La necesaria y buena memoria histórica

España · Fernando de Haro
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18 julio 2011
Se llamaba Miguel. Dedicó prácticamente toda la vida a la enseñanza. Los maestros a principios del siglo XX ya estaban dando clase con 16 años. No tenía especial inclinación por la política. Pero en la república se convirtió en el responsable de la CEDA de su pueblo para intentar compensar a los socialistas, a los comunistas y a los anarquistas, también a los falangistas. Un día se lo llevaron preso y después de dos años de trabajos forzados volvió a su casa. Otros no volvieron, como su tío político, como su primo, como su vecino. Pero a Miguel no se le oyó en casa una palabra de rencor. Quizá porque por las noches rezaba el rosario con la mujer y los hijos y eso de decir "perdona nuestros ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden", de decirlo cinco veces seguidas, aunque uno tenga mucho sueño y esté muy cansado, acaba contando. Y cuando se acabó la guerra y cerca de su casa se oía el lamento y el llanto de los hombres torturados les explicaba a sus hijos que aquello ofendía a la ley de Dios.

Y cuando fusilaban a los maquis en la plaza del pueblo les decía a sus hijos que aquello no era una fiesta y que a la hora de la ejecución los quería a todos en misa, rezando por los que iban a morir. Se llamaba Miguel. Y otros se llamaban Juan, Pedro y todos los nombres del santoral. Y muchos de ellos no rezaban el rosario porque eran comunistas, anarquistas o republicanos. Pero deseaban con un corazón grande que nunca volviera a suceder. Y hubo mucha memoria.

En los años 50, 60 y 70 del pasado siglo hubo mucha memoria de los horrores de esa contienda que había dejado las cunetas llenas de muertos y el país arrasado. Y para desmentir a los cenizos se produjo una suerte de milagro, uno de los grandes milagros de la historia española: la reconciliación y la transición. Se rompió la espiral del odio a la que muchas veces parecen condenados los pueblos. Fue posible porque a los hijos y a los nietos, en las conversaciones intimísimas de las familias, en las cenas o en las comidas, en los comentarios que se sueltan sin pensar, no se les enseñó a odiar. Y eso a pesar de que las heridas de los seres queridos perdidos dolían y escocían como sólo duele y escuece que te hayan quitado lo que más has querido.

Se cumplieron ayer 75 años del comienzo de la Guerra Civil. En los últimos tiempos hemos sido testigos de una insistencia casi obsesiva en la necesidad de recuperar la memoria histórica. Es una memoria ideológica. Ha habido otra memoria, social e institucional, positiva. La Constitución del 78 es una prueba fehaciente de que se aprendió de los errores. Muchos de sus artículos están redactados para evitar el desorden inasumible en el que degeneró una república destruida por el sueño revolucionario, para dejar atrás y lejos la intolerable represión y falta de libertades de la dictadura. Pero los pueblos y las naciones no aprenden las cosas de una vez por todas. La reconciliación es un tesoro que debemos transmitir con orgullo a nuestros hijos y a nuestros nietos. Aunque ya no se puede hacer como se ha hecho hasta ahora, de un modo intuitivo, quizás inconsciente. Ahora es necesario hacerlo de un modo crítico, formulando las razones que hacen posible una convivencia capaz de superar las diferencias ideológicas. Es necesario que sepamos decirnos unos a otros los motivos que nos permiten reconocernos en el bien de una vida buena juntos.

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