´La paz no murió con Rabin sino con Netanyahu´
No fue el asesinato del primer ministro israelí Isaac Rabin, hoy hace 20 años, sino los graves errores cometidos inmediatamente después por sus sucesores en el gobierno los que hundieron el proceso de paz con los palestinos. De ello está convencido Daniel Bar Tal, profesor de Psicología política en la Universidad de Tel Aviv y uno de los mayores expertos en psicología social del Estado judío, que señala a Benjamin Netanyahu, actual primer ministro y líder entonces del partido de centro-derecho Likud, como principal responsable del fin del proceso de paz y de la deriva nacionalista-religiosa del electorado israelí en las dos últimas décadas.
Comúnmente se piensa que el proceso de paz murió con Rabin. ¿Comparte esa opinión?
No creo que el proceso de paz haya muerto con Rabin, sino a causa de todo lo que se hizo tras su muerte para destruir lo que se había construido. El principal responsable es nuestro actual primer ministro Benjamin Netanyahu, aunque los otros dos gobiernos laboristas de Simon Peres y Ehud Barak contribuyeron también a hundir las negociaciones. Es cierto que también Arafat fue ambiguo: intentó mantener abierta la posibilidad de la lucha armada hasta que, como se ve cuando las fuerzas de seguridad palestinas colaboraron con las israelíes, no demostró que podía detener los atentados. Pero la responsabilidad del fracaso recae sobre todo en Netanyahu, en su acción conjunta como ideólogo y político pragmático.
¿Cuál ha sido el punto de no retorno en el declive del proceso de paz?
El año 2000 fue crucial, cuando Barak volvió de Camp David diciendo que «no había interlocutores con los que hablar de paz». De esta forma, destruyó el esquema de las negociaciones que se había utilizado hasta ese momento, deslegitimando a Arafat como representante de los palestinos y quitándole la fiabilidad como socio en la negociación. Lo que ocurrió luego, con la segunda intifada, el ascenso de la derecha y la progresiva marginalización de la izquierda sionista en Israel es la consecuencia de esta política perversa.
¿Cree usted que los israelíes estaban preparados para hacer concesiones, o los Acuerdos de Oslo eran demasiado ambiguos para llevarse a la práctica?
En esa época los sondeos demostraban claramente que Rabin contaba con el apoyo de la mayoría de la población. Tras el contragolpe de la intifada, habíamos sido preparados durante años en la perspectiva de una pacificación con los palestinos; sabíamos cuáles eran las condiciones para tratar con la OLP y lo que supondría la paz. Pero si me pregunta si los Acuerdos de Oslo eran buenos, mi respuesta es que no. Uno de los problemas más grandes era hacer que se aceptara la evacuación de los asentamientos. Rabin fue ambiguo en este punto. No nos olvidemos que era un miembro destacado del sistema. Fue ministro de Defensa durante la intifada y no había conseguido reprimir las revueltas. En los años de Oslo cometió dos errores: el primero fue vetar a los negociadores que pusieran por escrito la retirada de los asentamientos. Rabin dio su palabra a Arafat, nada más. Los Acuerdos eran vagos en un punto crucial para la paz. El segundo error fue el de no ordenar la evacuación de los judíos de Hebrón tras la masacre de 29 palestinos perpetrada en febrero de 1994 por el colono Baruj Goldstein. Él temía que los colonos crearían inmensos problemas a la sociedad israelí. Hoy todo es mucho más difícil, sobre todo por la influencia y la cobertura política que tienen dentro del Estado. Hay que ser honesto y decir que Rabin postergó la solución de los asentamientos, que eran y son todavía hoy el principal obstáculo para la paz, retrasando toda decisión, que no llegó nunca.
¿Cuál ha sido la «herencia» de Rabin, vista la profunda crisis de la izquierda sionista?
No creo que se pueda hablar de «herencia», que tendría que haber sido recogida por los laboristas. Es verdad que Rabin distinguía entre los asentamientos de importancia militar, que habrían quedado en territorio israelí mediante un intercambio de tierras, como por ejemplo Gush Etzion, y aquellos que se habrían podido desmantelar. Pero uno de sus límites es que no salió nunca de la ambigüedad del destino de las colonias. Yo mismo pregunté a la viuda, Lea Rabin, si el marido le había dicho qué pensaba de los Territorios, cómo llevar a cabo la retirada de los asentamientos no estratégicos para Israel. Me respondió que no le había oído hablar nunca de esto, como tampoco lo había hecho con sus colaboradores. Quien trabajó con él asegura que Rabin habría llegado hasta el final en los asuntos que asumió, incluso en la retirada de los Territorios. Pero no compartió nunca con nadie lo que tenía en mente sobre el cuándo y el cómo realizarlo. Su herencia, a lo sumo, podría ser el haber querido cambiar el estado de las cosas. Si se releen hoy sus discursos, se ve que ningún primer ministro había hablado nunca como él: se perciben indicaciones y un lenguaje distinto del pasado, la necesidad de un nuevo acercamiento. Algunos de sus discursos son realmente conmovedores.
