La primera libertad política
España hierve en las vísperas de un largo período electoral. Ni un segundo de respiro. Todo está muy abierto. Sánchez puede volver a gobernar con el apoyo del nacionalismo/independentismo y de la izquierda de la izquierda. No se desmorona en las encuestas después de los indultos, del fracaso con “la ley del sí es sí”, con la modificación del Código Penal. Feijoó no acaba de consolidarse.
Los partidos tienen urgencia por conseguir que los ciudadanos tomen posición. Quieren que nos situemos en el mapa con rapidez. Vivimos una política geográfica, de espacios. Se pretende desde arriba limitar y acotar la complejidad de los problemas, de la vida social. Se fomenta una especie de “racionalismo estratégico”: se le pide al votante, en el mejor de los casos, pocas ideas claras que limiten cualquier incógnita que pudiera plantearse. Se le pide que, desde el principio hasta el final, esté claro qué lugar tiene que defender. En el mejor de los casos pocas ideas con fronteras muy marcadas. En la mayoría de las ocasiones solo sentimientos. Cada uno debe ocupar el puesto asignado si defiende este u otro valor: “hay que evitar que los que absolutizan el mercado gobiernen”, “hay que impedir que los estatalistas tengan el control”, “hay que frenar a los destructores de las últimas evidencias”, “hay que evitar que los separatistas tengan protagonismo”. Este proceso, con resultados muy previsibles, está muy tutelado.
La política reducida a posiciones (derecha-derecha, derecha, izquierda, izquierda-izquierda) facilita el estado de conflicto permanente.
Ni siquiera las instituciones son capaces de frenar ese estado porque progresivamente han ido quedando colonizada por los partidos. Este “posicionismo” se hace en nombre de valores pero alimenta e instrumentaliza la disolución de los vínculos sociales tan propia de nuestra sociedad digital. En una sociedad dinámica, con relaciones sociales ricas y complejas, no es fácil ni necesario colocarse a priori en una zona del mapa dibujado desde arriba. Si es la vida la que determina la relación con la cosa pública, todo es mucho más ágil y los políticos tienen mucha más dificultad para conseguir clientes a base de levantar ciertas banderas.
El origen del estado de conflicto permanente tiene mucho que ver con que hayamos dejado de ser personas para ser individuos que defienden identidades abstractas. Nos pensamos fuera de la experiencia social y esa consideración sin carne es la que le nos dice cuál es nuestro rival, cuál es el enemigo que impide que nuestros intereses, principios, emociones y deseos no prosperen. Creemos estar defendiendo una vida y estamos parapetados detrás un cadáver.
Llegado el momento habrá que elegir una u otra papeleta. Pero sin prisa. El resultado electoral es importante pero tanto o más importante es aprovechar la ocasión para hacer una reflexión crítica sobre qué permite vivir en un estado que no sea el de conflicto. Esa reflexión, que equivale a volver a conectar con el mundo de la vida, que supera el voto inducido por lo que los franceses llaman los “clérigos”, los intelectuales, los líderes políticos o “parapolíticos”, es quizás más relevante que jubilar un mal Gobierno.
Tan pronto como se reconecta con el mundo de la vida se reconoce con facilidad que el gran problema político no es si la izquierda diluye una tradición occidental ya disuelta o si la derecha tiene o no tiene, defiende o no defiende ciertos valores y libertades. La primera libertad es la de no tener que estar necesariamente enfrentado, la de no tener que estar situado en determinada posición del mapa. La primera libertad, la primera necesidad política, es un mundo en el que se pueda reconocer el valor del otro.
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