La política al servicio del bien común

Mundo · Mario Mauro
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16 noviembre 2009
Páginas Digital publica por su interés una síntesis de la intervención que realizará Mario Mauro este viernes en el Congreso Católicos y Vida Pública.

Cuando San Agustín, tras la invasión de los Vándalos, describe el carácter del Estado, llega a decir, sorprendentemente: "¿Qué es el Estado? ¡El Bando que venció!". Ante los afligidos ojos del Obispo de Hipona, aquel juicio estaba claro. El bando que venció acabó con el destino de un gran imperio. El imperio de Roma fue sustituido por reinos romano-bárbaros. A medida que las bandas avanzaban con nuevas victorias, iban regulando la experiencia de la convivencia civil y social. Para que el Estado no sea el Bando que ha vencido, la única posibilidad es que sea fruto de un Pacto de Libertad.

De hecho, las instituciones, la experiencia del Estado moderno, la experiencia de la convivencia civil, la experiencia de los acuerdos internacionales que dan lugar a instituciones supranacionales que buscan la paz y el desarrollo para todos, son fruto de un Pacto de Libertad. Los ciudadanos ceden una parte de su propia soberanía a cambio de garantías y servicios.

Se construye un Pacto de Libertad a partir de lo que interesa a todos: la defensa del pueblo, la defensa militar, la política exterior, y después, las demás atribuciones de la administración pública. Y se hace así para proteger a la persona, a la persona humana en su integridad y en su dignidad última. Para garantizar que cada uno de nosotros se pueda beneficiar verdaderamente de aquello que las instituciones nos puedan dar de nuevo en espacios de libertad, de oportunidades económicas, de oportunidades de crecimiento, de oportunidades de promoción, incluso del sentimiento y de la instrucción. Todo, para que la persona pueda ser más ella misma.

Como ven, éstos son vasos. Son vasos; podemos discutir todo el día sobre cuál es el objetivo de este objeto, pero todos estaremos de acuerdo en que el fin de este objeto es contener un líquido, y que se puede utilizar para beber. Éstos son de plástico: pero si por casualidad fueran de cristal pesado y utilizara uno para estallarlo en la cabeza del moderador, ¿qué estaría haciendo? Le estaría haciendo daño, pero sobre todo habría negado el fin para el que está hecho este objeto.

El fin, es decir, aquello por lo que el vaso es lo que es -y no es, por ejemplo, un micrófono o una botella-. Cuando hablamos del fin de algo como un vaso, o del fin de un reloj de pulsera, que sirve para medir el tiempo, no entendemos fácilmente. ¿Pero qué es un hombre? ¿Para qué sirve? ¿Cómo se tiene que organizar un sistema educativo para expresar hasta el fondo lo que el hombre es, y por tanto la profundidad de su deseo, su expectativa de justicia, de verdad, de belleza? ¿Cómo se tiene que organizar un sistema sanitario? O un sistema de producción, o un sistema de pensiones, para respetar hasta el fondo, no sólo el derecho de los que ya han trabajado, sino también las expectativas de las generaciones que vendrán. Ésta es la tarea de la política. Éste es el trabajo profundo al que estamos llamados aquéllos de nosotros que nos queremos implicar en este ámbito.

La política, por tanto, como la forma más completa de cultura, no puede dejar de tener como preocupación fundamental al hombre. En su discurso en la UNESCO el dos de junio de 1980, Juan Pablo II dijo: "La cultura se sitúa siempre en relación esencial y necesaria con lo que es el hombre". El sentido religioso aparece así como la raíz de la que nacen los valores. Un valor, en último término, es la perspectiva de la relación entre lo contingente y la totalidad, el absoluto. La responsabilidad del hombre, a través de todas las provocaciones que le llegan del impacto con la realidad, se ejerce en la respuesta que da a la preguntas que constituyen el sentido religioso (o el "corazón", como diría la Biblia).

En el ejercicio de esta responsabilidad frente a los valores, el hombre tiene que hacer las cuentas con el poder. El poder entendido como delimitación del objetivo común y organización de las cosas para llegar a conseguirlo. O el poder está determinado por la voluntad de servir a la criatura de Dios en su evolución dinámica, o sea, por servir al hombre, a la cultura y a las prácticas que se derivan de ella; o bien el poder tiende a reducir la realidad humana a sus objetivos. Y así es como surge un Estado que genera todos los derechos y que reduce al hombre a un trozo de materia, a ciudadano anónimo de la ciudad terrena.

