La ternura de Francisco pone a Jesús antes que cualquier estrategia

Mundo · Cristiana Caricato
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24 septiembre 2015
La primera jornada norteamericana de Francisco ha estado tan llena de eventos que es difícil elegir por dónde empezar: por orden están su discreta presencia en el templo del poder mundial, o al menos en lo que lo simboliza, la Casa Blanca, el chaparrón con los obispos estadounidenses reunidos en la catedral de San Mateo, y la canonización en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción de fray Junípero Serra, apóstol de California y un coloso de la evangelización.

La primera jornada norteamericana de Francisco ha estado tan llena de eventos que es difícil elegir por dónde empezar: por orden están su discreta presencia en el templo del poder mundial, o al menos en lo que lo simboliza, la Casa Blanca, el chaparrón con los obispos estadounidenses reunidos en la catedral de San Mateo, y la canonización en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción de fray Junípero Serra, apóstol de California y un coloso de la evangelización.

En la teatral solemnidad de la South Lawn, en el encuentro con Barack Obama y su elegantísima señora, confirmó –creo que involuntariamente– lo que muchos entusiastas americanos piensan de él, es decir que está más cerca de Martin Luther King que de Benedicto XVI. La complicidad de la única cita de su discurso, la del reverendo y su famoso “I have a dream”, ha llevado a muchos columnistas a elogiar no solo su indiscutible autoridad moral sino también su apertura mental, su audacia reformadora, su energía al imprimir un cambio en una Iglesia que demasiado a menudo se percibe como replegada sobre sí misma, estática y conservadora.

La liturgia laica puesta en pie por el presidente de los Estados Unidos estaba totalmente orientada a consagrar al hombre de la Esperanza, el generoso mediador del acuerdo con Cuba, el héroe de la lucha contra el cambio climático y el ídolo clerical de millones de fans. En resumen, Francisco líder mundial, más que religioso, del “buen radar político”, astuto estratega de gran olfato que indica objetivos que quizás no siempre están al alcance pero siempre son “políticamente correctos”. A Bergoglio le quedan unos días y unos cuantos discursos para mostrar hasta qué punto todo eso es un autoengaño de dimensiones colosales.

Más interesante fue el encuentro con los 400 monseñores norteamericanos en la catedral de Washington, o al menos más sorprendente respecto a lo que se esperaba. Que entre el pontífice argentino y el episcopado más rico y numeroso del mundo el entendimiento no era perfecto no era una novedad, de hecho durante días ha sido uno de los tópicos aireados por los digitales y columnistas en los medios más o menos hostiles. El “papa comunista” está lejos del sentir eclesial norteamericano, demasiado a la izquierda para un cuerpo arzobispal más situado a la derecha, un pontífice insufrible para el catolicismo estadounidense con tintes civiles que une liberalismo y Evangelio. Estos eran los comentarios habituales. Hay que dejar claro que la disonancia existe, y es evidente, pero no está en el origen del consistente momento de encuentro que Francisco ha querido reservar a los obispos americanos. “Les ha dicho cuatro cosas –comentaba un colega– y con esa dulzura suya les ha puesto firmes”. No creo que un discurso articulado, espiritual y teológicamente impecable, magistral como una encíclica, pueda quedar reducido a una conferencia ni mucho menos a un gesto tipo “el Papa soy yo y aquí mando yo”. Bergoglio ha hecho mucho más que eso. Si bien los americanos le hemos tomado gusto a buscarle las pulgas, testando incluso su “catolicidad”, difícilmente podrán escapar de la lógica de la ternura, de la paternidad amorosa que nace de cada palabra que Francisco ha pronunciado ante sus hermanos estadounidenses.

Cito solo algunas referencias de un discurso que hay que leer íntegramente, sin censuras:

1. Rezar, predicar, apacentar: las tres tareas que definen a un obispo.

2. Nada de complejas doctrinas sino el anuncio gozoso de Cristo.

3. Retroceder, abajarse y descentrarse, evitando la tentación de la autorreferencialidad y el narcisismo.

4. No hacer de la cruz una bandera de luchas mundanas.

5. No dejarse paralizar por el miedo ni lamerse las heridas causadas por la secularización.

6. Practicar la vía del diálogo con todos: el lenguaje áspero y belicoso de la división no corresponde a los labios del pastor.

7. Es mejor la proximidad del amor que el anclaje a certezas graníticas.

8. Comunión, colegialidad y unidad. El mundo está demasiado fraccionado para añadir divisiones entre pastores.

9. No evitar las cuestiones irrenunciables: sacralidad de la vida, pobres, niños, inmigrantes, ancianos y enfermos, víctimas de terrorismo y de guerra, medio ambiente y familia.

10. Ejercitar la pastoral de la proximidad y la acogida con los inmigrantes.

Dicho así, parece un decálogo, con el agravante de una connotación imperativa. Pero el extraordinario Francisco ha pronunciado lo que para todos habría sido una intervención correctiva con una dulzura y una humildad tales que animaban a sus interlocutores a ponerse a la escucha. No era un juez ni un maestrillo, sino un hermano con sus hermanos, que ama demasiado la Iglesia como para buscar estrategias, que prefiere con mucho la guía del Espíritu a los programas personales. Un hombre capaz de ejercer autoridad y misericordia con una Iglesia que aún se cura las heridas del escándalo de la pedofilia, y que todavía siente la necesidad de repetir un “nunca más” que ya debería ser casi obvio.

Cuando luego volvió a hablar de nuevo en español durante la celebración de la canonización del misionero franciscano al que se deben los nombres de las más grandes metrópolis de la costa oeste, repitió todo lo que había dicho en la catedral delante de los obispos: Jesús es para todos. Un mensaje inclusivo que se traduce en un anuncio sin miedo, sin prejuicios, sin purismos. Es el anuncio del abrazo misericordioso de Cristo, que no hace listas selectivas, no distingue entre dignos e indignos, no elabora proyectos. A los fieles congregados para festejar al nuevo santo, igual que los obispos norteamericanos, el Papa también les pide no encerrarse en una élite cristalizada ni atrincherarse en sus propias seguridades, sino convertirse en una Iglesia en salida, dispuesta a compartir la ternura reconciliadora de Dios.

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