La utopía de Teresa May

Mundo · Ángel Satué
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28 junio 2017
¿Puede Gran Bretaña ser una economía abierta, captar riqueza y talento de otras partes del mundo y comunicarse con otras regiones globales, mientras no aprenda a desaprenderse como estado-nación y como imperio? Sencilla y llanamente, no.

¿Puede Gran Bretaña ser una economía abierta, captar riqueza y talento de otras partes del mundo y comunicarse con otras regiones globales, mientras no aprenda a desaprenderse como estado-nación y como imperio? Sencilla y llanamente, no.

El Brexit ha generado de facto dos tipos de ciudadanos en Gran Bretaña: los isleños y los continentales (con perdón de la isla de San Patricio). La primera discusión relevante de las negociaciones sobre el Brexit versa sobre qué estatuto jurídico tendrán los continentales. Es decir, si de iure, sus derechos, libertades y obligaciones serán muy distintos o no.

Tras la propuesta de May ante el Parlamento británico el pasado lunes 26 de junio, puede haber hasta seis tipos de personas en Reino Unido: 1) la Reina; 2) los ciudadanos británicos, con plenos derechos y plenas obligaciones; 3) los “sinpapeles”, sin derechos y con la obligación de salir de la isla; 4) los comunitarios con estatus permanente, siempre que lleven al menos 5 años de residencia en el país en la fecha límite que se fije en las negociaciones, y que tendrán derecho a la reagrupación familiar –línea roja para Merkel, acaso por el Muro de Berlín–, así como los mismos derechos sociales, sanitarios y de pensiones que los británicos; 5) los comunitarios con menos de 5 años de residencia, que gozarán de un estatus temporal hasta que completen los 5 años hasta lograr el estatus permanente; 6) los comunitarios que llegasen desde el 29 de marzo de 2017 al 29 de marzo de 2019, que podrán pedir permiso de residencia, sin garantía de lograr el estatus de permanente. En todo caso, salvo los ciudadanos tipo 2), el resto no podrá votar en elecciones y, salvo los irregulares y la Reina, tendrán una especie de carnet identificativo (en un país que no tiene DNI).

Para el ministro británico encargado de la salida de la Unión Europea, David Davis –antieuropeísta de 68 años con opciones para sustituir a May–, “el Brexit es más difícil que aterrizar en la Luna”. No le falta razón. Acaba de comenzar un largo proceso de dos años de duración, y la propuesta de May, que anticipó la semana pasada en Bruselas, sonrisa va sonrisa viene, dejó muchos escépticos entre los líderes europeos, por lo poco detallada y nada ambiciosa. Ella la calificó de propuesta “seria y adecuada, ajustada”. En juego, la vida en sentido metafórico de 3,2 millones de comunitarios –por un millón dos cientos mil británicos en la UE a 27 estados–.

Es una partida larga, y en algunos momentos ya estamos viendo cómo May, más que negociar la salida, allana el camino para las negociaciones de entrada. Para los germanos, negociadores preparados pero demasiado inflexibles, será lo más parecido a necesitar un psicólogo de urgencia.

La Unión Europea, en palabras de Junckers, reconoce que es un primer acercamiento, pero no suficiente. Merkel la califica de “un buen comienzo”. Y es cierto, puede serlo. Así lo ve también David Davis, el negociador. Ahora bien, el Reino Unido debe saber que todo estado que se precie debe velar por los derechos de sus ciudadanos. La Unión, por tanto, tiene una ocasión que ni cuando le ponían a tiro a Felipe II las piezas más codiciadas. Puede dedicar el Brexit a su afición, a los euroconvencidos, pero sobre todo a los euroescépticos continentales, pues ya da por perdidos a los británicos (otra cosa hubiera sido una derrota de May en las urnas, que hubiera movido a Bruselas a un Brexit amorfo, pegajoso y blandiblú).

Bruselas, por tanto, va a desplegar sus mejores esfuerzos para defender los derechos de sus ciudadanos. Desde este lado del canal de la Mancha, el Brexit será duro. Por pura conveniencia política. Esto significará lucha sin cuartel en favor de los derechos de una ciudadanía en busca de un estado europeo.

Como declaró Merkel junto con Macrón, hace pocos días, se tendrán que respetar las cuatro libertades de libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas. Si la multa a Google ha sido sonada, el Brexit recordará esa cabeza en la picota que servía de advertencia. Expertos cualificados proponen una solución a la noruega o a la suiza. Salvo que medien elementos externos y desestabilizadores que lo aconsejasen, en principio, a la UE no le valdría para acallar las voces descreídas del este que se escuchan en Bruselas.

La propuesta de May del pasado lunes 26 de junio no tendrá respuesta formal por parte de la Comisión, encargada de llevar a cabo las negociaciones, hasta la siguiente ronda negociadora el 17 de julio próximo. Hay un escollo de índole jurídica especialmente relevante para los ciudadanos. Se trata de establecer la instancia jurisdiccional que deberá conocer de sus posibles (y seguros) contenciosos en materia de derechos. El Reino Unido sostiene que serán los tribunales británicos. La Unión, que será el Tribunal de Justicia. Al que suscribe se le ocurre elevar la negociación, en este punto, al rango de tratado internacional, y crear una instancia de arbitraje (y muy costosa dado el número de posibles interesados), para dirimir las controversias.

Mientras tanto, la opinión pública británica, según la compañía de sondeos YouGov, en un 45% estima un error el Brexit frente a un 44% que lo sigue viendo acertado. No son bases para una negociación fuerte. El establishment londinense lo sabe, y el domingo mismo tuvo que salir a la palestra el arzobispo de Canterbury, si es que aún tiene peso la Iglesia de Inglaterra en las conciencias de los súbditos de la reina Isabel. Propuso una especie de comité de unidad nacional para que el equipo británico de negociadores sienta el apoyo del país. Increíble pero así piensan los anglos.

Santo Tomás Moro escribía en Utopía que “echar por tierra la felicidad de otro para conseguir la propia es una injusticia. Privarse, en cambio, de cualquier cosa para dársela a los demás es señal de una gran humanidad y nobleza”. Esta altura de miras que le llevó al martirio es la que necesita Europa en esta hora de la separación y de la unidad. Como todo no se puede dar en esta vida, el Reino Unido y la Unión Europea deben negociar para conseguir la felicidad que consiste en trabajar por el bien común, y en sentirnos herederos de una larga historia en común que no va desaparecer a pesar de todo. Que el puente de Londres donde murió Íñigo sea el último lugar donde se haya de verter la sangre del martirio por la unidad entre Gran Bretaña y las naciones de la Unión. ¿Qué diría Íñigo, él, que murió por una compatriota europea, ciudadana británica de pleno derecho?

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