Las leyes, el cristiano y el cómo

Mundo · Fernando de Haro
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9 marzo 2016
¿Qué hubiera sucedido si San Pablo en el Areópago hubiese intentado explicar a los atenienses que la esclavitud que sostenía su sistema económico no era justa o que sus costumbres bisexuales eran inadecuadas?

¿Qué hubiera sucedido si San Pablo en el Areópago hubiese intentado explicar a los atenienses que la esclavitud que sostenía su sistema económico no era justa o que sus costumbres bisexuales eran inadecuadas?

La relación con la cosa pública, la ley y el poder, está en la naturaleza del cristianismo. Nació como un acontecimiento de la historia y esa relación solo puede ser enfocada históricamente. En cada momento, según cuáles sean las circunstancias. Los problemas de comienzo del siglo XXI no se parecen a los del siglo I, pero tampoco a los de hace pocos años. En la era de la globalización, en la que la comunidad católica y otras comunidades cristianas están difundidas por todo el planeta, conviene distinguir al menos tres situaciones bien diferentes. En cada una de ellas se hace urgente, como en los últimos XX siglos, que el contenido cristiano y el método cristiano vayan a la par: también en política es necesario que lo que se afirma coincida con la forma que le es propia (testimonio ofrecido a la libertad). El cristianismo no solo afirma una verdad sino cómo acceder a ella.

Sin progreso continuo

La primera situación se produce a la hora de intervenir, juzgar, promover u oponerse, en su caso, a leyes y normas. El cristianismo, cuando es fiel a su experiencia original, genera una “inteligencia de la realidad” (Benedicto XVI) que puede llegar hasta el derecho. Muchos de los que ahora reconocemos como mínimos éticos compartidos por todos (igualdad y libertad por ejemplo), consagrados en el derecho positivo, no lo fueron durante muchos siglos. Solo una experiencia cristiana sostenida en el tiempo permitió la abolición de la esclavitud (1865 en Estados Unidos y 1886 en España), 18 siglos después de que San Pablo devolviese el esclavo Onésimo a su dueño Filemón con el ruego de que lo tratara como hijo.

Pero la historia, ya lo sabemos, no funciona con la ley del progreso continuo. Y muchas de las evidencias que la experiencia cristiana hizo posibles se han mustiado al tiempo que perdía vigor e incidencia la planta de que la colgaban como frutos. Y así bienes como el matrimonio estable, el significado de la identidad sexual, la conveniencia de contar con un padre y una madre para educar y criar a los hijos o el valor de la vida cuando se sufre, en muchos casos, no se reconocen como tales. Nos parecía natural que hubiera estima por ellos y que el derecho los tutelara. Y ahora sabemos que hace falta algo extraordinario, gracia lo llamaban los antiguos, para mantener en pie lo ordinario.

Esta situación plantea dos preguntas sobre el cómo que no tienen fácil respuesta: ¿cuándo es conveniente que la ley tutele lo que no es reconocido libremente como un bien por la mayoría?, ¿qué criterio de oportunidad debe regir y equilibrar la posibilidad de anunciar lo esencial del cristianismo con la sana aspiración de que las leyes reflejen las consecuencias antropológicas y morales de la fe? La última de las dos cuestiones surge porque también aquí hay un posible conflicto.

La primera pregunta recorre el pensamiento y la praxis política de la edad contemporánea. La revolución americana, como explicó Arendt, solo institucionalizó lo que ya había adquirido la conciencia del pueblo. Los padres fundadores se empeñaron en que la Constitución fuera aceptada por todos los Estados antes de proclamarla. La revolución francesa, por el contrario, pretendió imponer ideas sobre el progreso aún no conquistadas por la experiencia. El método estadounidense parece más conforme con la estima que el cristianismo tiene por la libertad (reformulada en la Declaración Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II). Eso no significa, como supo comprender el derecho constitucional de la segunda mitad del siglo XX, que la democracia sea solo la expresión de la voluntad popular. Y que la voluntad popular sea solo la voluntad de la mayoría. La democracia se fundamenta también en los derechos humanos. En el mundo del derecho público se discute precisamente en este momento cómo, dentro del sistema jurídico, se puede legitimar que la voluntad popular del pasado puede limitar el presente a través de los cauces constitucionales. Los cristianos no pueden sustraerse a esta discusión. Más aún cuando la modernidad les ha hecho recuperar algo que estaba en su código genético: que el acceso habitual a la verdad es a través de la libertad. También en política.

