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Liberación: ninguna pulsión antimoderna

Editorial · Fernando de Haro
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8 abril 2018
No hay por qué negarlo. Han vuelto las viejas cadenas. Cadenas gastadas, simples. 50 años después de que el deseo de liberación se impusiera como criterio único (68), la fuerza de múltiples poderes se ha incrementado. Un buen ejemplo es la guerra comercial entre Estados Unidos y China, episodio de rancio nacionalismo. Lo extraño es que el fracaso del deseo de liberación sirva para descalificar, como si fueran lo mismo, la aspiración de mayor libertad con los métodos utilizados para conseguirla y los resultados obtenidos. La pulsión antimoderna no distingue.

No hay por qué negarlo. Han vuelto las viejas cadenas. Cadenas gastadas, simples. 50 años después de que el deseo de liberación se impusiera como criterio único (68), la fuerza de múltiples poderes se ha incrementado. Un buen ejemplo es la guerra comercial entre Estados Unidos y China, episodio de rancio nacionalismo. Lo extraño es que el fracaso del deseo de liberación sirva para descalificar, como si fueran lo mismo, la aspiración de mayor libertad con los métodos utilizados para conseguirla y los resultados obtenidos. La pulsión antimoderna no distingue.

La insistencia, el tiempo y la energía que se dedican a analizar y denostar los rasgos de la cultura de la post-liberación (género, liquidez, etc.) son inversamente proporcionales a la capacidad de rescatar el deseo de libertad que renace una y otra vez, y de emprender caminos nuevos. La pulsión antimoderna, blandiendo los fracasos de la Ilustración y del 68, quiere rescatar el viejo temor al deseo (la hibris tiene que ser conjurada). Quiere hacernos creer que hay algo de peligroso en convertir la libertad -la crítica subjetiva, la satisfacción, el camino de cada uno- en criterio. El nuevo miedo a la libertad y al sujeto es parte de la crisis, del problema, no de la solución.

Vamos con el ejemplo de la guerra comercial. Si Estados Unidos y China acaban imponiendo aranceles por valor de 50.000 o 100.000 millones de dólares se produciría un desastre. Se rompería el difícil equilibrio que permite un sistema de colaboración entre las dos principales economías del planeta (China exporta al Tío Sam, Estados Unidos financia al Gigante Asiático). Estamos al borde de una gran catástrofe porque buena parte de los estadounidenses y de los chinos están dispuestos a satisfacer su deseo de liberación en el nacionalismo low cost de Trump y de Xi Jinping. Trump sabe que se juega su futuro en las elecciones de noviembre. Por eso, en contra la de élite republicana, está dispuesto a alimentar esa sustitución de las aspiraciones existenciales de buena parte del electorado estadounidense por un buen chivo expiatorio. Los chinos son los culpables de la decadencia porque venden a los americanos lo que antes les han robado, asegura el karma nacionalista. Del otro lado, lo mismo. Los pasos dados por Xi Jinping para consolidarse como el nuevo Mao hubieran sido imposibles sin la exaltación que habla mañana, tarde y noche de un país fuerte, líder mundial. El verdadero rostro del comunismo-capitalismo también es nacionalista. No habría guerra comercial sin manipulación antropológica, si el nuevo poder no ofreciera libertad a cambio de banderas.

Nadie lo niega ya. La Ilustración ha fracasado. Pero como solución, no como aspiración. Porque el deseo de universalidad es inextirpable. Y porque la laicidad, una vez que entró en la historia, se ha mostrado más conveniente que todas las teologías políticas que confunden Iglesia-Estado. El siglo XXI de momento está siendo un siglo muy religioso y las teologías políticas de la confusión han vuelto con fuerza.

El 50 aniversario del 68 no va a permitirnos lucir muchas victorias sobre el “hombre unidimensional”. Pero eso no resta un milímetro al deseo de autenticidad de aquellos universitarios y no universitarios que protestaron contra una tradición que se había reducido a formalismo. La generación de postguerra, que en ese momento estaba al frente de Europa, no podía entender qué estaba sucediendo. Habían levantado, con grandes esfuerzos, una nueva casa en el Viejo Continente. Los valores ilustrados, rescatados tras el horror del totalitarismo, estaban de nuevo vigentes. La alianza entre el liberalismo, la socialdemocracia y la tradición cristiana había levantado el hogar más confortable y próspero de la historia. Hace 50 años a esa generación se le dijo que la casa estaba vacía, fría, que no había quien viviera en ella. Los valores que la amueblan eran gélidas piedras de museo. La advertencia sigue en pie.

Urge decirlo todo. El anhelo de liberación se levantó frente a una tradición que había dejado de serlo, momificada en un moralismo asfixiante y con unas instituciones democráticas desligadas de la base. No podemos volver a recurrir solo a palabras de orden, a soluciones sin carne y sangre, a enunciados. El deseo sigue donde estaba. ¿En nombre de qué tenemos que renunciar a ser modernos?

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