Una cultura de la responsabilidad debe mantener vivo el deseo original del hombre, el deseo del que derivan los demás deseos y valores: la relación con el infinito que convierte a la persona en el verdadero sujeto activo de la historia. Una cultura de la responsabilidad comienza en el sentido religioso. Este es el punto de partida que une a los hombres. Es imposible que si se parte del sentido religioso los hombres no se sientas empujados a unirse. Y no por un beneficio provisional, sino en lo esencial: a unirse en la sociedad con una integridad y libertad sorprendentes (la Iglesia es el ejemplo más claro). Por eso ponerse en movimiento es signo de vitalidad, de responsabilidad y de cultura, y dinamiza todo el orden social.

Un partido que sofocara, que no favoreciera o no defendiera la riqueza de esta creatividad social contribuiría a crear o mantener un Estado que fuese prepotente con la sociedad. Un Estado así existiría en función de los programas de quien ocupa el poder, y sólo llamaría a la responsabilidad para buscar el consenso de cosas ya programadas. Hasta la moral se concebiría y se proclamaría en función del status quo. Pasolini decía amargamente que un Estado de poder, como tantos de los que vemos hoy, es inmodificable: deja espacio, como mucho, a la utopía porque no dura; o a la nostalgia individual porque es impotente. La verdadera política, por el contrario, es aquélla que defiende una novedad de vida presente, capaz de modificar hasta los arreglos del poder.

Dicho esto, querría subrayar las dos mayores tentaciones para quien quiere dedicarse a la política y buscar un compromiso concreto con la sociedad a partir de una pertenencia al Señor de todas las cosas. La primera es pensar que la tarea de la política es dar contenido y sentido a la vida, que tiene capacidad para hacerlo. Al ocuparme del tema de la libertad de educación, siempre he dicho que el Estado debe proteger los proyectos de los ciudadanos para responder a sus necesidades, no dirigirlos. La situación, a menuda, no es esa. Mounier decía: "La importancia que se atribuye a la política sólo se puede explicar por el flujo del viejo mito optimista, que se ha transmitido del individuo a las instituciones". Después de haber esperado los milagros del hombre nuevo, de una libertad instintiva y anárquica, ahora ponemos nuestra esperanza en un dispositivo político y social, concebido como una especie de inmenso distribuidor automático de justicia y orden. Pero siempre te quedas esperando, porque no sucede nada.

La segunda tentación, quizá más sutil: es la de pensar, por el contrario, que la política y el Estado están al servicio de la sociedad y de los llamados cuerpos intermedios, pero sin llegar a identificar quiénes son realmente estos cuerpos intermedios. En los trabajos de la comisión bicameral italiana, me ha sorprendido que, cuando se ha propuesto de nuevo abordar la cuestión de la subsidiaridad, nos hemos encontrado con que había una incapacidad para dar un contenido de experiencia real a esta palabra. Y era así porque ninguno tenía experiencia de las obras que garantizan que la subsidiariedad sea real. Experiencia de escuela, Iglesia y familia; queda el Estado como única respuesta a las necesidades de todos. Sin el contenido de la experiencia, por desgracia, palabras como "libertad" y "sociedad" suenan vacías. Percibo flotando, en el debate actual, un nominalismo ridículo, sobre todo cuando se insiste en volver a proponer, en términos de contraposición, un catolicismo social de derechas a uno de izquierdas.

La política sirve para favorecer una presencia, un trabajo de hombres dentro de la sociedad. O el empeño político va unido a una presencia vida en la sociedad, a una compañía de hombres, o inevitablemente la noción de libertad vuelve a quedarse abstracta y la política se convierte en un puro juego de poder. Cuando, por el contrario, la política defiende la experiencia en acto de una libertad concreta, entonces también la política se hace fascinante. Me parece que éste es el lenguaje de la verdadera política.

