La secularización como vocación

Carrón · Massimo Borghesi
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20 junio 2024
Debemos aprender a vivir sin la cristiandad y debemos pensar en este cambio no como la pérdida de una forma maravillosa de existir, sino como la ganancia de una forma mucho más sana de existir.

El texto del docufilm Vivere senza paura nell’età dell’incertezza (Vivir sin miedo en la era de la incertidumbre), presentado en el Meeting de Rimini en 2022, ha visto la luz en un volumen, editado por Alessandra Gerolin, para Bur Rizzoli. El título es Abitare il nostro tempo (Habitar nuestro tiempo) y los autores son Julián Carrón, ex presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, Charles Taylor, uno de los filósofos católicos contemporáneos más conocidos, y Rowan Williams, anglicano y arzobispo de Canterbury de 2002 a 2012. El diálogo tiene el acento de la época de la pandemia y revela una preocupación por inspirar esperanza en un tiempo de miedo. Los tres interlocutores, diferentes por su historia y experiencia, comparten un punto de partida similar: el tiempo la cristiandad ha terminado. Esto es tan cierto para Taylor como para Carrón. Para el teólogo español, vivimos en una época marcada por el «colapso de la evidencia», en la que «el intento de la Ilustración por afirmar los valores humanos fundamentales sin referencia a la historia y la cultura cristianas en las que surgieron… ha fracasado» (p. 19).

El fin de la cristiandad coincide, desde este punto de vista, con la crisis de un determinado modelo de secularización. El resultado, sin embargo, no es el nihilismo postulado por Nietzsche, sino un mundo plurisecular que mezcla caóticamente pasiones individualistas, instancias libertarias y movimientos éticos. Un mundo que hay que descifrar y no simplemente combatir. La postura reactiva, por parte de los cristianos, en este caso no ayuda. Según Williams, «en las circunstancias actuales, los cristianos corren el peligro de utilizar la tradición como arma. En lugar de pertenecer a la tradición de forma inteligente y segura, hay cristianos que la convierten en una opción, en un partido que hay que defender al mismo nivel que otros partidos» (pp. 23-24). El desafío del mundo postsecular sólo puede afrontarse mediante un retorno no tradicionalista a la tradición. Un retorno a la tradición como fuente de renovación, como memoria que tiene que volver a suceder en el presente. Es en este contexto en el que el fin del cristianismo puede ser una oportunidad para la fe de hoy. Elocuentemente, Taylor, para quien el Concilio Vaticano II representa una encrucijada crucial para la Iglesia actual, observa cómo el clericalismo imperante hasta los años sesenta en el Quebec canadiense, su tierra natal, estuvo en el origen del anticlericalismo posterior. «Era una Iglesia que daba órdenes a la gente, se expresaba sobre cuántos hijos había que tener, etcétera. De repente, en los años 60 hubo una rebelión y mucha gente se marchó y no quiso saber nada más de la Iglesia. Se llenaron de ira» (p. 71). Por eso, el filósofo Taylor se adentró también en el terreno político, para mostrar la posible coexistencia de la laicidad y la religión. Desgraciadamente, confiesa, «todavía arrastramos una cierta herencia, de la época de Constantino, que nos ha acostumbrado a vivir en sociedades caracterizadas por el cristianismo, en las que no sólo la adhesión a la fe era numéricamente muy significativa, sino en las que toda la estructura política, las tradiciones artísticas e intelectuales estaban marcadas por la fe cristiana. Ahora bien, no pretendo afirmar que esto fuera en sí mismo un error, ni siquiera que la cristiandad fuera un fenómeno criticable en su totalidad (baste decir que generó obras maestras como la Divina Comedia o la catedral de Chartres). Sin embargo, no creo que sea una buena manera de ser cristiano, porque mezcla la fidelidad política y la fidelidad a la fe, y de ahí la tentación de utilizar la fuerza para imponer la fe al conjunto de la sociedad. […] Debemos aprender a vivir sin la cristiandad y debemos pensar en este cambio no como la pérdida de una forma maravillosa de existir, sino como la ganancia de una forma mucho más sana de existir, en la que podamos volver a recuperar el papel central de la libertad. La fe debe ser algo a lo que uno se adhiere libremente con todo su ser y no el resultado de una imposición de pertenencia (como el mundo en el que viví de niño en Quebec, donde el nacionalismo local giraba en torno a la Iglesia). Este tipo de coacción y presión no ofrece la situación ideal para permitir que la fe crezca realmente» (pp. 57-58). Ese periodo ya ha pasado y no hay nada que lamentar. Por eso, según los protagonistas del diálogo, el momento presente representa, en medio de mil ambigüedades, una oportunidad. La expresión es correcta y debe, sin embargo, aclararse. No puede significar, en efecto, que el presente esté en manos de cristianos nuevos y voluntariosos, diferentes del pasado, ni que una posición progresista tenga más posibilidades que una tradicionalista. En la conclusión del volumen es Williams quien afirma: «Creo que vivir en la era secular es una vocación. Es una llamada de Dios y, por tanto, es un don. Si lo vemos como una derrota, pensamos que hay una lucha cuyo resultado dependería únicamente de nosotros. Si lo vemos sólo como un desafío, quizá no comprendamos del todo que es Dios quien nos espera y se relaciona con nosotros a través de esta situación. Si lo vemos sólo como una oportunidad, quizá no lo veamos como algo que se nos ha «dado»: cuando, en cambio, hablamos de ello como una llamada de Dios, nos damos cuenta de que las circunstancias de hoy son un don de Dios. Nos invitan a una nueva y profunda relación con Dios y con su mundo. Así que tal vez podamos empezar con esto. La secularización es una vocación. Es un don» (p. 138).

