Libertad es también igualdad de oportunidades

Editorial · Fernando de Haro
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30 mayo 2021
Érase una vez un país muy grande, en realidad era casi un continente. Ese país tan grande todavía no era independiente del Reino Unido. Allí nació un niño bengalí al que llamaron Amartya Kumar, luego conocido como Amartya Sen.

Estudió pronto en Cambridge, donde despuntó. Vivió las tragedias de la II Guerra Mundial y de la terrible partición de la India. Pero quizás lo que más le marcó fue ser testigo en su infancia de una hambruna que se llevó por delante a tres millones de personas. Quería saber las causas y las consecuencias de lo que había visto. Y esa curiosidad fue la que le llevó a descubrir que el hambre no era solo un problema económico, tenía que ver con la falta de acceso a los alimentos, la falta de educación y de cobertura sanitaria, en definitiva la carencia de oportunidades.

Sen, que ya recibió el Nobel, ha sido galardonado este año con uno de los premios Princesa de Asturias. Ha sido un reconocimiento oportuno, ahora volvemos a sufrir una crisis, ahora que la palabra libertad vuelve a reivindicarse después de las muchas restricciones que hemos sufrido.

Las teorías de Sen han sido fundamentales para ayudar a entender el desarrollo no solo como una cuestión económica. Es, de hecho, uno de los autores del Índice del Desarrollo Humano (IDH) que desde hace 30 años utiliza Naciones Unidas. El IDH tiene en cuenta, además del PIB, otros factores como la esperanza de vida o la calidad de la educación.

Frente a las simplificaciones que siguen circulando y que retornan cada vez que sufrimos una recesión, una de las aportaciones más interesantes del indio se refiere a los motivos por los que tomamos decisiones. Las decisiones no solo están basadas en razones egoístas, en el deseo de alcanzar el bienestar privado. Ese no es el exclusivo motor económico que genera mercados perfectos y prosperidad gracias a una mano invisible. Hay decisiones que no se guían por intereses individuales: hay bienes públicos. El egoísmo universal no es una premisa necesaria para comprender y organizar una vida común racional. Después de más de un año de pandemia, cuando se nos ha hecho evidente que el nacionalismo de las vacunas no es suficiente para volver a empezar, quizás sea oportuno recordar qué nos mueve.

En este momento, con un presupuesto como el presentado por Biden, con el mayor gasto público de la historia y con el Fondo Next Generation en marcha, es difícil no ver la importancia del Estado y de entes supranacionales como la UE para salir del agujero en el que nos ha metido la pandemia. Pero esa intervención complementaria al mercado puede convivir con una mentalidad individualista.

Sen ayuda a superar el economicismo para comprender qué factores integran una “sociedad buena”, una sociedad desarrollada. También ayuda a superar cierta concepción demasiado unilateral de la libertad, entendida simplemente como libertad negativa, como el respeto del Estado a los derechos fundamentales. Esa libertad es esencial, sin duda. Y no hay que olvidarla después de que en los últimos meses se haya defendido el modelo chino o ciertas fórmulas asiáticas poco democráticas. Sen deja claro que un régimen que suprime derechos políticos y humanos no fomenta el desarrollo económico. Juicio esencial ahora que se extiende la Nueva Ruta de la Sede o que algunos ven en Rusia un buen aliado.

Pero la libertad real, no abstracta, tiene una dimensión positiva, está ligada a las oportunidades reales. La libertad está vinculada a las capacidades efectivas de las que disponen las personas para alcanzar sus objetivos, para alcanzar una vida buena. Si de la crisis volvemos a salir con menos oportunidades laborales para los jóvenes, con peores contratos, con una bolsa grande de parados de larga duración que no han podido reciclarse en la economía digital, saldremos menos libres. Libertad e igualdad de oportunidades están indisolublemente unidas.

Cuando la recuperación económica se concrete, volveremos a contar con los niveles de renta media o de producción de los que disfrutábamos antes de que llegara el virus. Pero tendremos también que reconquistar, y si es posible mejorar, las oportunidades reales que tenía el mundo y Europa antes de la pandemia para hablar de mercados realmente eficientes. Y esas oportunidades dependen de bienes públicos como la sanidad, la educación o el medioambiente. La mejora de la vida social no se puede medir solo en términos de PIB.

La lucha contra el estatalismo, siempre necesaria, no puede comprenderse a estas alturas como el reclamo de que haya menos Estado. Más bien habría que exigirle al Estado, en su necesaria intervención para favorecer la igualdad de oportunidades, que sea eficiente, que no sea confesional –que no imponga un modo de ver las cosas– y que sea subsidiario de quien facilita la equidad.

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