Europa

Esto tiene mucho que ver con la crisis del proyecto europeo. Crisis que es fruto de una aproximación equivocada al proceso de integración, de una posición política que no quiere partir de la realidad, de la pregunta sobre qué es Europa, del interrogante emblemático sobre los fundamentos mismos de la integración europea. Benedicto XVI nos ha recordado que los dos grandes peligros contemporáneos para la convivencia entre los hombres son el fundamentalismo -la pretensión de convertir a Dios en un pretexto para un proyecto de poder- y el relativismo, es decir, entender que todas las opiniones son igualmente verdaderas. La involución del proyecto político que llamamos Unión Europea se puede explicar también por estos dos factores. El problema de Europa es consecuencia de que la relación entre la razón y la política se haya separado de la noción de verdad. El compromiso, presentado justamente como sentido de la vida política, se concibe hoy como un fin en sí mismo. Por eso se ha optado por valorar y enjuiciar las principales políticas de la Unión Europea, utilizando como hilo conductor las intuiciones de los padres fundadores y la promoción de la dignidad humana inherente a la experiencia cristiana.

La situación de impasse en la que está Europa debe conducir a una profunda reflexión. Más allá de la capacidad de alcanzar un buen acuerdo sobre los presupuestos, lo cierto es que el Viejo Continente está perdiendo su horizonte y dimensión. Después de la "era Kohl", Europa ha estado dominada por unos políticos que no han tenido ni el coraje necesario para generar un "mañana" ni la fuerza para mantener la fe en la construcción desarrollada por los padres fundadores hace poco más de 50 años. En la escena pública hay una generación de políticos con una idea de Europa que convierte la integración, cada vez más reducida, en un valor en sí mismo. Una idea que han rechazado los franceses y los holandeses en los referenda. ¿Pero cuál es la política de Europa? ¿Cuál es el peso real de Europa en el mundo globalizado?

La crisis de Europa: de patria del Derecho a supermercado de derechos

La caída del comunismo trajo consigo una serie de cambios cuyo impacto y naturaleza todavía están, en muchos casos, lejos de aclararse. Fenómenos como la aparición de nuevas identidades nacionales, el avance del proceso de integración europea y la globalización, en vez de ayudarnos a explicar la situación, han contribuido a aumentar la confusión. Formamos parte de la Unión Europea, pero ¿qué es realmente?, ¿un conjunto de instituciones?, ¿una burocracia ajena a los ciudadanos?, ¿una zona de libre mercado?, ¿una futura unidad política?, ¿una cultura compartida?, ¿cuáles son las fronteras de Europa? En este proceso de disolución de la identidad se están produciendo fenómenos que la Unión Europea todavía no ha conseguido gestionar. La dificultad para integrar a los inmigrantes musulmanes, la reconversión del viejo marxismo en una nueva ofensiva cultural relativista y la aparición del terrorismo son problemas que todos vemos.

Cuando éramos pequeños, esperábamos de Europa todo el bien posible. En Italia, si algo no funcionaba, decíamos: "ya vendrá Europa". Hoy este juego aparece trágicamente invertido, y de Europa nos esperamos todo tipo de males y trampas posibles. Hoy, la "casa europea" se ve como la forja de todas las aspiraciones independentistas de la Edad Moderna, la cuna y el laboratorio del programa universal de liberté, égalité, fraternité, nacido de las cenizas del absolutismo. El eco de la contraposición entre estos diferentes modelos de comprensión de la identidad europea se ha oído en los debates sobre la elaboración de la constitución de la Unión Europea. La crisis de las ideologías surgió después de la fatídica caída del Muro de Berlín en 1989, como una potente metáfora.

El fin de los bloques contrapuestos, que en Europa tenían su expresión más dramática, reveló el fracaso de todas las interpretaciones ideológicas de la unidad y del destino del Viejo Continente. La disgregación que se produjo en los años Noventa es una demostración más de hasta qué punto es inútil seguir proponiendo un modelo ideológico que se contraponga a una crisis en acto. Pero es precisamente una nueva doctrina la que se abre camino y es sostenida por las instituciones de la Unión Europea como solución a los males de nuestro tiempo.

Hemos conocido las doctrinas destructivas de los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX que tenían la necesidad de inventarse un "hombre nuevo" para realizar su propio proyecto de poder. Pensemos en las páginas del Mein Kampf donde Hitler afirma básicamente que los judíos no son hombres. Fue un cortocircuito entre lógica y metafísica que le quitó el alma a la realidad. O pensemos en el caso de Pol Pot: cuando necesitaba inventarse un "hombre nuevo" para Camboya y decidió para ello eliminar a todos los que llevan gafas porque podían estar contaminados por otras culturas. Derrotados los totalitarismos y la ideología política, el período desde la segunda posguerra hasta hoy está definido por una ciencia que se hace ideología. Ya no hace falta imaginar un "hombre nuevo", pero se pretende construirlo. Se dispone de un poder que deriva de la tecnología y del conocimiento y no del significado de las cosas. En julio de 2005 el comisario europeo para la investigación, Janez Potocnik, confirma que cinco o seis de los proyectos que utilizan células madre embrionarias son financiados por la Comisión Europea.