Hasta no hace mucho, especialmente en el mundo occidental, era difícil imaginar que fuera necesario establecer una jerarquía entre el anuncio del acontecimiento cristiano y sus consecuencias. Pero hemos vuelto en cierto modo al principio. ¿Hubiera sido oportuno que San Pablo se hubiese presentado en el Areópago subrayando la necesidad de liberar a todos los esclavos o abolir los amores homosexuales? El de Tarso habló del Dios desconocido al que invocaban los esclavistas y nada heterosexuales atenienses. A lo que no renunció fue a anunciar la resurrección. Con dificultad llegó al final, si hubiera comenzado por las consecuencias no habría podido abrir la boca. Hicieron falta tres siglos y mucha sangre para conquistar la libertad, más de 1800 años para conquistar la igualdad.

Libertad para todos

Una segunda situación, que se da especialmente en Occidente, es el conflicto entre las dimensiones sociales del ejercicio de la libertad religiosa y otras libertades o bienes que, a juicio de los gobiernos, es necesario tutelar. No faltan ejemplos. La Ley Stasi (2004) prohíbe en Francia los símbolos religiosos en lugares públicos para buscar la neutralidad. En 2007 el Gobierno Blair quiere obligar a católicos y anglicanos a entregar a parejas homosexuales a niños acogidos en sus centros. Obama quiere también obligar en 2010 a los hospitales católicos a utilizar métodos contraceptivos no aceptados por la Iglesia. Los conflictos aumentan porque la cosmovisión cristiana es cada vez menos compartida. El desafió en este campo es grande. La libertad religiosa incluye la creación de obras que permitan actuar conforme a la visión del mundo que se tiene. Nadie puede ser obligado, y menos en su casa, a actuar contra su conciencia. A menos que esa actuación conculque el orden público u otro derecho fundamental (así lo reconoce el artículo 16 de la Constitución Española del 78 y la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1982). La frontera no es clara. Los sijs en Londres argumentaron en su momento que no podían usar casco mientras conducían una moto porque el turbante era una expresión de su fe. Se les indicó que el orden público no podía suspenderse y que podían trasladarse en metro. La objeción de conciencia cada vez será más frecuente y tendrá que ser regulada con precisión, la personal y la colectiva.

El cómo aquí es también decisivo. La mejor tradición católica no ha reclamado libertades para garantizarse una cuota social (en este caso de minoría mayoritaria), para construir sinagogas o para tratar de mantener una hegemonía perdida. Ha ejercido “católicamente” esas libertades: en visible beneficio de todos, con pasión y con amor por el camino que cada uno hacía. El cómo es en este caso ayuda al otro para que sea más el mismo.

La tercera situación se da en los lugares en los que los bautizados tienen dificultades para ejercer el aspecto más elemental de la libertad religiosa. Una dimensión reconocida en el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y en el Pacto Internacional de Desarrollos Civiles y Políticos (1976). La libertad de creer, de manifestar lo que se cree y de cambiar de religión no está tutelada de un modo adecuado, a pesar de ser un derecho fundamental, en muchas regiones del planeta. Las leyes anti-conversión vigentes en la India desde los años 30 del pasado siglo; la discriminación que sufren los dalit (los parias) por abrazar el cristianismo en la mayor democracia del mundo; las leyes puestas en marcha en 2000 y 2001 para que la sharia también afecte a los cristianos en los Estados del norte de Nigeria; o la interpretación de la Ley de la Blasfemia aprobada en Pakistán por el general Zia en 1986; así como el brutal edicto del Daesh de agosto de 2014 en Mosul son ejemplos de una coerción extrema. El proyecto de resolución del Parlamento Europeo 2015/2661 ha recordado que, según la OSCE, al año mueren 150.000 cristianos por el hecho de serlo. Las situaciones que han provocado esta “gran persecución” son muy diferentes, todas ellas indeseables. No han sido suficientemente condenadas ni combatidas. Pero prácticamente en todas ellas vibra un cómo (martirio, perdón, fidelidad), excepcional en la historia, que plantea una pregunta sobre su origen (semejante a la pregunta que suscitaba la persona de Jesús) y que es sin duda una gran contribución civil (pluralismo posible en países de mayoría musulmana, valor público de lo religioso, reconciliación nacional).

En cualquiera de las tres situaciones, como en el Areópago, lo que cuenta es hacer presente la novedad que impulsó a San Pablo a viajar. El cómo es determinante.

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