Levantar vida con palabras

Cultura · José Jiménez Lozano
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6 junio 2017
El escritor José Jiménez Lozano recibía hace unos días el Premio Libros con Valores de la Fundación TROA por su obra “Se llamaba Carolina” (Ediciones Encuentro). Publicamos el discurso que pronunció con motivo de la entrega del galardón.

El escritor José Jiménez Lozano recibía hace unos días el Premio Libros con Valores de la Fundación TROA por su obra “Se llamaba Carolina” (Ediciones Encuentro). Publicamos el discurso que pronunció con motivo de la entrega del galardón.

Al felicitarme por este Premio TROA un amigo me escribía un día de éstos: “Se llamaba Carolina” tiene algo de viaje a un mundo que ya no existe, pero que existió y no sabíamos que desaparecería y un poco también la historia de dónde los hombres buscamos refugio ante la traición y para comprender nuestra inhumanidad”.

Está muy bien lo que dice mi amigo, y ya matizaremos él y yo este mensaje, que se parece tanto a una nota del Diario de Roland Barthes en relación con la escritura de la que hablaba en clase. Ésta le fatigaba, anota, y la de Chateubriand, que abría en cuanto llegaba a casa para abrir también la puerta al descanso, le daba satisfacción y la alegría. Así que también, en cierta manera, era un viaje, pero sabía muy bien cuál era el destino y por qué volvía a hacerlo cada día, huyendo de la escritura de aula que le afligía o desarmaba interiormente.

Imaginen ahora al investigador de una escritura casi desconocida, cuya materialidad cuesta lo suyo entender, que se encuentra con una pieza arqueológica tras el trabajo de pico y pala —no de teorías hermenéuticas— y que resulta ser una carta comercial o familiar. Se reconoce inmediatamente una escena cotidiana de cuatro mil años antes, y le produce alegría porque experimenta la conciencia de una igualdad de naturaleza entre aquella escena de vida y nuestro vivir propio hasta en los pequeños detalles de nuestros sentidos, y esto quiere decir que, en este viaje de miles de años, no se ha perdido nada sustancial. Y pienso al recordar esto que, al margen de la muy delicada teoría de valores, lo que parece quererse significar con esta denominación de valores humanos es que éstos, que son los mismos desde que el hombre es hombre, y que por esto también se nos está invitando e imponiendo con escondida coerción a un cambio radical del ser hombres, y esto cuando estamos viendo con nuestros propios ojos varias generaciones de quienes hasta ahora hemos tenido por hombres: la vieja humanidad recién salida de Auchswitz y Kolymá. Y que no ha sido ni rozada por las sucesivas crisis intelectuales, religiosas y morales, por la simple razón de que al menos una minoría de millones de esa humanidad no se ha sentido obligada a tomar parte de esas crisis, porque nadie lo está, pero sí ha sido el material usado en ellas, y ha corrido con sus gastos y sus consecuencias porque, como decía Albert Camus, éstas nunca afectan a quienes formulan esas grandiosos proyectos y metamorfosis.

Así las cosas, entiendo que lo que se ha premiado en este mi libro, “Se llamaba Carolina”, es simplemente que sea una historia de hombre, aunque lo notable en este asunto es que estas historias de hombre y el simple hecho de narrar como a uno le parece y no bajo los cánones de la extinta modernidad ya no deben ser posibles. Esto es lo que hacía lamentarse a Walter Benjamin de que ya no había nada que contar, y a Flannery O´Connor a denunciar que nuestro mundo moderno odiaba la narración, o al señor Fukuyama que no habría ya más relatos porque la historia estaba ya consumada y solamente se trataba de que esa gloriosa consumación llegara a todos los países de la tierra. De manera que el señor Ignatieff, un teórico más de los nuevos tiempos de hace treinta años, razonaba que sería un sinsentido, entonces, contar historias antiguas o de gentes sencillas, pobres, de campo y no ilustradas, ni con alta conciencia histórica.