El Consejo de la UE en 2006 decide seguir las indicaciones del Parlamento Europeo que salieron adelante con una mayoría de apenas diecinueve votos a mediados de junio de 2006, y pide que se desbloqueen dos millones de euros para financiar la investigación con embriones humanos. Es enormemente problemático que la Unión Europea financie, y pueda financiar proyectos que destruyen embriones, mientras muchos Estados miembros se oponen. Al dar vía libre a los fondos de investigación con embriones, será cada vez más difícil poder sostener una ley nacional, como la italiana, contraria a la que parece ser la evolución del derecho comunitario. Sólo cuando tengamos delante de nuestros ojos los tremendos resultados que provocará la investigación con embriones, Europa volverá a entrar en razón. A esta nueva ideología "cientificista" se une un desafío aún más dramático. Es el desafío de aquellos que, al día siguiente del 11 de marzo de 2004, en Madrid, lanzaron esta advertencia a Europa: "Venceremos nosotros porque amamos la muerte más de lo que vosotros amáis la vida".

Vivimos en una Europa que asiste inmutable al sacrificio de sus hijos. Vivimos en una Europa que, en vez de buscar una manera eficaz de ayudar a las familias, aumenta la presión en contra de la protección de la vida familiar. Tenemos que preguntarnos qué queda hoy de la visión de Europa de los padres fundadores cuando domina una concepción que tiende hacia la homologación cultural y política. La intuición originaria de los padres fundadores dio lugar a un método positivo, ha generado la riqueza económica de Europa al permitirle cincuenta años de paz y desarrollo. Ha sido el periodo más largo de la historia de Europa sin conflictos, desde que Rómulo y Remo, según nos cuenta la leyenda, "compitieron" para trazar las fronteras de Roma.

Estos cincuenta años han tenido una profunda influencia en el crecimiento y en la prosperidad económica. Han influido en la libre circulación de las ideas. Han fomentado una Europa que es tierra deseada por todos aquellos que viven constreñidos. El verdadero drama del proyecto político europeo, nacido para cambiar el clima trágico de finales de los años cuarenta, es que no se mantiene el pensamiento que lo fundó. Persiste una especie de conjura del silencio en cuyo seno es verdaderamente difícil recuperar las riendas de la responsabilidad política para las nuevas generaciones.

Europa se ha beneficiado -y no por méritos propios- de la implosión del comunismo, pero le cansa reconocer los factores que, desde el punto de vista moral y espiritual, la han generado. Lo hemos constatado en la discusión sobre el verdadero credo europeo. ¿En qué cree realmente Europa para poder pretender conducir una batalla ideal que se convierta en un principio de libertad para todos los pueblos del mundo? Oímos a menudo que Europa es tierra de derechos civiles. En esta cuestión Europa se enorgullece y se reafirma. Reprende a los Estados Unidos sobre la cuestión de la pena de muerte, condenamos a todos en nombre de los derechos humanos, pero no somos capaces de ejercer una presión real allí donde estos derechos son sistemáticamente violados.

Esta reflexión me sirve para destacar una involución psicológica que ha tenido lugar justamente tras la caída del comunismo. Europa en 1989, como conglomerado institucional y baluarte de la libertad frente al gran monstruo del socialismo real del Este, se convierte en víctima de una especie de "síndrome de Estocolmo". Se queda presa de la mentalidad propia del Telón de Acero, que habían reprobado justo antes.

Y así, mientras los países del Este son recuperados gracias a una reconciliación que hace época, llegan al Parlamento Europeo proyectos de ley en los que se condenan los lager de Auschwitz, Birkenau y Dacha. Pero al tiempo, se niega sistemáticamente hasta la esencia semántica de la palabra gulag. En nuestra cultura se ha insertado una especie de complejo y del comunismo -que era una de las dos antítesis a las intuiciones de Adenauer, Schuman y De Gasperi-, que ha sido vencido, no se puede hablar porque no sería "políticamente correcto". Intentaré ejemplificar esta singular situación de una Europa que tiene miedo de sí misma y del significado de su propia iniciativa política, y que teme poder asegurar una perspectiva de prosperidad y de bien común a las generaciones venideras.

