La Navidad es algo serio
¿Puede una mujer o un hombre mínimamente inteligente y experimentado tomarse en serio la Navidad? ¿Puede ser, para nosotros, gente “razonable”, algo más que un paréntesis de algunas horas? ¿Algo más que un momento –en el mejor de los casos– para reunirnos con los seres queridos en una cena o comida bonita, en la que nos felicitamos y nos deseamos sinceramente lo mejor? Eso sí, con la vaguedad de quien no tiene seguridad alguna de que ese deseo se vaya a cumplir y de quien se siente, consciente o inconscientemente, a merced del destino. La ocasión tiene también una gran pincelada dramática, el paso del tiempo dicta sus ausencias.
Esta Navidad de 2016 nos ha llegado en un momento en el que todos estamos especialmente perplejos y heridos. Una violencia nihilista nos ha vuelto a sacudir en suelo europeo, en esta ocasión en Berlín. Y por más que intentamos olvidarla nos sabemos inseguros. Sospechamos, sin confesarlo del todo, que las razones de siempre son insuficientes para afrontar estos tiempos extraños. Que no basta con pedir más seguridad. Que echarles la culpa a los refugiados o a los musulmanes (a los otros) es infantil. Pero tampoco sabemos muy bien en qué dirección movernos. Y no es solo el terrorismo. Es que es todo. Es como si, desde hace unos años, el paisaje habitual en el que se desarrollaba nuestra vida estuviera desapareciendo, disolviéndose de forma muy rápida. La economía ha mejorado algo, pero desde la crisis de 2008 nada ha vuelto a ser igual. Las guerras están más cerca que nunca. El hasta ahora sólido edificio de la democracia occidental se antoja cada vez más a merced de las tormentas. Y no sabemos por dónde volver a empezar.
Y en lo personal es lo mismo. El ambiente en el trabajo, en lo queda de familia, en todos sitios, se ha vuelto frío, acusa nuestra desorientación. Tenemos incluso miedo de decir “te quiero” porque no sabemos cuánto durará. Los más sinceros no se defienden y no ocultan su impotencia.
Nosotros, los hombres y mujeres “razonables”, no nos enfadamos, con la voluntad de estar contentos que parece invadirlo todo en estas horas. Pero sabemos que cuando se apaguen las luces de la fiesta y vuelvan los días grises de enero, la voluntad da, si hay suerte –otra vez el destino–, para “un buen pasar”. Lo paradójico es que, a pesar de todos los fracasos, de todo lo traicionado y de todo lo sufrido, hay en nosotros una suerte de memoria genética –una nostalgia tenaz– que se activa buscando días mejores. Si te descuidas reaparece de forma furtiva. Por eso hay ocasiones en las que nos tienta la esperanza amarga del optimismo o la utopía.
¿Tiene sentido para un hombre o una mujer seria, en estas circunstancias, tomarse en serio la Navidad? Una mujer muy seria, laica, de origen judío, como fue la pensadora Hannah Arendt, utilizaba una de las frases que más se repite en estos días de Navidad: “un niño se nos ha dado”. Es una expresión del profeta Isaías que la filósofa judía empleaba para explicar algo que a los hombres del siglo XXI, por supuesto a los cristianos, nos cuesta entender. Siempre hay –decía– una posibilidad real de que alguien, en algún lugar, en algún momento pueda decir o hacer algo que sea un inicio original en el reino de lo humano.
Que suceda alguien, algo, en algún momento, en algún lugar. Y que eso sea la ocasión de un nuevo comienzo. Son palabras y expresiones que difícilmente vinculamos a nuestra nostalgia obstinada. Para nosotros todo sucede por necesidad, porque hay causas suficientes que lo explican, porque hay leyes universales que lo justifican. Si algo cambia será porque hagamos un buen análisis o porque hagamos un buen esfuerzo. Es una ingenuidad que probablemente explica parte de nuestra desorientación. No hay novedad en nuestros análisis y nuestros esfuerzos, son prolongaciones de lo que ya había antes. Todos los desafíos de este comienzo de siglo XXI nos han hecho conscientes de lo fallidos que son los intentos –sobre todo los éticos– por recuperar el paisaje perdido.
“Un niño se nos ha dado”. Es un anuncio serio para los hombres y mujeres serios del siglo XXI. Pretende –decía Arendt– explicar cómo están hechas las cosas. Desafía ese resentimiento y esa sospecha que suele provocar todo aquello que no hemos fabricado con nuestras manos. Todo se nos ha dado, empezando por nuestra vida –cada uno de nosotros fue “un niño que se dio”–. Se trata de un modo diferente de pensar y de sentir. Nos dice que algo dado, alguien dado, en un momento y en lugar preciso, es la condición para reconstruir nuestra geografía humana.
Se nos da la existencia, las relaciones, el mundo con su altura y su anchura. Y esto sería, en principio, suficiente para estar agradecido, suficiente para mirar las cosas de otro modo y no estar atenazado por las muchas incertidumbres que nos rodean. Pero el Niño del profeta Isaías se escribe con mayúscula: “Un Niño se nos ha dado”. La Navidad anuncia que el Misterio que están en el origen del Big Bang y que sustenta el universo en expansión, con sus millares de galaxias, Aquel que mantiene estable la estructura cuántica de la materia, el Origen del deseo de días mejores que cada uno y todos los hombres del planeta han tenido y tendrán, se nos ha dado. Hace 2000 años, entre pajas y el aliento del pollino y el buey. Y que desde entonces la historia se prolonga. Porque el propósito era venir a quedarse, como el primer día. Para que huya un Compañero que nos abra los ojos, que nos enseñe a mirar bien las cosas, que nos recoja al caer.
¿Esta forma de entender la Navidad, que recupera su origen, no es seria? ¿Es solo el cuento de unos iluminados y de unos locos? Quizás. Pero la pretensión es demasiado severa como para no tomarla en consideración. Para no someterla al exigente tribunal de la experiencia.