Leyendo a Josep Pla: los excesos del romanticismo

Cultura · Antonio R. Rubio Plo
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19 octubre 2017
No sé si en la Cataluña actual, o en la que aspiran a construir los independentistas, se seguirá leyendo a Josep Pla, pero mi respuesta tiene que ser negativa porque no es un escritor cómodo para quienes supeditan su existencia a una política en que la racionalidad brilla por su ausencia. A estos les resulta fácil tacharlo de conservador, cuando en realidad el escritor ampurdanés huyó de todo encasillamiento, incluso literario. El sentido del humor, que en Pla llega a ser socarronería, se da de bruces con formalismos postizos y engolados, bien sean de la política o de la cultura. ¿Qué habría pensado de los acontecimientos de la Cataluña de hoy?

No sé si en la Cataluña actual, o en la que aspiran a construir los independentistas, se seguirá leyendo a Josep Pla, pero mi respuesta tiene que ser negativa porque no es un escritor cómodo para quienes supeditan su existencia a una política en que la racionalidad brilla por su ausencia. A estos les resulta fácil tacharlo de conservador, cuando en realidad el escritor ampurdanés huyó de todo encasillamiento, incluso literario. El sentido del humor, que en Pla llega a ser socarronería, se da de bruces con formalismos postizos y engolados, bien sean de la política o de la cultura. ¿Qué habría pensado de los acontecimientos de la Cataluña de hoy?

Hombre de experiencias vitales y literarias, Josep Pla no habría necesitado de la formación de un jurista o de un politólogo para dar su punto de vista sobre la situación en su tierra catalana. Nos basta con releer algunos párrafos que escribió sobre el romanticismo, y que resultarían incómodos hoy en día, pues parecen escritos por alguien que no aprueba que el sentimiento sea elevado a la categoría de la religión: “El temperamento romántico implica dar más importancia al sentimiento que a la inteligencia, al instinto que a la prudencia. El romanticismo vive en un mundo hecho a su medida… El romántico, ciudadano de un mundo que no existe, tiene, en el mundo en que vive, un disgusto diario porque las cosas difícilmente se adaptan a sus deseos”. Basta con sustituir romanticismo por nacionalismo, sea del signo que sea, para comprender la clave de muchas cosas que están pasando. Y se llega además a una serie de conclusiones: el romanticismo, en todo lo que tiene de fantasía y de exaltación desorbitada de la imaginación, es forzosamente un movimiento antiintelectual, pone entre paréntesis a la razón y se deja llevar por el sentimiento hasta extremos irracionales. Eso no le podía gustar a Pla, que no creía ni en los porvenires gloriosos ni en esa insensata vulgaridad, atribuida a Stalin o a su apologista, el periodista Walter Duranty, de que para hacer una tortilla hay que romper necesariamente los huevos. No podía creer, ni muchos menos, en que las perturbados de hoy serán los prudentes gobernantes del mañana. No podía creer en los males necesarios que hay que padecer estoicamente, casi con los ojos vendados, para acomodarse en un futuro paraíso.

Pla identifica el romanticismo con la juvenil carencia de concreción. Hay que coincidir con el escritor en que el romanticismo se mueve a gusto en la inconcreción, y no estaría satisfecho si contemplara algún tipo de planificación del porvenir. Sería como matar la imaginación en la que se mueve. Concretar le resulta violento, pues es como si le privaran de su libertad. Con buen sentido, Josep Pla se pregunta qué puede construirse sobre la vaguedad. Se diría que ese romanticismo ha perdido deliberadamente la brújula y no desea recuperarla.

Pero lo sorprendente es la consideración del escritor de que romanticismo y revolución son términos intercambiables, y escribe esta frase que hoy resultaría escandalosa: “La revolución es un esfuerzo por mantener en el centro de la historia lo que de más vulgar tiene el espíritu juvenil”. Se ve que Pla tiene mucho de escéptico y no extraño que le gustaran los ensayos de Michel de Montaigne, y apreciara una de sus citas, la de que la vida es ondulante. Le parecía una observación muy acertada contra fanatismos o dogmatismos. En efecto, la vida es cambiante y las posturas rígidas son un camino abocado a la frustración.

No hace falta que sustituyamos romanticismo por nacionalismo para entender por qué Josep Pla no figura en el panteón nacionalista. Todo espíritu libre e independiente resulta incompatible con los sarcófagos.

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