Editorial

La soberanía es (afortunadamente) secular

Editorial · Fernando de Haro
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9 septiembre 2019
Una prueba más. El enfrentamiento de los últimos días entre el primer ministro británico Johnson y el Parlamento de Westminster es una prueba más de cómo el progreso en materia de democracia y de soberanía no es lineal. Las conquistas alcanzadas en un determinado momento pueden perderse. Lo ha subrayo con lucidez Tom Burns al explicar que el fondo del asunto del Brexit cuestiona el “relato liberal ascendente y optimista”. Un relato que parte de la Gloriosa Revolución en Inglaterra de 1688 y de la Constitución de los Estados Unidos y que da por consolidadas las fórmulas para hacer efectivo el contrato entre gobernantes y gobernados.

Una prueba más. El enfrentamiento de los últimos días entre el primer ministro británico Johnson y el Parlamento de Westminster es una prueba más de cómo el progreso en materia de democracia y de soberanía no es lineal. Las conquistas alcanzadas en un determinado momento pueden perderse. Lo ha subrayo con lucidez Tom Burns al explicar que el fondo del asunto del Brexit cuestiona el “relato liberal ascendente y optimista”. Un relato que parte de la Gloriosa Revolución en Inglaterra de 1688 y de la Constitución de los Estados Unidos y que da por consolidadas las fórmulas para hacer efectivo el contrato entre gobernantes y gobernados.

¿Cuál es el fondo del Brexit? Una discusión sin fin sobre la representación del pueblo soberano, sobre la soberanía, que parecía zanjada. “Por un lado hay un claro mandato popular para abandonar la Unión Europea (UE), y por otro hay una asamblea representativa que se opone a un Brexit en el que no se definan los términos de un acuerdo con la UE”, explicaba la semana pasada en The Atlantic Yascha Mounk, autor del libro The People versus democracy. Mounk señalaba que “Johnson se presenta como el campeón que va a realizar la voluntad popular a cualquier precio, voluntad de la que se considera intérprete”. La partida está llena de trampas porque el referéndum no especificaba cómo debía ser la salida de la UE. Pero en medio del ruido esta cuestión se desprecia. El caso es que, en el Reino Unido, como en algunos otros países de Europa, hemos visto últimamente un enfrentamiento entre la supuesta voluntad del pueblo expresada a través de la democracia directa y la voluntad de la mayoría, encarnada en los parlamentarios. El Parlamento Británico, argumentan Johnson y muchos otros, no debería impedir que se materialice lo que el pueblo soberano ha decidido. El Parlamento es el problema. La evidencia del valor de la democracia representativa como fórmula para encauzar la soberanía popular, uno de los grandes fundamentos de nuestros sistemas constitucionales, se pone en cuestión.

El “soberanismo” del pueblo británico, frente a su Parlamento, es solo una de las muchas reacciones de quien revindica, en estos tiempos de globalización, una vuelta al “poder popular” y a las atribuciones propias de los Estados tal y como quedaron definidas en la Paz de Westfalia. Esto último sería necesario para que la política recuperara su dignidad y la gente pudiera tener el protagonismo que le es propio. De un lado se reclama poder para el pueblo, de otro se exige con nostalgia una soberanía plena de los Estados. La añoranza de una soberanía “como la de antes” lleva a acariciar a algunos la teoría de una especie de conspiración neoliberal. Las corporaciones y los grandes poderes económicos mundiales habrían llevado a cabo un plan alimentado por su codicia para suprimir barreras comerciales, para impulsar la libre circulación de mercancías y capitales. El mundo del dinero contra la gente.

Es un dato que la soberanía de los Estados ha quedado muy diluida. Es también un hecho que la globalización, en muchas ocasiones, es una fuente de injusticia. Y es evidente que es necesario recuperar instancias políticas con capacidad de regular, ordenar y controlar unos mercados que no resuelven todos los problemas y a veces los crean. Pero es también un dato que la apertura comercial genera más riqueza que el proteccionismo, y que las libertades de circulación de capitales, mercancías y personas, convenientemente ordenadas, generan más prosperidad para las personas. Las viejas fórmulas de soberanía ya no funcionan, habrá que inventar otras nuevas. Y en este campo los proyectos de integración regional (como el de la UE) son parte de la solución, no del problema.

No solucionamos nada anclados en la nostalgia de la vieja soberanía estatal, como tampoco solucionamos nada pensado que la soberanía popular se expresa mejor a través de la democracia directa.

La democracia directa, materializada en referéndums ganados por dos o tres puntos porcentuales, es la mejor fórmula para que las fake news, la desinformación y los poderes que están detrás acaben imponiendo su voluntad.

El concepto de soberanía popular que manejamos, probablemente, es una idea secularizada por el racionalismo de la soberanía de Dios. Pero el modo en el que esa soberanía debe expresarse, concretarse y materializarse ha sido aquilatado desde las revoluciones liberales hasta las Constituciones que se elaboraron después de la II Guerra Mundial. Para evitar la absolutización del soberano, ahora el pueblo, la regla de la mayoría no es la única regla. Se exigen mayorías reforzadas, se estima el peso de las minorías, se refuerza el valor deliberativo de los parlamentos, se limita la capacidad de gobernar por decreto, se fortalecen los Tribunales Constitucionales… en fin, una larga historia de progresos democráticos que ahora parecen ser inútiles.

Es posible que la soberanía fuera un fruto positivo de la secularización. Pero ahora ahora asistimos a una teologización de la soberanía que le atribuye caracteres religiosos. No es nada positivo.

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