La sociedad de la nieve: ¿Quiénes fuimos en la montaña?
Advertencia: Este artículo contiene spoilers.
He de confesar que, al comienzo, me negaba a ver la Sociedad de la Nieve. Es un caso que, quizás en Europa no sea tan conocido, pero en Latinoamérica es muy famoso. En casa crecí escuchando del tema y la pregunta difícil siempre salía a relucir: ¿Serías capaz de comerte un cuerpo para sobrevivir? Siempre me negué a contestarla. Pero cuando una gran amiga, en cuyo criterio confío absolutamente, me invitó a ir al cine con ella a verla, fue difícil negarme. Ahora, después de haber visto la película varias veces, agradezco haber dicho que sí.
Lo más impresionante de esta película es las verdades que cuenta. No me refiero a que históricamente esté bien o no, aunque al estar basada en el libro de Pablo Vierci, más los muchos testimonios de los 16 supervivientes, las escenas deben ser muy apegadas a la realidad. Hablo de la conciencia que ha tenido Bayona y todo su equipo para hablar de verdades humanas en una película con un caso tan difícil como este.
Todo aquel con el que he hablado ha dicho que la película es para verla, mínimo, dos veces. La primera para impresionarse frente al hecho y la segunda para fijarse en las cosas que se dicen. Después de haber hecho este ejercicio, dejaré por aquí las verdades mostradas a través del lente de Bayona que más me impactaron.
Numa Turcatti, el protagonista de la película se pregunta: ¿Quiénes fuimos en la montaña? Yo, frente a esta historia, me pregunto: ¿Quiénes somos en todo momento? ¿De qué y para qué estamos hechos? Y, ¿qué montañas vivimos que sacan a relucir estas cosas?
Un equipo es un equipo y eso se nota
Desde el comienzo de la película, si bien Numa guía a los espectadores por esta historia, reconocemos de inmediato que los protagonistas son miembros de un equipo. No solo porque en la primera escena los vemos jugar a rugby juntos, sino por cómo se comportan entre ellos. Hay una manera de moverse, de cómo se tratan, que lo deja en evidencia.
Me atrevería a decir que esto ayudó para garantizar la supervivencia de los 16. Si no se hubiesen conocido de antes, si no hubiesen sido capaces de trabajar juntos, hubiese sido imposible salir adelante. Lo dicen al final de la película: “todos somos fundamentales”.
Y una cosa que me llamó profundamente la atención es que, al ser un equipo, es evidente que tenía que haber un capitán. Pero lo del capitán, en este mundo del “self-made man” donde incentivamos cada vez más a que todos sean líderes, que todos sean sus propios jefes, nos cuesta creer que podemos aprender del otro, y si lo pensamos, es desde un sentido utilitario: tú me das lo que sabes y yo hago lo que me dé la gana con eso.
Pero en el campo de rugby y en la montaña no. El capitán, desde la primera escena, es Marcelo Pérez del Castillo, quién no teme corregir, con cariño, a su amigo Roberto Canessa: “Si te digo que pases la pelota, la pasas”. Roberto acepta la corrección.
En la montaña, Marcelo seguía siendo el capitán. Le recordaba a los más grandes que tenían una responsabilidad de mantener una buena actitud frente a los más chicos o daba instrucciones sobre dónde poner a los heridos. Cuando se disparó la discusión sobre alimentarse de los cuerpos o no, a quien se le preguntó abiertamente fue a Marcelo. “Marcelo, para seguir viviendo tenemos que comer”, le decían. “¿Comer qué?”, preguntaba él. Cuando los supervivientes muertos de hambre y frío decidieron comer a pesar de que Marcelo se negaba rotundamente, todos dijeron lo mismo: “Perdón, Marcelo”. ¿Por qué le pedían perdón?
En el momento trágico cuando se enteran de que han cancelado la búsqueda del avión caído, Marcelo se acerca a los pocos que aún no habían comido y reconoció no solo su autoridad, sino su responsabilidad sobre ellos. “Les pedí que esperaran por el rescaté y me equivoqué”, confesó, “si aún les puedo pedir algo, les pido que coman”.