La secularización es una vocación. Esto significa que puede ser redimida desde dentro, pasando por el corazón de las personas, no simplemente ganada desde fuera. «Creo», dice Carrón, «que para poder responder a la pregunta “¿hay todavía esperanza hoy?”, como dice Charles Péguy, “hay que haber obtenido, recibido una gran gracia”. La esperanza, en efecto, no es simplemente una actitud congénita a la naturaleza humana» (p. 131).

La esperanza, que nos permite soportar el peso del miedo que hoy nos asalta, no puede ser el resultado de un compromiso, de un método espiritual que garantice resultados seguros. Sólo una presencia, un testimonio de vida, es capaz de suscitar esperanza. Para Carrón, «ningún razonamiento, ningún discurso, ninguna regla, ninguna coacción puede vencer el miedo profundo que tantas veces hemos visto surgir en nuestras vidas, por ejemplo durante la pandemia. La única esperanza es encontrar presencias que nos sostengan, como hace una madre con su hijo. Pienso en la experiencia de los discípulos cuando están en la barca con Jesús durante la tempestad» (pp. 26-27). La esperanza, la verdadera esperanza, está ligada a la «atracción por Jesús». Por eso «la respuesta cristiana a la secularización consiste en presentar un cristianismo no reducido a moral o discurso. Significa volver al origen, re descubrir que el encuentro con Cristo corresponde al corazón humano» (p. 137).

Es la presencia del Misterio, la presencia en la carne, la que puede reavivar la vida hoy, incluso de quienes nunca han oído hablar de Cristo. Taylor confiesa a este respecto: «Todo mi trabajo filosófico ha intentado comprender al ser humano como sujeto encarnado, en contraste con la filosofía dominante en el mundo anglosajón, que era extremadamente “desencarnada” , muy preocupada por la razón, por una razón que no debía dejarse influir demasiado por las entrañas o el sentido de estar en el mundo. Lo que ha mantenido mi fe es el sentimiento de este movimiento, que realmente sientes con todo tu ser. Esto me ha hecho más católico porque creo que en el catolicismo – […] – uno tiene un sentido muy fuerte de cómo la gracia pasa a través de toda la persona, incluido el contacto físico» (p. 98).

La gracia «física», transmitida en y a través de lo sensible, es hoy el lugar de una auténtica experiencia de fe. Cualquier otra «estrategia» es una distracción. Esto significa que todo compromiso cultural, político, caritativo, etc. sólo es fructífero si se lleva a cabo mediante el testimonio. Como observa bellamente Taylor: «Hay momentos en que tenemos la percepción de algo muy poderoso que está ahí, más allá de nosotros, que nos atrae y nos da una idea de cuál es el verdadero sentido de la existencia. Cuando se produce este tipo de descubrimiento, tengo una percepción muy fuerte de lo que significa estar lleno de ágape: de alguna manera, se disipan todas las preocupaciones y ansiedades sobre mi vida y lo que la amenaza. Me invade la necesidad de encontrarme con personas llenas de ágape y el deseo de devolverles algo. Así se fortalece mi fe» (p. 123).

Las personas llenas de ágape son las que hacen posible «vivir sin miedo en la era de la incertidumbre». Para Taylor, «lo que te saca de la duda es otra “onda” de percepciones gracias a quien te encuentras». Para mí, afirma, “fue crucial haber conocido a algunas personas realmente notables, no sólo cristianos. Te cruzas con ellos y ves otra posibilidad de ser. Vuelves a sentirte inspirado, conmovido y, de nuevo, sientes un fuerte apego. Pero no espero que el vaivén de la duda termine, al menos no en este mundo: forma parte de lo que nos hace crecer, tenemos que pasar por la duda para madurar. Creo que Dios siempre está trabajando para cambiarnos y, en cierto modo, si intentamos evitar estos momentos, estamos evitando los lugares donde podemos ser cambiados; es una hipótesis. Es imposible suprimir por completo los obstáculos: nunca acabarán. Hay que vivir todo eso y también el dolor que conlleva» (p. 127).

Personalmente, la duda no le abrumó gracias a una experiencia fundamental que le marcó. «Una de las experiencias más hermosas que he tenido fue cuando me invitaron a la Vigilia Pascual ortodoxa rusa, a la que nunca había ido. Durante la vigilia escuché un canto maravilloso: Cristo ha resucitado, resucitado de entre los muertos (¡Christos voskrese!). Fue uno de los momentos de mi vida en que me sentí más profundamente conmovido. En aquel momento, mi padre se marchaba y a mí me agobiaba la muerte y la idea de la negación total que parecía implicar. De repente, escuché esta maravillosa canción del coro: Smerte You smert po prav (a través de la muerte, Cristo ha vencido a la muerte). Y esto me ha acompañado desde entonces. Han pasado casi setenta años». (pp. 113-114).

 

Artículo publicado en Ilsussidiario.net


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