Creo que se debe vivir por aquello en que se cree. Puedo repetir todo el día a mi mujer "te quiero", pero en la relación que tengo con ella se notará enseguida si prefiero más el trabajo, la política o el dinero. Puedo ser muy bueno disimulando, pero en la relación íntima de la pareja esto sale a la luz. Puedo incluso decir lo más conveniente para el otro, pero lo que queda es lo que se ve. ¿En qué cree Europa? ¿Cuáles son las referencias sólidas para Europa en este momento? Ninguna relación entre Estados será posible si, como sucedió entre aquellos tres hombres hace cincuenta años, no adviene una especie de "iluminación" agustiniana para algunos de los protagonistas del escenario internacional. El proyecto político que llamamos Europa nace del sufrimiento de algunos hombres, De Gasperi, Schuman y Adenauer, en el horizonte de una respuesta tan pragmática como verdadera.

Fueron hombres capaces de articular su proyecto casi como una especie de antídoto contra la ideología, y de promoverlo en términos de esperanza profética. Pero, ¿sigue siendo válida hoy esta visión?, ¿nos ayuda a responder a las necesidades del hombre actual?, ¿de los europeos de hoy? Las instituciones europeas son hoy un lugar donde rige un prejuicio hacia el cristianismo. En los últimos diez años el Parlamento europeo ha condenado al Papa y a la Santa Sede por violación de los derechos humanos hasta treinta veces. A Cuba y China, no más de diez. La teorización sobre la familia, en todas las formulaciones posibles e imaginables, mientras no sea la que nace de la unión entre un hombre y una mujer, ha alcanzado niveles de elaboración tan complejos que justifica preguntarse sobre la sensatez de las instituciones. Considerando las relaciones, las propuestas de resolución, las preguntas y las declaraciones escritas presentadas por los parlamentarios europeos entre 1994 y 2007, se constata que la Iglesia o las posiciones del Vaticano han sufrido hasta 64 ataques. La intención es que se considere "fundamentalista" la simple expresión de un credo religioso. Hoy el proyecto europeo vive tantas y tales contradicciones que, en vez de presentarse como una respuesta positiva, suele aparecer como un impedimento, como una especie de aglomerado insensato y recalcitrante, hasta el punto de hacer exclamar a Benedicto XVI que es posible la apostasía de la misma Europa (cfr. Congreso sobre los cincuenta años del Tratado de Roma – Valores y perspectivas para la Europa de mañana, promovido por la Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea el 25 de marzo de 2007).

Apostasía entendida como alejamiento de su propia historia, de su propia naturaleza, de su propia raíz cultural, de la raíz de la experiencia de diálogo y de convivencia entre los hombres, que nos ha regalado, importantísimo, más de cincuenta años de paz, de desarrollo y de derechos. Si éste es el dato de partida para intentar comprender qué está sucediendo en la evolución del sistema político europeo, debemos poner nuestra atención sobre un aspecto particular. Debemos comprender que la cuestión no es una dialéctica política que sea un fin en sí misa, sino la propia supervivencia de la experiencia de un pueblo: el problema es "qué somos nosotros" y "qué es Europa". Europa debe volver a entender que la posibilidad de construir opciones adecuadas para el hombre de hoy y de mañana reside en la relación entre el derecho de naturaleza y la política. De otro modo, cada vez envileceremos más, no tanto el proyecto político que llamamos Europa, sino la experiencia de los hombres que lo forman. En este sentido se hace más grave la cuestión de las raíces cristianas, que no es un tema que deba ser considerado como una veleidad de las jerarquías eclesiásticas sino la cuestión central para la supervivencia de Europa.

Tenemos hoy la ocasión para que la sociedad entera vuelva a encontrarse consigo misma y vuelva a descubrir su propia identidad, su propio rostro, y también su propio objetivo, la razón por la que somos lo que somos. Tenemos el deber de responder a este desafío.

¿Qué tenemos para ofrecer, no sólo como propuesta de significado sino también como proyecto político y como experiencia que promueva la convivencia entre los pueblos? ¿Qué tenemos para ofrecer si no somos capaces de preguntarnos por el fundamente de aquello que nos une? La cuestión del futuro de Europa se sitúa en este nivel. Debe responder a este desafío. Debemos ser capaces de decir, venciendo la batalla a los fundamentalismos y relativismos, qué somos y en qué creemos. Para hacer una Europa mejor debemos volver a creer, a trabajar, a luchar por ella. Europa nace cristiana, no podemos dejarla presa de mistificaciones ni instrumentalizaciones.