Según usted, ¿el desafío a la política pacificadora de Rabin venía no solo de la franja extremista de los territorios, sino del mismo corazón del establishment político de Israel?
No hay duda, es así. Como se demostró en los años posteriores al asesinato, el Likud invirtió ingentes cantidades de dinero y desplegó un esfuerzo organizativo enorme para crear el clima de odio y violencia en el que maduró el asesinato de Rabin. Cuando Yigal Amir apretó el gatillo, estaba apoyado por una parte de la extrema derecha religiosa, que no solo nunca ha estado fuera de la ley sino que hoy goza de amplia cobertura en el Parlamento, en el ejército y en las redes financieras del país. Netanyahu guió la oposición al proceso de paz de forma que el asesinato era inevitable. Los resultados se ven hoy. Netanyahu llegó al poder en 1996 tras el estallido del terrorismo palestino y la pésima política llevada a cabo por Peres y Barak. Desde el 2000 la derecha ha utilizado todas las armas en su poder para cambiar la orientación de la mayoría de la opinión pública israelí, hasta llevar a un hombre como Netanyahu, considerado en su tiempo de extrema derecha, a la cumbre del poder del Estado.
¿Qué es lo que ha hecho posible este cambio tan radical en apenas veinte años?
El hecho es que vivir en una sociedad judía israelí significa ser portadores de una cierta memoria colectiva y de una cierta visión de la vida en la escuela, en el trabajo, en el ejército, en la familia y en la esfera social. Durante más de 25 años, aparte del breve intermedio del gobierno de Rabin, la coalición de centro-derecha ha gobernado en Israel. Hasta principios de los noventa, el 40% de los judíos israelíes se definía de izquierdas; hoy no supera el 20%. El terrorismo por una parte y la afirmación del exprimer ministro Ehud Barak por otra de que «no hay interlocutor palestino para la paz» han contribuido ampliamente a la progresiva erosión de los apoyos de la izquierda y de la paz. Nuestros estudios sobre los libros de texto y de educación cívica israelí demuestran claramente que los judíos israelíes sufren un proceso de socialización y adoctrinamiento en el espíritu de la derecha desde que nacen. Ser un ciudadano con ideas de izquierda se considera una traición. Los líderes de la derecha en el gobierno y en la Knéset han transformado sus ideas políticas en un ethos que define la identidad del judío israelí.
¿Cómo ha hecho Netanyahu para que, en tan poco tiempo, se quedara atrás la visión de Rabin y ser elegido durante cuatro mandatos?
Netanyahu no está al margen, refleja muy bien las condiciones ideológicas de los judíos israelíes, y sabe cómo utilizar los símbolos y nuestra historia, cómo manipular los miedos y las emociones para llevar a las personas a una versión particular típica de la derecha, deslegitimando la visión más universal y humanística propia de la izquierda. En los últimos veinte años ha hecho de todo para convencer a los israelíes de que están rodeados de enemigos; que no hay interlocutor para la paz, que la seguridad es la prioridad. Con su lavado de cerebro sobre las conspiraciones tanto de Hamás, o de Irán, o de Hizbulá, o de los árabes y sus colaboradores contra el Estado de Israel, sobre el Holocausto y la posibilidad de que ocurra de nuevo, no hace sino alimentar el conflicto y la percepción de una amenaza inminente. Es también su propaganda, y la protección asegurada en 48 años a los colonos, a lo que se debe el racismo y la xenofobia crecientes, la violencia que el 30 de julio pasado acabó con la familia Dawabsha en el pueblo palestino de Duma, la no aplicación de las leyes en los Territorios, el laxismo ante las acciones de los más radicales. Hasta las amenazas de muerte contra el presidente Reuven Rivlin y los intentos de deslegitimar la Corte Suprema. Son hechos de una gravedad inaudita, inconcebibles hace veinte años.
¿Qué pensó cuando, el 21 de octubre pasado, escuchó a Netanyahu afirmar que el exterminio de judíos no fue idea de Hitler sino del gran muftí de Jerusalén?
Todos los primeros ministros israelíes, desde los tiempos de David Ben Gurion, han utilizado la Shoah con fines políticos, al menos en el Día de la Memoria. Benjamin Netanyahu, sin embargo, ha perfeccionado la instrumentalización de la Shoah hasta hacerla rutinaria, uniéndola con frecuencia a la demonización del enemigo de turno: Irán, Hizbulá, Hamás… La última salida ha sido para deslegitimar a los palestinos en cuanto tales, visto que para él el gran muftí Hay Amín al Husein representa sus aspiraciones nacionales. Lo ha hecho para indicar a los israelíes que en el ADN de los palestinos está el deseo de exterminar a los judíos. Es un tema recurrente en el discurso de Netanyahu. Uniendo a los palestinos, a Hay Amín al Husein, Hitler y la idea del exterminio judío ha dado el paso final para construir el odio y la desconfianza total por parte de los israelíes, rechazando así a los palestinos como interlocutores válidos en las negociaciones.