La vocación de la carne

Cultura · Costantino Esposito
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11 marzo 2020
Con el avance del nihilismo –que al principio estalló como una “patología” revolucionaria y acabó siendo aceptado como una fisiología normal propia de la condición humana contemporánea– muta radicalmente el concepto del ser humano como ser “espiritual”.

Con el avance del nihilismo –que al principio estalló como una “patología” revolucionaria y acabó siendo aceptado como una fisiología normal propia de la condición humana contemporánea– muta radicalmente el concepto del ser humano como ser “espiritual”.

Ya en el Zaratustra de Nietzsche la voluntad del superhombre coincidía con “permanecer fieles a la tierra” –instalados en la dimensión biológica del cuerpo–, mientras los valores espirituales acababan escondiéndose como “esperanzas ultraterrenas”. Y los que seguían hablando de una realidad espiritual no eran más que “envenenadores”, “denigradores de la vida, moribundos y envenenados”. El espíritu está en otro mundo distinto del terrestre, un supramundo ilusorio y mentiroso, que cubre y sublima las pulsiones telúricas (e inconscientes) que mueven nuestro cuerpo.

Aquí se vislumbra otra gran presencia, a menudo mimetizada, de la filosofía de nuestro tiempo, Arthur Schopenhauer. Suya es la idea de que en el fondo de la realidad, en lo profundo de la vida humana, domina una fuerza ciega, una voluntad que no tiene objetivo ni sentido alguno, más que su misma voluntad, de la que nosotros somos partícipes a través de los instintos de nuestro cuerpo que toda la vida tratamos de contener y sublimar, pero de los que al final somos víctimas impotentes. Porque es una voluntad sin razón, que acaba devorando al propio sujeto de la voluntad. Así el instinto pasa de ser una invitación al placer a ser una condena al dolor más agudo que se pueda experimentar, que hace sufrir de manera absurda, sin un porqué.

Por un lado, el ideal o lo espiritual como un cielo ultramundano cada vez más separado de la tierra; por otro, lo corpóreo y material como el mundo de la voluntad, cada vez más identificada con el instinto. La cuestión es que el espíritu y el cuerpo están juntos o caen juntos. Y si perdemos uno, enseguida perdemos también al otro.

No es difícil darse cuenta de las mutantes condiciones del nihilismo contemporáneo, allí donde el cuerpo de los humanos se considera cada vez más como la puesta en juego por resolver el problema de lo espiritual. Toda una corriente de análisis de las sociedades modernas, que nace con Michel Foucault y llega hasta Giorgio Agamben, ha llamado “biopolítica” al gran dispositivo que el poder –todo “poder” como tal, político, económico, eclesiástico– ejerce para controlar la vida de los seres humanos mediante la normalización o esterilización del “bios”, que es el único recurso –indefenso y expuesto– de la persona, partiendo de su ser sexuado.

Según estos autores, el interés de quien manda de verdad en el mundo de hoy, es decir el poder capitalista en su forma extrema económico-financiera, es el de desactivar la potencia desnuda de los cuerpos. Se cumpliría así una trayectoria que va desde la primera época moderna, con el control que los sacerdotes mantenían sobre los cuerpos mediante el instrumento de la confesión de las almas, hasta el rechazo del cuerpo de los migrantes, seres a la deriva despojados de su propia identidad humana.

¿Pero qué puede salvar realmente el cuerpo de los humanos? Se creía que para ello era necesario (y suficiente) separarlo de lo espiritual –entendido como superestructura abstracta o deber ser moral–, porque se le imputaba la mortificación del cuerpo. Así nació un contramovimiento consistente en reducir lo espiritual a elaboración “cultural” de lo corpóreo, a construcción de dispositivos antropológicos, sociales y ético-políticos. La represión del instinto dio paso a su liberación (y al enorme éxito de la sociedad de consumo) pero, como en un círculo vicioso, cuanto más se liberaba el cuerpo, más se dejaba inerme al control de los valores tecno-eficientistas de la cultura dominante, y por tanto a una forma larvada del “espíritu”.

Pero cada uno de nosotros “sabe” por experiencia qué es el propio cuerpo. Ese saber no se adquiere solo gracias a la repetición del instinto como un mecanismo de acción-reacción, sino por el hecho de que todos percibimos nuestro cuerpo como una especie de “llamada”. Lo que más me ha llamado la atención, con motivo de una reciente operación quirúrgica a la que me he sometido, atravesando un periodo en que mi cuerpo no estaba a mi disposición, de hecho era objeto de muchos impedimentos y estaba expuesto a las técnicas terapéuticas, es que a través de mi cuerpo empezaba a entender efectivamente la dimensión encarnada de mi “espíritu”. Mi cuerpo no era solo una serie de tejidos o sistemas nerviosos y sanguíneos sino un cuerpo que se recibía a sí mismo, que se buscaba a sí mismo, que padecía o gritaba, que transcendía su mera “suma”. Mi cuerpo se desvelaba como una “carne”.

La carne es nuestra más profunda vocación –me atrevo a decir– espiritual: es el propio cuerpo, el cuerpo vivido (de cuya fenomenología nos han dado descripciones memorables desde Husserl a Merleau-Ponty o Michel Henry), la llamada a ser nosotros mismos –precisamente nosotros, no otros– y al mismo tiempo nuestro llamar al mundo, nuestra capacidad de percibir sensiblemente el sentido más-que-sensible de la vida.

Como dijo en una ocasión Francis Bacon, el pintor de la carne humana que se convierte ella misma en grito de significado, hasta llegar a ser un espasmo (basta pensar en una de sus Crucifixiones con forma de animal descuartizado), “es un instinto, una intuición que me empuja a pintar la carne del hombre como si se expandiese fuera del cuerpo, como si fuera su propia sombra” (de una conversación con F. Maubert). Recuerda –por atrevido que pueda parecer– al anuncio del ángel a aquella joven llamada María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lucas 1, 35).

De hecho, es llamativo ver las carnes expuestas y estridentes de Bacon a contraluz con la perfecta composición de los “encarnados” de Rafael. Una vez vistos juntos, es como si ya no pudiéramos separarlos unos de otros, porque en la compostura divina de las formas rafaelescas vibra la misma sobra que divinamente inquieta y desestructura las formas baconianas. La misma “sombra”, la que hace del cuerpo una carne y de la carne la percepción sufrida del espíritu. Donde dolor y gloria se hacen amigos.

El nihilismo es como un olvido progresivo de que el verbo se ha hecho carne; tal vez solo entonces será posible volver a aprender de la carne –percibiéndolo– este Logos.

L`osservatore romano

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