La reconciliación es fundacional

Editorial · Fernando de Haro
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3 octubre 2021
“Intento descifrar por qué las víctimas de ETA que se han encontrado con los terroristas dicen que se han liberado. Fueron a esos encuentros con reservas y miedo, quizás por una obligación moral y se les quitó un peso de encima”, me dice la directora de cine Icíar Bollaín en una conversación sobre Maixabel, su última película.

La cinta cuenta la historia de los encuentros de Maixabel Lasa con los asesinos de su marido, Juan María Jáuregui. Al político socialista le quitaron la vida en el año 2000. La historia ha sido llevada a los cines al mismo tiempo en que salen en libertad, por haber terminado de cumplir su condena, los que fueron miembros de la banda. Muchos de ellos son recibidos como héroes sin que sea reconocido el mal hecho. Un mal que tiene el nombre de casi mil muertos, de muchos más heridos, de una falta de libertad difícil de imaginar, de una perversión moral y de una toxicidad social que solo se comprende leyendo novelas como Ojos que no ven de José Ángel González Sainz.

ETA dejó de matar ya hace más de diez años pero el veneno sembrado durante décadas sigue supurando. Los homenajes públicos a los terroristas reflejan la voluntad de vivir en la mentira de un sector importante de la sociedad vasca. Una voluntad que en muchos provoca indiferencia. Sin una memoria sana es difícil construir el presente y el futuro. Por eso la película de Bollaín es un instrumento muy potente para deslegitimar el relato falso que se ha construido sobre una devastación nihilista a la que se le dio ropaje político.

Suena el teléfono. Suena el teléfono reiteradamente. Y Maixabel Lasa, sin que nadie se lo diga, sin levantar el auricular, sabe que han matado a su marido. Porque hace años que estaba amenazado, porque en realidad la muerte era desde hacía mucho tiempo una compañera habitual. Solo hacía falta saber el día y la hora cuando ETA te había convertido en uno de sus objetivos. Es lo que retrata una de las escenas más sobrecogedoras de la película de Bollaín. La última banda terrorista activa en Europa, todavía hace 20 años, todavía hace 10 años, destrozaba arbitrariamente vidas. En la conversación con uno de los asesinos, Maixabel pregunta por qué mataron a su marido. Y no hay respuesta. No sabían nada de él, era un nombre vacío, un objetivo sin rostro y sin historia.

Los encuentros restaurativos tuvieron lugar hace diez años en la prisión de Nanclares de Oca. Fueron pocos, muy pocos. A diferencia de lo que sucedió con las Brigadas Rojas o con otros grupos terroristas de los años 70 italianos, fueron absolutamente minoritarios. La película refleja bien cómo ETA, dentro de las cárceles, ha sido y sigue siendo una secta. Solo para un grupo muy reducido la estancia en prisión se convirtió en una ocasión para reflexionar sobre lo que habían hecho. Porque la “organización” estaba allí y está para que nadie se hiciera ni se haga preguntas, para cerrar cualquier brecha que se abra en el corazón y para culpabilizar al “Estado represor”. La batalla entre la ideología y la realidad, entre las respuestas prefabricadas y el dolor por el mal hecho parecía definitivamente perdida hasta que algunos reconocieron lo que realmente había sucedido. No se puede silenciar siempre y en todos lo que grita el corazón. Y los que descubrieron que no había “liberación del pueblo vasco” ni “independencia” que pudiera justificar lo que habían hecho empezaron a cargar con una culpa demasiado pesada. Empezaron a humanizarse. Son estos pocos los que con más rotundidad reflejan lo que fue ETA. Los verdugos arrepentidos, conscientes, y las víctimas son los que cuentan la verdadera historia de lo que pasó en el País Vasco. Cara a cara, víctimas y verdugos se cuentan la verdadera historia que todos debemos escuchar. ¿Por qué no mirar también el mal en la cara y en el corazón de los que lo cometieron? El viaje que convierte al terrorista que se justifica en una persona que busca la redención y el perdón abre una grieta en el búnker de la ideología. No se entiende por qué a menudo se le tiene tanto miedo si es sincero.

Algo se desata cuando se pide perdón y la víctima se abre, libremente, graciosamente, a la posibilidad de dar una segunda oportunidad. La víctima desde que sufrió el mal está vinculada con una identidad que no ha elegido, al encontrarse con el verdugo arrepentido vuelve a ser quien era antes, me dice Icíar Bollaín. Quizás sea que el reconocimiento del mal hecho, la petición de perdón, la reparación y la acogida de esa petición de perdón crean un escenario nuevo. Los opresivos lazos creados por el mal comienzan a desatarse. Es lo que sucedió en el proceso de reconciliación que hizo posible la vuelta a la democracia a España. La reconciliación es fundacional.

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