Conclusión

La única oportunidad que tiene Europa para seguir existiendo es tener en cuenta las exigencias de la persona, de la historia milenaria que ha fundado la cultura europea. La riqueza de Europa está en la diversidad de sus culturas, todas dignas de defenderse y promoverse, incluida la que durante más tiempo ha dado forma a Europa, convirtiéndola en un faro de civilización: la cultura cristiana. A De Gasperi le encantaba repetir que Europa es una civilización que avanza. Era una Europa que, pocos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, ya estaba dividida por el Telón de Acero. En aquel momento tan delicado, De Gasperi tuvo plena confianza en el poder de la civilización y de la solidaridad. En el hecho de que el orden podía superar al desorden. Éste era el mensaje de los padres fundadores, y es válido también hoy. Frente a los desafíos actuales, los padres fundadores nos dicen que no nos cerremos, sino que prosigamos con un espíritu abierto, creativo, con amplitud de miras. En estos años en el Parlamento europeo he trabajado por una política en la que, cuando se habla de familia tradicional, se pueda discutir no en términos ideológicos, como si fuera una ideología contrapuesta a las uniones de hecho, sino decir que en esa familia está el fundamento de la paz y del bienestar. Y diciendo también que bienestar y paz son condiciones que pueden favorecer la educación del pueblo a la verdad. Por otra parte, las cuarenta misiones que he realizado en estos años en países donde la libertad religiosa y los derechos humanos son violados sistemáticamente han sido el modo de testimoniar y construir esta conciencia. Manteniendo viva esta conciencia, me he movido para afirmar un ideal que es mayor que mis vicios. El diálogo que quiero construir, para que nuestro país y Europa salgan de esta rutina, deben verse impregna por esta lógica: no la búsqueda del compromiso sin más, sino asumir responsabilidades para dar un paso adelante, juntos, hacia la verdad. De hecho, el hombre es capaz de hacer el bien, pero también de blasfemar o asesinar.

Cada uno de nosotros lleva dentro de sí una contradicción que le hace entender que no es perfecto. La experiencia del cristianismo no es nunca ideológica. No es ideológica porque no supone la idea de un hombre perfecto. Hay algunos que continuamente arengan a los pueblos diciendo que un hombre perfecto es "realizable" y que ese hombre perfecto es el que tiene un determinado carnet o toma una determinada posición política.

El mundo que se abrió después del 11 de septiembre necesita pensamientos fuertes para poder mantenerse en pie ante la globalización y el desafío del terrorismo. Hace falta, por tanto, construir un sujeto con una identidad fuerte, plural, un sujeto abierto y democrático. Debemos poner en marcha un proyecto político que sepa afrontar la cuestión fundamental de la competitividad de Europa, conjugando competitividad y solidaridad, según un modelo en el que la solidaridad y la cuestión social sean factores de competitividad. Es necesario que la competitividad sea la condición previa para alimentar una sociedad del bienestar generosa. Estas fuerzas se deben unir para actuar de modo que los valores de la civilización liberal y cristiana no se abandonen en nombre de un relativismo cultural que corre el riesgo de desembocar en el nihilismo.

La responsabilidad que los cristianos sienten hacia el mundo es la respuesta a aquella pregunta que Poncio Pilato hacía a Jesús, donde la cuestión de la verdad sale a la escena. A la pregunta de Pilato: "¿Eres tú rey?", Jesús responde: "Tú dices que soy rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz" (Juan 18, 37). Después de aquello Pilato pregunta: "¿Qué es la verdad?". Esas mismas palabras, como un anagrama, contienen la respuesta: est vir qui adest (es el hombre que tienes delante). Lo afirma tres siglos más tarde San Agustín de Hipona. ¿Qué es la verdad? Nadie tiene en el bolsillo esta respuesta. Pero la verdad la podemos encontrar y reconocer, y estamos llamados a servirla. La verdad es un hombre que nos sale al encuentro, que tiene un juicio sobre la realidad. Es aquel hombre cuyo corazón es despertado por el espíritu y es capaz de lanzar su desafío al mundo más allá de su propio mal. Más allá del propio mal está la posibilidad de construir el bien para todos.

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