aprobó la Convención Europea de los Derechos Humanos y la Declaración Universal de los Derechos Humanos para prevenir cualquier posibilidad de desamparo. Si un Estado no está en condiciones de proteger a sus ciudadanos, ahí está la tutela internacional.

Todo esto sucede justo después de la Segunda Guerra Mundial, entre 1948 y 1950. ¿Qué significado tienen la rigidez de la Constitución, la justicia constitucional, los límites a la revisión constitucional, la garantía internacional de los derechos si no es el de afirmar que los derechos humanos preceden en sentido ontológico, antes que histórico, a toda ley? Incluso si no quisiéramos volver a hablar de derecho natural, muchos institutos jurídicos vigentes en nuestros ordenamientos jurídicos sólo tienen sentido porque presuponene que los derechos humanos están antes que el derecho y que deben prevalecer aunque el derecho ya no los garantice. En cualquier caso, todos estos instrumentos son sucedáneos del derecho natural. Son intentos de evitar que los derechos de los hombres -y entre ellos sin duda la libertad religiosa- queden en manos del poder.

La esencia más profunda de los derechos humanos es la que expresa la declaración de independencia americana de 1776: "Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas, que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre éstos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad. Que para asegurar estos derechos, se instituyen gobiernos entre los hombres, derivando sus poderes justos del consentimiento de los gobernados. Que siempre que un sistema de gobierno llegue a destruir estos fines es derecho del pueblo alterarlo o abolirlo, e instituir un nuevo Gobierno, poniendo sus cimientos en tales principios y organizando los poderes de la forma que al pueblo le parezca más adecuado para garantizar la seguridad y felicidad".

O los derechos preceden al derecho -y entonces el gobierno y el poder están al servicio de la persona-; o los derechos son creados por el derecho -y entonces el gobierno y el poder pueden disponer de ellos a su gusto-. En esta alternativa se juega todo el destino de una sociedad.

En el discurso de Benedicto XVI en el Collège des Bernardins, en París el septiembre pasado, el Pontífice escribe un himno a la libertad religiosa y a su valor para la convivencia civil. Está ambientado en la época del ocaso del imperio romano y nos lleva a los orígenes de la cultura europea. Grave y severa es la situación social de la época histórica que describe. Grave y severa como la situación actual, que en esa descripción puede reflejarse fácilmente. Hoy, como entonces, estamos en una época de "gran fractura cultural provocada por la migración de los pueblos"; de "confusión en un tiempo en que nada parecía quedar en pie" y de "resquebrajamiento de las estructuras y seguridades antiguas".

En este contexto, el Papa no sólo afirma sino que muestra el renacimiento cultural de Europa, que se desarrolla en torno a lugares concretos repartidos por todo el continente: los monasterios. En el desolador panorama de una sociedad devastada por la barbarie, "los monasterios eran los lugares en los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se iba formando poco a poco una nueva cultura". No fue un proyecto de reconstrucción política y juridical lo que salvo a Europa, sino renuevos de vida nueva. Es a partir de realidades circunscritas -pero vivas- como se ha desarrollado gradualmente un renacimiento cultural que después llegó a todo el continente durante largas estaciones de prosperidad.

Esta dinámica muestra el valor civil que tienen los lugares humanos donde se expresa una auténtica libertad religiosa. Por esto, la narración del renacimiento de la civilización europea en torno a los monasterios contiene una invitación implícita a considerar con más atención el valor de la libertad religiosa en las sociedades actuales.

Hecho religioso 

Ciertamente, en la Europa unida y en algunos de sus Estados miembros, la libertad religiosa está garantizada: el fenómeno religioso no es perseguido del modo en que sucede en otras partes del mundo y la libertad religiosa aparece en todas las cartas de derechos, aunque no se la diferencia de la más genérica libertad de conciencia o de pensamiento. Aun así, el discurso del papa en los Bernardins podría sugerir una importante corrección para el modo habitual de entender esta libertad.

La interpretación actualmente más difundida y acreditada trata el factor religioso como un fenómeno estrictamente íntimo y privado, relativo a la esfera individual y a las preferencias subjetivas, que se puede expresar libremente sólo dentro de un espacio público secularizado. Libertad religiosa y secularización del estado se consideran como las dos caras de la misma moneda: por norma se entiende que la vida religiosa puede ser plenamente libre en la medida en que el estado permanezca totalmente ajeno al fenómeno religioso, esto es, secularizado. El factor religioso es protegido como un aspecto de la privacidad, de la vida privada del individuo, y -al menos en Europa- se convierte en un fenómeno molesto cuando pretende asomarse a la vida pública.

El tratamiento jurídico de los símbolos religiosos, como ha sucedido en la sociedad francesa -el estado laico por excelencia-, es la expresión más clara de esta concepción dominante: el principio de laicidad no soporta la exopsición de los ímbolos religiosos en los lugares públicos -el velo islámico, el crucifijo, la kippah, etc.- poqrue de otro modo se violaría la neutralidad del estado.

Con la secularización no se trata de separar la iglesia del Estado, sino de negar el valor público del hecho religioso. Heridos por las guerras de religión, marcados por la difusión de la religión de estado en la época de los totalitarismos, los países europeos tienden a considerar la secularización como un ingrediente indispensable para una auténtica democracia. El rechazo de la historia pasada ha dado paso a la expulsión del factor religioso fuera del espacio público y a su reclusión en la esfera de las preferencias subjetivas individuales.

Los observadores más atentos llevan tiempo demostrando cómo esta posición implica el riesgo de derivar hacia un estado no laico sino laicista, que tiende a ondear la bandera de una laicidad militante, no del todo neutral, sino empeñada en defender y difundir los valores laicos. La alternativa entre laicidad y religiosidad es de naturaleza binaria, por lo que parece, y no es compatible con opciones neutrales.

