La sorprendente fascinación de un bandido

Estos días me toca acompañan a menudo a gente que quiere visitar la exposición de Caravaggio en el palacio real de Milán. Una muestra que está siempre abarrotada, pues presenta veinte obras cuya atribución nadie pone en duda, y eso ya es noticia porque a menudo las exposiciones sobre Caravaggio se convierten en un pretexto para insertar en el catálogo obras muy dudosas por interés de sus propietarios.
En 1951 Milán albergó la exposición más importante de la historia sobre Caravaggio. Una exposición mítica, que supuso una novedad extraordinaria desde el punto de vista científico y que contó con un éxito de público nunca superado. Caravaggio hablaba entonces de un mundo aún familiar y bien conocido porque aquellos que hacían fila para admirar sus obras. Hoy el mundo ha cambiado profundamente y la mayoría de los sujetos representados por ese gran artista resultan “oscuros”, aunque su capacidad para atraer y conquistar al público permanece intacta.
Por ser más concretos, ver en 2017 a miles de personas con brillo en los ojos, que no pueden ocultar una conmovida admiración ante un cuadro como la Virgen de los Peregrinos, procedente de la iglesia romana de San Agustín, es algo que llama poderosamente la atención. No basta explicar esta atracción afirmando que obras como estas son de una belleza que irrumpe con evidencia. No basta, porque la belleza no es una categoría que se pueda abstraer del contenido representado ni de la experiencia de quien la hace entrar en una relación profunda y misteriosa con ese contenido. La belleza, para ser tal, siempre se “encarna” en una experiencia. La de Caravaggio, por ejemplo, era la experiencia de un hombre ciertamente al límite, no solo por su temperamento sino también por la dramática inquietud, a veces subversiva, que le invadía. Su historia nos muestra que la belleza nunca es fruto de mecanismos automáticos sino el resultado de una contaminación imprevista de diversos factores y a veces hasta incompatibles sobre el papel. En el caso de Caravaggio, puede suceder que una naturaleza bandida y un temperamento a veces ferozmente antagónico como el suyo desemboquen, por caminos totalmente misteriosos, en obras de una religiosidad intensa, profunda, viva. En el cuadro citado, es una religiosidad impregnada por el espíritu del oratorio de san Felipe Neri.
La belleza es, por tanto, fruto de esta combinación imprevista. Si un público tan vasto e indiferenciado se ve conquistado hoy por la belleza de estas obras, es precisamente porque percibe que esa belleza sigue siendo un proceso en acto: en acto ante los ojos y el corazón de quien los mira. Roberto Longhi, gran historiador de arte del siglo XX, cuando presentó aquella muestra milanesa en 1951, de la que era comisario, afirmaba que la fuerza de Caravaggio es la de saber llevarlo todo al “hoy”, y para subrayar la centralidad de este concepto escribió en cursiva la palabra “hoy”. La belleza de Caravaggio es una estupenda y sorprendente reliquia de un pasado. Es un hecho que sigue tocando el corazón en el presente. Incluso en un presente aparentemente tan lejano como el nuestro.