Las nuevas hijas de Sheshan
Cindy tiene 26 años. Menuda, anda siempre con prisa y siempre tiene frío. Cindy solo guarda un par de zapatillas en el armario de su cuarto, no le cabe mucha ropa. Comparte piso, comparte habitación y hasta comparte cama en un apartamento de Shanghai. Cindy tiene el pequeño trozo de pared que le corresponde lleno de imágenes religiosas. Hoy está haciendo su primera visita a Sheshan, el santuario de referencia del catolicismo chino.
Sube casi corriendo la empinada cuesta que llega hasta la cima. Se detiene a rezar ante algunas imágenes. Escucho su relato en la única colina que hay cerca de Shanghai. El lugar escogido para erigir el santuario es un remanso de paz. A unos kilómetros queda el paisaje urbano de la gran ciudad, duro, comercial, competitivo. Aquí todo es verde. A los peregrinos les reciben unas abuelucas que se ríen mucho y que vende fresas, algunas verduras y los famosos huevos del té. Tras la primera ascensión, tres imágenes, las de María, José y Jesús. Ante cada una de ellas se detienen los devotos: cantan, rezan el rosario, piden confesión. Es el nuevo mundo al que pertenece Cindy. Más arriba, la basílica. Fue aquí donde se refugiaron muchos durante la persecución de la Revolución Cultural.
Cindy nació en una ciudad pequeña del sur, en una familia pobre. Sus padres se dedican a vender fruta. Ni siquiera en un día tan señalado como el de comienzo de año dejan de trabajar. Ha estudiado comercio internacional y habla francés e inglés.
En su casa no saben qué es el cristianismo. Cuando les anunció que se iba a bautizar le preguntaron por qué había escogido un Dios occidental. Le recordaron que hay muchos dioses orientales para quien siente algún vacío en su vida.
“La primera vez que oí hablar del cristianismo fue en una película estadounidense. La protagonista era una católica que se iba a confesar por haber engañado a su marido. No se confesó solo una vez. Fue dos veces y allí estaba el cura la segunda vez. ¿Cómo es posible eso?, me pregunté”, relata. Después de su primer encuentro a través del cine Cindy buscó cristianos y la casualidad hizo que entrara a trabajar con el que ahora es su padrino, un francés con el que se enseguida le unió un estrecho lazo. “Hablábamos de todo, comíamos juntos, empezamos una amistad”, cuenta. Después vino el catecumenado.
“Una noche vi un episodio de la serie Anatomía de Grey. Es el capítulo en el que uno de los protagonistas se muere. Para mí la mujer de ese personaje lo tenía todo: un marido que le quería, hijos. Estuve toda la noche sin dormir. Y al levantarme pensé que no podía entregar mi amor a alguien que se muriera, entonces pedí el bautismo”, me cuenta la joven. No le pregunto si sabe que es lo mismo que le pasó a Francisco de Borja, porque Cindy no conoce al santo jesuita.
“En la universidad hablábamos a menudo de lo que podía llenar de sentido nuestra vida, del dinero, de casarnos, de los hijos, pero siempre aplazábamos el problema”, me sigue contando.
Volvemos con Cindy en metro. Ella se baja antes que nosotros. Queremos grabar el Bund, el gran barrio financiero de altos rascacielos, de noche, con las luces que los adornan. Y me acuerdo, al verlos, de lo que se preguntaba Plá cuando visitó Nueva York: “¿Quién paga todo esto?”. El Shanghai del lujo desmedido, asiático, no le ha bastado a Cindy.
Volveremos algún día más a Sheshan y acabaremos en comisaría. Algo que ya se está convirtiendo en una costumbre. Nos preguntarán por qué hemos estado dos veces en el santuario y nos mostrarán en minutos cómo habían grabado el momento en el que hablábamos con Cindy. Todo queda grabado en China, todo puede ser localizado en minutos por el Gobierno. Pero eso no impide que una joven al ver en una película a un cura confesando encuentre la fe.