La trampa de la hegemonía alternativa

A Trump lo que es de Trump. A cada uno lo suyo, que es de justica. El acuerdo firmado en Sharm el-Sheij no es un acuerdo de paz sino un alto el fuego. En la localidad costera egipcia no había ni representantes palestinos ni representantes israelíes. El presidente de los Estados Unidos convirtió su visita de la semana pasada a Oriente Próximo en un gran celebración de lo que aún no es seguro. Su intervención en la Knéset, el parlamento israelí, se pareció a un reality show televisivo de los que protagonizaba en otro tiempo.
Pero Trump ha conseguido que callen las armas, la devolución de los rehenes y que Hamas acepte, al menos teóricamente, perder el control. Cuando se va a cumplir un año de su elección, paradójicamente, su éxito más sonado ha sido un éxito de política internacional. Paradójicamente porque Trump, como es sabido, ha vuelto a la Casa Blanca gracias al apoyo del movimiento Make America Great Again (MAGA), una realidad social y un estado de opinión aislacionista y proteccionista. Para que Estados Unidos vuelva a ser grande, tiene que concentrarse en sus propios intereses y olvidarse de aventuras exteriores. Es lo que piensan los seguidores del MAGA.
El MAGA no es un movimiento con las fronteras bien definidas. Oliver Roy sostiene que la victoria de Trump se explica por el apoyo de la derecha cristiana, el populismo identitario y un movimiento libertario partidario de la “republica tecnológica” y del transhumanismo. Todas estas corrientes son contradictorias entre sí: unos quieren la recuperación de los valores tradicionales, otros defienden un individualismo hedonista sin vacunas ni migrantes y los hay que apuestan por construir “un hombre nuevo”, desarrollando una tecnología sin límites éticos.
La corriente de cristianos de derechas, según el sociólogo James Hunter, tiene sus raíces en los años 70 cuando muchos creyeron que había llegado el momento de desafiar la hegemonía progresista. Estamos ante una de las consecuencias del 68, ante un movimiento de reacción al 68 pero que actúa con sus mismos métodos. Es una expresión de la famosa “guerra cultural”. El objetivo es crear una “hegemonía alternativa”, basada en los valores conservadores, en los valores fieles a la naturaleza humana que permanece inalterada a lo largo de la historia. La ley debe servir para garantizar esos valores. La identidad cristiana se identifica así con la civilización occidental y, en casos muy extremos, con la recuperación del protagonismo de la raza blanca.
La guerra cultural, según Oliver Roy, está definida por el amor a la norma. “Los cristianos fundamentalistas -explica el francés- creen en la ley, más que en el amor, como condición misma de la libertad. Todo su esfuerzo es “actuar por ley, de ahí la centralidad en su estrategia política del control del Tribunal Supremo”.
La derecha cristiana que ya soñaba en los años 70 con una hegemonía alternativa, buscó en Estados Unidos inspiración en una serie de pensadores protestantes del siglo XIX (Kuyper, Cornelius Van Til) y de comienzos del siglo XX (C. Peter Wagner). Estos teólogos sostienen que los no cristianos nunca pueden ver lo correcto, lo verdadero en el mundo. Quien no es un cristiano está, fundamentalmente, equivocado porque la razón no tiene valor si no acoge la gracia divina. Y así los creyentes tienen que obedecer el mandato del Génesis: “llenad la tierra y dominadla (en inglés “have dominion”). Es lo que se conoce como la “teología del mandato” (Dominion Theology). La misión consiste en tomar el control social y político y hacer realidad el reino de Dios, aquí y ahora.
Para una sensibilidad europea y de tradición católica no resulta muy aceptable esta rudimentaria “teología del mandato”. Pero para algunos a este lado del Atlántico sí suena sexy la idea de crear una hegemonía alternativa, un sistema de valores seguro y opuesto a los valores del progresismo con respuestas particularizadas y reglas claras para cada uno de los desafíos del momento (relaciones afectivas, vida familiar, identidad sexual, enfermedad, migración, valor de la vida, etc…). Lo que no está dentro de este sistema no tiene nada que aportar. No hay nada que aprender de los no cristianos (a menos que sean occidentalistas y por tanto “cristianos anónimos”).
Los defensores de una hegemonía alternativa parecen no querer entender que el cristianismo nunca ha sido un sistema de ideas. La cristiandad sí, el cristianismo no. La cristiandad fue un gran sistema de pensamiento, una gran construcción estética, una colosal edificio moral. Pero si el cristianismo fuera eso no había proyecto capaz de resucitarlo o de mantenerlo en pie. El cristianismo es otra cosa. No es un código de conducta pormenorizado es el acontecer de algo, de Alguien, que no estaba previsto, que no está(ba) en la naturaleza. Identificarlo con un proyecto alternativo destruye el método que lo hizo surgir y que le da continuidad en la historia.
Progresistas, conservadores, no creyentes… son todos compañeros de camino. También Trump. No porque sea útil para conseguir una hegemonía alternativa sino porque ha hecho posible, aunque solo sea unos días, un alto el fuego muy necesario.