La última idolatría
Es inútil mirar a otro lado ante el ataque con arma blanca en la catedral de Niza. La motivación es religiosa, la respuesta debe ser religiosa. No es que no hagan falta detalles sociológicos sobre el terrorista, Brahim Aouissaoui, del que todavía se sabe poco, su probable malestar juvenil, su radicalización, su llegada a Lampedusa… Pero esa no es la cuestión. También es importante contextualizar este crimen tan horrible en la crónica de estos días: el discurso de Macron sobre el separatismo islamista, la nueva polémica en torno a las viñetas satíricas contra el profeta del islam, el asesinato del profesor Samuel Paty, la crisis diplomática.
Y después de Niza, a diferencia de las viñetas, las condenas de casi todo el mundo islámico, empezando por los musulmanes franceses, sin condiciones ni peros, incluso de Erdogan, que hasta un momento antes estuvo avivando el fuego. Porque un versículo coránico, el 22.40, declara la sacralidad de todos los lugares de oración y porque, evidentemente, las tres personas asesinadas no tienen nada que ver con las famosas viñetas. Además, la posición de la Iglesia francesa en este tema, como en todo el tema del separatismo islamista, ha sido muy equilibrada y atenta a la sensibilidad de los creyentes musulmanes.
Pero todo esto es secundario. La cuestión es que un joven de 21 años entra en una iglesia y mata a tres personas convencido de estar haciendo la voluntad de Dios. Entonces hay que responder a esto, y decir alto y claro que lo que ha hecho es ante todo un acto de idolatría. ¿Por qué idolatría? Este pecado, el segundo más grave según el Corán, que lo llama ‘shirk’, muchos musulmanes suelen concebirlo como una idea un poco caricaturesca, algo así como las tribus de un bosque perdido que todavía se postran ante las estatuas de sus antepasados. Ha llegado el momento de reflexionar sobre una idolatría mucho más peligrosa, la idolatría de la propia imagen de Dios, que lo degrada a un utensilio para desahogar el propio resentimiento.
En el Corán hay una historia muy interesante, contada varias veces. Es la historia de Iblis, uno de los ángeles (o de los ‘jinn’, según otra versión). Un día, en el amanecer de los tiempos, recibe de Dios una orden imposible. Tiene que postrarse no ante su Señor –algo que lleva haciendo toda la eternidad, con una devoción incansable y feroz– sino ante Adán, al que Dios acaba de modelar en la tierra. Debe ser un error, piensa Iblis, “si yo soy mejor que él”. Así que rechaza la orden, no se postra, y acaba expulsado del paraíso. Así nace el diablo.
¿Qué nos enseña esta historia? Que se puede amar la propia imagen de Dios más que a Dios mismos y, en nombre de esa imagen, ignorar el mandato divino porque no entra en los propios esquemas. Algunos místicos han intentado rescatar a Iblis como el auténtico monoteísta –el único de la historia– por estar dispuesto a todo con tal de no adorar a nada fuera de Dios mismo. Pero no, no es el auténtico monoteísta, es más bien el último idólatra, el más sutil, el que transforma a Dios en un objeto de su propia voluntad. Como dice Adrian Candiard, “cuanto más cerca de Dios, mayor riesgo de idolatría. El fanatismo es una enfermedad de la vida espiritual”. Este es el crimen de Brahim Aouissaoui y de quien lo armó. Ahora podrán encontrarse.