Por otro lado, las últimas reflexiones realizadas sobre el estado post-secular de Habermas o Böckenförde han señalado cómo del fenómeno de secularización persistente perpetrado en el siglo XX se deriva un evidente empobrecimiento de la vida social. La secularización ha tenido costes importantes en términos de ethos social y el vacío generado tiene hoy una urgente necesidad de ser colmado.

Ethos público 

El síntoma más evidente de esta necesidad creada por la secularización se da en la difusión de iniciativas directas de "educación en valores" que vuelven a ocupar el primer lugar en las aulas escolares. El mal que se quiere curar al recurrir a la educación en valores constitucionales es una debilidad ética de las jóvenes generaciones y de la sociedad en general. En España está la Educación para la Ciudadanía; en Canadá, un curso de ética y cultura religiosa; en Italia está pendiente de aprobarse la educación cívica. Estas formas de educación en valores civiles necesitan llenar con urgencia un vacío ético, espiritual y religioso creado por el "deconfesionalismo" de la sociedad.

También es significativa la reanudación, en el ámbito del pensamiento de la filosofía política más reciente, de las cuestiones de educación democrática y ética. Las propuestas e iniciativas de "educación en valores" que se reclaman como emblemas de una tendencia en acto tienen que rendir cuentas con dos tipos de problemas.

El primero es el riesgo de una vuelta a la ética de estado, algo que ciertamente nadie desea. Inspirados en valores constitucionales y derechos universales, estos programas educativos intentan reconstruir un tejido de integración en las sociedades contemporáneas, fuertemente fragmentadas y peligrosamente expuestas a factores erosivos. Sin embargo, educar en valores es extremadamente delicado, se puede insinuar una lamentable operación de condicionamiento cultural, tanto más insidiosa por estar realizada por instituciones públicas. Desde este punto de vista, el baluarte de la objeción de conciencia y la consiguiente posibilidad de quedar exentos de estas enseñanzas públicas de educación cívica y ética son derechos que no pueden menospreciarse, como afirmó hace poco el Tribunal Supremo español.

El segundo peligro es en cierta medida opuesto al primero. Pensar que se reconstruye el ethos público enseñando los valores civiles en los pupitres puede ser ilusorio. Educar no equivale a enseñar. La Europa de hoy está más necesitada de virtud práctica que de valores proclamados. Como nos recuerda la cultura clásica, el ethos público necesita lugares donde la virtud pueda ser practicada, más que impartir asignaturas curriculares. Educar la sustancia moral de las personas requiere de lugares sociales ma´s que de materias: por eso en la tradición del liberalismo americano, siguiendo las huellas de Tocqueville, se valoran las realidades comunitarias presentes enla sociedad donde se experimentan "formas de vida nueva" y que constituyen "viveros de virtud cívica".

La historia del monaquismo descrita por Benedicto XVI en el discurso a los Bernardins muestra quelos monasterios son esto: lugares de renacimiento espiritual, cultural, social y económico, para beneficio del continente entero. Se trata de comunidades, pequeñas o grandes, donde se regenera lo humano. En este sentido, el discurso de Benedicto XVI nos muestra el valor civil de la libertad religiosa: los lugares sociales y humanos donde se expresa una auténtica experiencia religiosa pueden ser preciosos tesoros para toda la sociedad. No se trata sólo de sitios apartados, aislados, más o menos felices para quien vive en ellos, sino puntos de renacimiento para todos.

Patrimonio de libertad 

Pero, ¿cómo pudo suceder que precisamente en los monasterios, donde se desarrolla una vida religiosa totalizante, pueda renacer una civilización? ¿Cómo es posible que precisamente aquéllos que estaban dispuestos a dejar a sus espaldas la vida mundana fueran el origen del renaimiento de la sociedad civil?

Los monjes no intentaron refundar la civilización europea, explica el papa, simplemente buscaban a Dios, quaerere Deum:  "querían dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre, encontrar la Vida misma". Y de esta búsqueda de lo que vale y permanece, de aquello que dura y resiste a la intemeperie social y de esta capacidad de mirar más allá de la desoladora realidad renació la cultura europea en todos sus aspectos: música y arte, gramática y linguistica, incluso los trabajos manuales, la agricultura y la producción artesanal. En todo el discurso el Pontífice muestra cómo la búsqueda de Dios, lejos de separar a los monjes del contexto historico que vivían, les lanzaba hasta el corazón de lo humano: "precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas".

Proteger y valorar la libertad religiosa, sus lugares físicos, pero sobre todo sus lugares humanos y sociales, no significa otorgar un obsequio a los valores espirituales, sino salvaguardar un patrimonio del que se puede beneficiar toda la sociedad. Un estado auténticamente laico que tiende al renacimiento civil tiene que dar espacio a aquellas realidades donde la búsqueda de lo que permanece devuelve su valor a cualquier expresión humana.

Los ámbitos sociales en que se expresa la libertad religiosa, por tanto, no son lugares oscuros y cerrados a los que mirar con sospecha -como parece a veces en algunas normativas europeas-, sino realidades vivas que merecen toda la atención y simpatía de quienes tienen la responsabilidad del bien común.

Tomar en consideración este valor exige repensar profundamente nuestro modo de entender la libertad religiosa. El teorema más difundido, según el cual una democracia en más auténtica cuanto más ignora la dimensión religiosa de sus ciudadanos, tiene que discutirse a la luz del hecho de que las expresiones auténticas de la dimensión religiosa presentes en la sociedad son un patrimonio de todos, creyentes y no creyentes.

Marta Cartabia es profesora de Derecho constitucional en la Universidad de Milán

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