Pero allí seguían estas gentes rurales o urbanas, y más altas o más bajas en la instalación social, y en medio de la plenitud moderna, contándose historias de hombres felices y esperanzados, y yo las he escuchado y sigo haciéndolo, verdaderamente fascinado. El problema es acertar o haber acertado a contarlas. Los valores humanos o del ser hombres, tal y como fueron entendidos —pongamos desde Sumeria hasta hoy— no es que estén en peligro o se hayan desahuciado en buena parte en el Occidente digamos liberal, sino que también ocurrió esto en el territorio del socialismo real, tal y como lo expresa la gran escritora de la Alemania del Este Christa Wolf, naturalmente porque todos hemos sido amenazados y heridos o cegados como con bolitas de colores, incluso si ya estábamos avisados.

Nadie menos que William Faulkner, en el discurso de recepción del Premio Nobel en 1949, expresó, el primero, el trasfondo real y nada académico de la literatura al margen de la especialidad crítica, y dijo: ”Actualmente nuestra tragedia es el haber experimentado por tanto tiempo un miedo físico universal y generalizado que apenas nos es dado soportar. Ahora ya no existen problemas del espíritu, y la única pregunta que se plantea es: ¿en qué momento voy a desaparecer? Y por esto es que los jóvenes que ahora escriben se han olvidado de los problemas del alma humana en conflicto consigo misma, problemas que solamente ellos pueden generar la buena literatura, pues sólo de estos asuntos es de lo que vale la pena escribir, lo que justifica la zozobra y la extenuación.

El escritor debe ponerse en contacto nuevamente con estos conflictos; darse cuenta por sí mismo de que lo esencial de todas las cosas es experimentar temor; y, una vez que haya asimilado esto, borrarlo de su mente para siempre sin dar cabida a nada en su taller, salvo a las antiguas verdades universales de otros tiempos que, cuando están ausentes, hacen de cualquier historia algo efímero y vano: el amor y el honor, la piedad y el orgullo, la compasión y el sacrificio. En tanto el escritor no proceda de esta manera, trabaja como bajo un anatema… Sus congojas no se abatirán sobre osamentas universales, no dejarán cicatrices tras de sí. No será a partir del corazón como escriba, sino de las glándulas. En tanto no aprenda de nuevo esto, escribirá como si estuviese perdido, entre la multitud, observando el fin del género humano”.

Así me parece que son las cosas, pero no quiero ser el observador del fin del hombre que los mistagogos hoy manejan; y de nada podría estar más satisfecho que de que el nombre de literatura de valores a los que alude el discurso folkneriano y entraña la razón de este Premio TROA tenga que ver algo —y mejor mucho— con mi escritura y con otras, y que en esta novela, ”Se llamaba Carolina”, haya al menos un aroma de esos valores.

Porque, por lo demás, podría contestar con toda humildad, pero también seguridad absoluta para tranquilizar a Walter Benjamin, que, como dije antes, se quejaba de que ya no hay nada que contar, mostrándole que se sigue contando como en las solanas y los fuegos del tiempo de Homero, y que, por encima del horror y del sufrimiento humano, e incluso de lo demoniaco de la banalidad, siempre se espera una mañana después de tantas noches que tiene el mundo —“et non paucas” decía el abad de Claraval—, y algo podemos y debemos hacer para esperarla.

Un escritor es sólo el eslabón de una cadena de narradores y celebradores de la hermosura del mundo y de la pequeñez y la grandeza humana, y a veces acierta a contar algo cuando se le pregunta: “¿Y luego qué pasó? Cuéntamelo otra vez”. Porque la humanidad no es cualquier cosa, y su esperanza y su alegría tampoco, y no se acaba nunca de contarlas. Y literatura es exactamente levantar vida con palabras, y el escritor pocas veces puede saber si esto llega a conseguirlo o al menos es un intento valedero, y por eso un premio debe ser agradecido. Supone una atención a la escritura y a la historia que se cuenta y luego una elección y una deferencia, y el que lo recibe no tiene nada en las manos, solo un agradecimiento sincero por la pura gratuidad con que se le ha concedido.

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