En el momento en el que buscaban a los que seguían vivos después de la avalancha, todos empezaron a gritar por Marcelo cuando este no contestó a la primera. Todos exclamaban su nombre, pero el último grito fue más claro que todos los demás: “¡CAPITÁN!”
Cuando Marcelo falleció sucedió una cosa interesante. Sin votaciones, sin ponerse de acuerdo, sin postular a nadie, sin candidaturas, tan sólo observando cómo se comportaba cada uno de los que estaban allí atrapados, todos empezaron a dirigir sus preguntas a otra persona: “Roberto, ¿cuándo salimos?”
Y es que, después de mirar cómo se movía Roberto Canessa entre ellos, después de verlo atender a los heridos, de luchar y defender la vida de cada uno sin que sus límites le detuvieran, queda claro que la autoridad, la verdadera autoridad, se reconoce en la experiencia.
Por eso, cuando Arturo Nogueira y Numa conversan sobre la fe que tienen de salir de allí, Arturo es más que claro: “Numa, yo no creo en tu Dios. Yo creo en las manos de Roberto cuando viene a curarme las heridas, creo en las manos de Adolfo cuando corta la carne y no nos dice de quién es, creo en las piernas de Nando que entrena esperando el momento de salir a buscar ayuda”.
Y es que estamos hechos para esto. Para creer en cosas concretas. Si la autoridad es un simple título sin acciones que le acompañen, esa autoridad no la reconoce nadie. Si es un Dios que no se manifiesta en signos concretos de la realidad, signos que nos interpelan, que nos afectan directamente aquí y ahora, es un Dios en el que no creerá nadie.
Por eso ahora, tantos años después, Fernando “Nando” Parrado en una de las tantas entrevistas que ha dado puede decir: “En las situaciones difíciles, denme a Roberto”. Y estoy segura de que Roberto puede decir lo mismo de Nando. Porque, cuando alguien es autoridad, ¿a quién sigue esa autoridad?
Cuando alcanzan la cumbre de la montaña y lo que ven a sus pies son más y más montañas nevadas, Nando exclama: “¡Qué belleza!” Y Roberto contesta, “Sí, lástima que estamos muertos”. Es cuando Nando niega, le señala al fondo del horizonte unas montañas sin nieve y le dice que ahí está Chile. “¿Lo ves?” le pregunta a Roberto, sin mirarle. Roberto tampoco mira. Roberto tiene la mirada clavada en el suelo. Nando vuelve a insistir: “¿Lo ves?” y entonces Roberto levanta la mirada, pero no hacia donde Nando señala. A Roberto solo le hace falta ver a su amigo, ver la certeza que tiene para decir: “Sí, lo veo”.
En alguna ocasión conversaba con una amiga sobre los maestros que nos encontramos en la vida y el sentimiento de impotencia que se puede tener al pensar que no les alcanzamos ni los talones. Ella con mucha sencillez me decía, “la verdadera tragedia sería no tener a nadie a quién seguir”.
¿Dónde estaría Roberto Canessa si no hubiese seguido a Nando Parrado? ¿Dónde estarían los supervivientes de Los Andes si no hubiesen seguido las indicaciones de Marcelo? ¿Dónde estaría el equipo sin la amistad que les unía y les ayudaba a reconocer a quién seguir?
Estocada contra el voluntarismo y el sin sentido
Siguiendo con esta idea del equipo contra el hombre que puede solo contra el mundo, Numa puede representarnos a todos nosotros. Vivimos en una sociedad donde la dinámica que se nos exige es la del súper hombre o la súper mujer, esos que nunca se equivocan, que siempre tienen las mejores ideas, que todo les sale bien… Qué asfixia es, entonces, cometer un error, no aprender rápido, que las cosas no nos salgan a la primera. En definitiva, el terror de nuestro siglo es el no dar la talla, el no ser suficiente.
Numa traía un poco esta dinámica. Se notaba, al comienzo, que no era parte del equipo. No digo que fuera un mal chico, al contrario, me parece una persona excepcional. Pero más excepcional aún cuando, después de su ataque de ira pateando la ventana con la cual termina cortándose, se da cuenta de que esta herida le impide seguir el ritmo que traía.
