La quimera del Estados islámico

Mundo · Martino Diez
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11 noviembre 2014
“El IS no representa al verdadero islam”: cuántas veces musulmanes de todas las tendencias –a excepción naturalmente de los propios yihadistas– han repetido durante los últimos meses esta afirmación, lanzando llamamientos y emitiendo condenas públicas. Afortunadamente. Pero si el verdadero islam no está entre Raqqa y Mossul, ¿dónde podemos encontrarlo?

“El IS no representa al verdadero islam”: cuántas veces musulmanes de todas las tendencias –a excepción naturalmente de los propios yihadistas– han repetido durante los últimos meses esta afirmación, lanzando llamamientos y emitiendo condenas públicas. Afortunadamente. Pero si el verdadero islam no está entre Raqqa y Mossul, ¿dónde podemos encontrarlo?

A nivel personal y comunitario, es fácil responder señalando las muchas experiencias donde la fe islámica es el motor de un compromiso moral que enriquece la conciencia social (en sociedades plurales como las occidentales) o incluso constituyen su fundamento (en ciertos contextos mediorientales). Pero a nivel político la cuestión se hace más difícil, porque desde hace décadas los líderes de las diversas corrientes impropiamente definidas como “fundamentalistas” afirman que el islam ofrece un modelo preciso de organización del Estado. Pues bien, si están en lo cierto, ¿dónde está el actual Estado islámico? Ante esta pregunta los líderes del islam político, a diferencia de otras realidades del mundo musulmán, no pueden sustraerse desde el momento en que se desmarcan del IS, precisamente porque desde hace décadas basan sobre este punto su programa.

Sin embargo, parece que el Estado islámico sea, parafraseando el Manifiesto del Partido comunista de 1848, “un fantasma que se cierne sobre la umma”. Debe estar –lo enseña la teoría– pero no se sabe dónde. Desde luego, no es el IS. Pero tampoco es Arabia Saudí, con la que por ejemplo los Hermanos Musulmanes tienen una cuenta abierta. Y quizás aparte de los implicados directos, no hay muchos países candidatos, como Pakistán, Afganistán o Mauritania (que luchan por el título), a ejemplos de Estado islámico hecho realidad, por no hablar naturalmente de Irán, sospechoso a priori por su pertenencia chií.

La naturaleza inaferrable del Estado islámico resulta tanto más sorprendente si consideramos que la raíz fundamental de toda su doctrina, desde finales del XIX en adelante, es que la religión musulmana no solo ofrece un sistema de valora para esto y lo otro sino también indicaciones concretas para la realización de una comunidad política alternativa a los demás modelos disponibles (“ni con Occidente ni con Oriente”, fue un famoso eslogan de Jomeini) e inmediatamente actualizables, sin tener que esperar la llegada del último día. Sin embargo, después de un siglo en el que ríos de tinta y palabras se han derramado para martillear en las mentes y en los corazones esta tesis, y después de medio siglo en que, cómplice del fracaso del nacionalismo árabe, se han gastado ingentes recursos económicos para actuar en el ámbito de la teoría, el Estado islámico sigue sin materializarse. Cuando se trata de indicar al último califa con los papeles en regla, un ideólogo de primer plano como el pakistaní Mawdudi (m. 1979) se veía obligado a remontarse hasta ‘Umar Ibn ‘Abd al-‘Aziz, el piadoso omeya que reinó entre los años 717 y 720, es decir, hace 1400 años. Está claro: no es que no haya grandes figuras de gobernadores musulmanes que hayan comparecido años después, sino que el Estado islámico es algo más que un gran soberano, es un régimen entero que actúa. Si actúa, claro está.

¿Acaso hay entonces que atribuir el retraso en la parusía del auténtico Estado islámico a Occidente y sus tramas neocolonialistas, eventualmente apoyadas por gobiernos locales “colaboracionistas”? El argumento, en este caso, es débil: porque si bien es cierto que esta doctrina política es el corazón de la enseñanza coránica, no podemos pensar que potencias adversas –y por tanto perdedoras– puedan detener ese acontecimiento más allá de un cierto límite. Entonces, después de medio siglo de intentos, no queda más que una única, desconcertante, posibilidad: que el Estado islámico seas un espejismo, que se disuelve antes de dejarse encasillas en prosaicas leyes estatutarias o que, como alternativa, sufra una triste metamorfosis hasta hacerse preocupantemente parecido a un régimen medieval. No es entonces la modernidad distinta sino la modernidad de siempre la que persiguen estos pensadores, imaginando un estado capaz de regir la confrontación con las grandes potencias.

La condena del IS debería por tanto llevar, en la variada galaxia fundamentalista, a una radical puesta en cuestión del ideal mismo de Estado islámico, por muy dolorosa que pueda resultar. Detenerse antes significaría perder una ocasión histórica.

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