Las `Europas` que no queremos

Mundo · Mario Mauro, Salvatore Domenico Zannino
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21 mayo 2014
A medida que se acerca la cita electoral europea, parafraseando a Mao, más “grande es la confusión bajo el cielo”. La actitud que podemos ver entre las fuerzas políticas europeas puede resumirse en tres posiciones.

A medida que se acerca la cita electoral europea, parafraseando a Mao, más “grande es la confusión bajo el cielo”. La actitud que podemos ver entre las fuerzas políticas europeas puede resumirse en tres posiciones.

Los “Euro-Hunos”. Aquellos que piensan que, puesto que hay (evidentemente) un defecto genético en el euro, la solución es destruir un organismo imperfecto. Echar abajo todo lo que ha nacido torcido y si es posible echar sal por encima. Sustancialmente, a partir de una obviedad que ningún economista ha negado nunca, es decir, que el euro nació cojo, incompleto, y por tanto así no lograría llegar muy lejos, se saca la consecuencia de que hay que revertir más de cincuenta años de fatigoso proceso de integración, sin tener demasiado en cuenta las consecuencias que eso supondría.

Como dice el historiador de Princeton Harold James, no existe ningún precedente capaz de demostrar que una unión monetaria sea capaz de durar mucho sin una unión política. Durante las diversas fases de creación de la moneda única, este hecho era bien conocido tanto para los historiadores como para los economistas y políticos. Algunos de estos últimos, Helmut Kohl por citar al más famoso, consideraban la unión monetaria sustancialmente como una etapa hacia la unión política. No hace falta ser un genio de la economía o figurar entre los iluminados profesores que suministran ideología, para poner en evidencia ese “pecado original” del euro. Por ejemplo, los economistas americanos, en gran número, ya nos habían puesto en guardia ante ese peligro. En 2001, uno de los más conocidos, Rüdiger Dornbusch, ya desaparecido, clasificaba las actitudes americanas con respecto al euro en tres tipologías distintas: “No puede suceder”, “Es una pésima idea”, “No puede durar”. La cuestión es, por tanto, pasar de la obviedad del diagnóstico al tratamiento, a ser posible sin eliminar al enfermo.

Los “Euro-Burócratas”. Son hijos de la idea de que en el fondo las cosas progresan, en cualquier caso, hacia la dirección adecuada y que, por tanto, van bien así. Que a la Europa unida se llegará mediante pequeños pasos. Quizás inconscientemente o pasando por diversas crisis que para Jean Monnet eran el punto de partida del método. “Europa se hará en las crisis y será la suma de las soluciones que a esas crisis se den”, afirmó. Es la idea “funcionalista” que ha hecho que se pierda de vista el proyecto total de los padres fundadores, y que nos ha dado esta Europa, “leviatán intergubernamental” que ya no hace latir el corazón de nadie. La apuesta (segura) implícita en los tres tratados originarios (Ceca, CEE, CEEA) confiaba en una unificación del continente más amplia que los pactos suscritos, apuntando hacia el efecto “arrastre” de la economía de la integración de los pueblos.

La unidad política llegaría igualmente. Como una especie de producto de la providencia económica, una virgiliana fuerza del destino ´volentem ducunt et nolentem trahunt´ (que conduce al que se somete y arrastra al que se resiste). El objetivo de la unificación, escribía Monnet, ´podrá alcanzarse mediante una serie de pasos, con una intención y finalidad meramente económica pero que al final ineluctablemente llevará a la federación”. Los funcionarios de Bruselas siguen pensando así. Y se equivocan.

De hecho, la profecía no se ha cumplido y ese método supone hoy el principal obstáculo para llegar el objetivo de una Europa política. La triunfal avanzadilla, bajo las alas del bienestar alcanzado en el continente, ha quedado encallada en la primera crisis real precisamente porque falta una meta que justifique hoy los sacrificios y la solidaridad. Que los encuadre en un proyecto más grande, común. Lo que habría que hacer en los próximos meses es “técnicamente” archiconocido: una verdadera unión bancaria (mejor que la actual), la total o parcial colectivización de las deudas nacionales, un presupuesto federal con funciones redistributivas y equitativas entre las distintas áreas del continente. Pero estos no son fenómenos neutros, donde todos ganan lo mismo, como cuando había que construir y mantener el mercado. Implican considerables transferencias fiscales. Transvases importantes de riqueza de un bolsillo a otro de los ciudadanos europeos. Hace falta, en palabras sencillas, un enfoque político. Un horizonte territorial europeo e identificar un destino común, sin lo cual Alemania nunca habría impuesto los sacrificios económicos de la unificación en su zona Este.

Los “Euro-románticos”. Completamente opuestos a los “euro-burócratas”, los euro-románticos son aquellos que tienen muy claro el horizonte federal al que aspiran, pero lo declinan en una suerte de jaculatoria a Europa, no por casualidad una diosa pre-helénica. Para ellos, mañana y por arte de magia, mediante la modificación de los tratados, llegaremos a un estado federal con 28 estados. Pero cultivar la idea de que por el artículo 48 del Tratado de Lisboa (el que prevé la convocatoria de una convención y la ratificación unánime de los 28 miembros) se puede llegar a una Europa federal con todos los estados miembros actuales es una auténtica locura. Además, implica no haber aprendido nada de los errores de estos años, cometidos precisamente en nombre de la idea europea. Es pensar que se puede hacer sin, y en algunos casos contra, el pueblo.

Los “Euro-realistas” saben bien que hay comunidades, actualmente forman parte de la UE, que tienen una idea de Europa muy diferente de la nuestra. Las posiciones “euroescépticas” de Cameron en Inglaterra o del gobierno danés no son fruto de posiciones individuales. No hacen falta encuestas sobre estos países, basta con haber estado allí. No es casual que Inglaterra no entrara en la constitución de la CEE desde su creación, la consideraba un proyecto (un mercado común y una exigua política financiera) demasiado ambicioso y la contraponía a la EFTA (puramente, una zona de libre comercio). Los hechos sucesivos le salieron mal y se vio obligada a llamar a las puertas de la CEE en 1961 para ser admitida, después de una cuarentena de una década impuesta por De Gaulle, en 1972. Sucedería lo mismo si se hubiera tratado un proyecto federal con un número más restringido de países. Para saber adónde ir, no pidan permiso promoviendo un lúcido acto de realismo político al que deberían seguir nuevos tratados al margen de la unanimidad a 28 de Lisboa (cosa que ya ha sucedido con el pacto fiscal), hace falta querer caminar de verdad.

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