La conversación que tiene con Javier Methol es para que la escuchemos todos con atención. Numa, desesperado, le dice: “¿Qué sentido tiene todo esto? Yo, que desde que llegué traté de hacer todo bien, de hacer lo correcto, de ayudar en todo, ahora con esta herida no puedo hacer nada. Soy un inútil”.
¿Cuántos nos hemos sentido así? Frente a la impotencia del dolor ajeno que no podemos sanar, frente a la frustración de intentar arreglar algo que no tiene compón, frente a intentar dar una talla autoimpuesta y a la vez imposible de alcanzar. Todos nos lo hemos dicho en alguna ocasión: “¿Cuál es el sentido de mis heridas? Con ellas no puedo hacer nada. Soy un inútil”.
Javier da una respuesta de otro mundo. Acaba de perder a su mujer en el primer derrumbe. Quedaron enterrados bajo la nieve y para salir él tenía que impulsarse pisando el pecho de su esposa, Liliana Navarro, hundiéndola más en la nieve. Para sacarla tenía que salir él primero. Él le pregunta a Numa: “¿Cuál es el sentido de esto?” Numa se queda en silencio.
¿Qué podríamos contestar nosotros a esto? ¿Que las tragedias no tienen sentido? ¿Que vivimos en un mundo injusto? ¿Que la naturaleza y el azar no discriminan y se llevan a todos por delante? ¿Que tarde o temprano todos vamos a morir…? Les pregunto, ¿no nos parece poco todo esto? ¿Son respuestas que realmente pueden calmar las ansias de darle sentido a nuestras vidas?
Javier le cuenta a Numa que, en el momento en el que abrazó a su mujer, sintió “el amor más grande que había sentido en su vida” y que reconocía, en ese instante, que tenía una misión: volver a casa y darle ese amor a sus hijos. “Su muerte no fue en vano”, asevera. ¿Qué hace posible que un hombre pueda decir una cosa semejante? ¿Qué vivió Javier para hablar así de la pérdida de su mujer?
Y es que, cuando nos damos cuenta de que somos irreductibles, pasan estas cosas. Javier no es capaz de reducir a su esposa a un cadáver. La ama demasiado para eso. No es capaz de reducir la esperanza de volver a ver a sus hijos a una fantasía imposible, cada día que pasa está vivo y eso es señal de que podría existir la posibilidad de un reencuentro.
Numa, que estaba herido y derrotado, le mira con asombro cuando Javier le dice “esa herida no te hace un inútil”. Cuántos de nosotros necesitamos que nos miren así, que nos digan eso. Cuántos ansiamos que nos aseguren que nuestras sombras, nuestros límites, no nos definen, que somos mucho más que eso.
Por eso, cuando Numa está a punto de fallecer, puede decirle a Nando que se alegra de que ellos vayan a lograrlo cuando él sabe que no sobrevivirá. Por eso, cuando Numa ya ha fallecido, encuentran en su mano el papel con el versículo (Juan 15:13): “No hay un amor más grande que el dar la vida por los amigos”.
No es casualidad que esta sea la frase que más se haya popularizado después del gran éxito de la película. Muchos probablemente no sabían que se trataba de un versículo, pero eso es lo de menos, la verdad la reconoce cualquiera cuando la tiene delante, sin importar quién la firma. Y se puede reconocer porque sabemos que no es verdad que estamos hechos para dar una talla impuesta por el mundo. Estamos hechos para algo más grande, para un amor tan grande que es capaz de vencer a la muerte.
Siempre tenemos dignidad, incluso después de morir
El gran dilema del caso y la pregunta que siempre me he negado a contestar es la misma: ¿Comer o no comer carne humana en una situación así? Bayona hace un magnífico trabajo, porque su dirección trata con suma delicadeza este tema tan difícil. En ningún momento se tiene la sensación de morbo ni de asco, lo que saca a relucir Bayona es la dignidad que tienen los muertos. Otra vez la irreductibilidad de la persona, incluso después de haber fallecido, conservamos nuestra dignidad.
