Las fuerzas que mueven la historia (1)

Europa ha aplazado en los últimos días una guerra de aranceles con Estados Unidos. Guerra comercial tras la Gran Recesión, guerrillas geoestratégicas en todos los rincones del planeta. Confusión en torno a las claves de lo que ocurre. Por eso es interesante como hipótesis el lema del Meeting de Rímini que se celebrará en la ciudad italiana a finales de agosto: “Las fuerzas que mueven la historia son las mismas que hacen al hombre feliz”, o (infeliz) añadimos nosotros.
La frase que presidirá los encuentros del Meeting tiene mucho de provocativo, establece una conexión entre lo macro y lo micro. Así es más fácil superar la distancia entre el discurso y la realidad de un mundo dominado por la globalización y la multipolaridad.
Nos parece que hemos dejado atrás la época de las ideologías. Pero no es cierto. La versión más simplificada de cierto liberalismo ilustrado, el que surgió tras la II Guerra Mundial, se ha quedado entre nosotros como un paisaje, como una herramienta interpretativa. Suele ser la única que utilizamos y, por eso, aumenta nuestra perplejidad.
Hemos aceptado haber entrado en un mundo postoccidental: el mapa del mundo debe ser invertido y el eje sobre el que pivotamos se encuentra en el Pacífico. Pero a pesar de esta evidencia seguimos pensando que la democracia, la libertad, la igualdad de género y de oportunidades, la tolerancia… todos aquellos valores y creencias levantados por Occidente siguen en pie, robustos, quizás nublados, pero como un último imán y juez hacia los que el mundo converge. No es así. No hay valores sin sujeto, y el sujeto ya no existe o está muy debilitado. Las fuerzas que mueven la historia no son mecánicas, coinciden con el corazón del hombre concreto, histórico. Rodrik, en su famoso trilema, ha sostenido que no es posible compatibilizar globalización, democracia y soberanía nacional. Lo que no es posible es mantener los tres vectores activos sin persona, sin pueblo.
Las dos mayores fuerzas enfrentadas en el momento son la de China y la de Estados Unidos. Imperio en auge, imperio en declive. El XIX Congreso del Partido Comunista y la concentración del poder, como no sucedía desde la época de Mao, en manos de Xi Jinping, ha supuesto una transformación definitiva de la estrategia del Imperio del Centro. La China de Xi es descaradamente imperialista. Su capacidad de exportar capital le permite comprar casi todo. La nueva Ruta de la Seda, que atraviesa el Índico, se extiende por el Cáucaso, llega a Europa y se abre en África y América Latina, es la hoja de ruta de un proyecto de dominio global. China se garantiza el control del Golfo de Malaca para acceder al Índico, establece cabezas de puente en Pakistán y Sri Lanka, compra el puerto del Pireo en Grecia, salpica con sus inversiones todo aquel punto que considera interesante para poder seguir creciendo. El mundo entero se apresta a participar en la nueva ruta, es el poder del dinero. El Gigante Amarillo por fin ha conseguido lo que siempre quiso: convertirse en una potencia marítima. Pero no es solo una cuestión comercial. Xi Ping ha desarrollado toda una serie de instituciones multilaterales con epicentro en Asia. Tienen vocación de ser la alternativa al Banco Mundial, al FMI, a las órganos de “gobierno del mundo” desarrollados por Occidente. Ahí está el Banco Asiático de Inversiones e Infraestructuras, el Nuevo Banco de Desarrollo y muchas otras entidades. Todo eso sería imposible sin el amplio respaldo de una población convencida de que su deseo de felicidad encontrará respuesta en el viejo-nuevo nacionalismo imperial de Xi. Sin la energía de ese deseo, que acepta de buena gana la renuncia a las libertades y el sacrificio de una vida despiadada a cambio de una mayor capacidad de consumo, no se entiende la fuerza de empuje de China. Los chinos no creen en los valores occidentales, buscan su felicidad en otra parte.
No se entienden tampoco los errores geoestratégicos que comete a diario Trump, sin el estado de infelicidad de buena parte de los estadounidenses. El presidente de Estados Unidos inicia una guerra comercial suicida, permite que China se convierta en defensora del libre comercio, acuerda con Corea del Norte una retirada que deja solos a Japón y Corea del Sur, incrementa la polarización interna como ningún otro presidente y lo hace porque sabe que hay una minoría muy amplia, suficiente para gobernar, que no cree ya en los valores occidentales, que rechaza la universalidad, que quiere expresar contundentemente su ira contra todo y contra todos.
Tampoco Putin en Rusia podría, con un país en evidente declive demográfico y económico, desplegar sueños de dominio, utilizar el gas como arma de guerra, desestabilizar con la ciberguerra, aspirar a controlar el Ártico que se deshiela sin el apoyo masivo de una población para la que el sueño imperial es sinónimo de dignidad.
Paradigmático el fracaso de las primaveras árabes: fracaso de una revolución sin sujeto en un mundo de mayoría musulmana en el que la experiencia de libertad y de ciudadanía se abre paso de modo muy lento. Un mundo en el que la instrumentalización política de lo religioso se ofrece como respuesta a las aspiraciones personales. En realidad China, Estados Unidos y Rusia tampoco se entienden sin una potente búsqueda de sentido.
Es ingenuo, como decía Neibuhr, pensar que las fuerzas de la historia coinciden con el impulso de ciertos valores conquistados. Cuenta el presente del corazón. El que escribe la historia.