Por esto no es una decisión fácil y se discute entre todos qué hacer. Por esto hay algunos que se niegan a pesar de que otros acceden. Y los que acceden no lo hacen con facilidad. Cuando Numa por fin da un bocado, dice “mastico dos o tres veces y me obligo a tragar” y se echa a llorar. Otros, al comienzo, lo mezclan con nieve para que sea más fácil tragarse el pedazo de carne que les han dado. Por eso los primos Strauch cortan los cuerpos alejados de las miradas de todos y no les dicen de quién viene la carne que les entregan. Por eso, cuando Tintín empieza a tomar fotos, uno de ellos cubre unos huesos con una maleta. Por eso, cuando ya saben que los van a rescatar, dos de los Strauch se paran frente a los huesos y se preguntan: “¿Qué hacemos con todo esto?”
Si la materia fuera solo materia, en el momento en el que alguien falleciera no le daríamos importancia a su cuerpo. Sin embargo, toda cultura que ha pasado por la faz de la tierra tiene, por más primitivos que fuesen, ritos funerarios. Reconocemos que, delante de un cuerpo que alguna vez albergó un alma, aún hay algo de esa alma en él. Es el rostro que hemos visto llorar y reír, es la garganta que alojaba la voz que tantas veces hemos escuchado, es el corazón que se encendía de amor frente a los que los amábamos.
Por eso, porque sabemos que nuestro cuerpo es nuestro y de nadie más, es que estos chicos decían que el vivo tenía que dar su consentimiento para que se usara su cuerpo. Lo impresionante es que más de uno comienza a decirlo al instante: “Si muero, tienen permiso para comer la carne de mi cuerpo”.
E incluso, cuando los cuerpos quedaban reducidos materialmente a huesos y poco más, todos aún reconocían que esos seguían siendo sus amigos. Gustavo Zerbino es el epítome de este reconocimiento. Cada vez que alguno fallecía, Gustavo se esforzaba por guardar, en una maleta, cosas que le pertenecieran al fallecido: collares, alguna cinta con un parche, una carta, algo, lo que fuera. Y anotaba el nombre de cada uno para que no se mezclaran las cosas.
Una de mis escenas preferidas es cuando llegan los helicópteros a rescatarlos y, cuando Gustavo va a subir con la maleta, le dicen que tiene que dejarla. Esta escena, para mí, es el ejemplo perfecto de que hacer un juicio claro sobre las cosas es cuestión de micro-segundos. Gustavo no tuvo que inventarse un discurso elaborado para explicar por qué él tenía que llevarse esa maleta a Chile, no. Lo que hizo fue sentarse sobre ella y decir, “sin la maleta no me voy”.
¿Qué conciencia tenía Gustavo para hacer esto? ¿Cómo estaba tan claro de la importancia que cada uno de esos objetos tenía y que, delante de su salvación, delante del rescate que estuvo esperando durante más de 60 días, estaba dispuesto a no ser rescatado si no se llevaba la maleta? Porque Gustavo sabía que esa maleta era más que una maleta llena de cosas. Gustavo sabía que llevaba consigo a todos los que no habían sobrevivido.
Y así como Gustavo le llevó a las familias de los fallecidos aquellos objetos para recordarlos, Bayona y Vierci nos ponen delante esta historia no solo para verlos, conocer su caso o recordarlos para aquellos que ya los conocíamos. Nos ponen en el horizonte una manera de vivir las circunstancias que nos suceden que hablan de lo bien que estamos hechos los humanos, de que al final, digan lo que digan, todos tenemos el mismo deseo, que es vivir y que nuestra existencia tenga un sentido. Porque con eso nos despide Numa al final de la película, con un desafío: “Denle ustedes el sentido a lo que pasó”.
Yo sólo sé que tiene muchísimo sentido que esta película haya arrasado en los Goya como lo hizo. Lo decía antes, la verdad la reconoce cualquiera cuando la tiene delante, no importa quién la firme.
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